El flete atravesó una ciudad invisible que no miraba pero iba reconociendo cautelosamente por sus olores y sus pavimentos. El césped de la ruta 2 trasmutó en la conurbanesca Champagnat. Ingresamos a Mar del Plata por Constitución, la ex avenida de los boliches que deslumbraron en la década del noventa transformada en un derrotero de cafeterías y mueblerías high class. Llegamos a las playas del norte que enviaban en la lluvia sus aromas casi olvidados. Aspiré el olor de océano y entreabrí la ventanilla del acompañante. Estábamos entrando al barrio de mi casa materna en plena fase 2 con restricción de circulación.
Desde la esquina vi las calles de Stella Maris dormidas y mal iluminadas, mientras dejaba que la lluvia de la ciudad me diese en la cara. Por los cristales de la ventana se advertían las luces de una vigilia. Como siempre, el timbre del portero no sonaba. Con la trinchera calada por el bautismo del regreso, enjugándome el agua de los ojos, apelé al silbido que solo mi padre y yo conocíamos.
En el rectángulo del cristal empañado, el rostro de mi madre reflejó sucesivamente la alarma, el reconocimiento, el estupor y la felicidad. Llovió todo el domingo, pero no importaba; yo no tenía que ir a ningún lado. Casi ningún pariente fue enterado de mi regreso. Después de mi llegada, el amanecer entró por las persianas entreabiertas. El mate cocido traído por mi madre se enfrió en la taza, sobre la mesa de luz. A mediodía ella vino a la habitación para almorzar conmigo, pero sin intervenir, limitándose a cambiar los platos casi intactos. Inmóvil, de costado hacia mí, que estaba sentado junto a la cama, mi padre escuchó en silencio mis historias de villas y asentamientos, de Congreso y desamores. De vez en cuando mi padre confirmó con un gesto, enarcado las cejas si necesitaba una aclaración, sonreía si estaba de acuerdo. Pero fui yo quien más habló. Sólo al principio, cuando separamos nuestras cabezas confundidas en el abrazo del encuentro, mi padre pronunció una pregunta y una afirmación, donde hubo un trazo de orgullo. — ¿Rechazaste un cargo por nosotros?
— Sí, papá — respondí.
Mis padres se quedaron escuchando la puesta al día de esos años robados, donde cabe además mi tratamiento por la depresión. Mi padre oyó sin soltar mi mano. Después, en silencio, la llevó a su mejilla y descansó la cabeza, sonriendo. La verdadera paz había empezado para los dos a partir de ese silencio: es la forma del perdón que fui a buscar.
— Una mañana me levanté y supe que lo único que quería era volver a Mar del Plata.
Había dejado atrás los pasillos del Congreso, carpetas con dictámenes, borradores de proyectos de ley, pedidos de informe. Recuerdo muy bien la última reunión, saludé a Mondongo sin decirle nada y salí eyectado de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación. Cuando deserté del periodismo parlamentario sentí un gran alivio. Un revoltijo de discursos y tonadillas de provincia botaban en mi cabeza mientras me desplazaba por Riobamba. Había concluido otra etapa.
En esa transición un amigo de los hermanos Maristas me convocó para trabajar como asesor en los barrios de emergencia porteños. Me sumé al equipo de Arte en barrios donde se organizaban festivales, eventos, salidas, visitas guiadas y cine móvil. Al mismo tiempo, el gobierno nacional desembarcó con otro programa: El Estado en tu barrio. Con un compañero fuimos designados cómo el enlace de los referentes con el funcionarato. Un rol que tenía como fin garantizar la paz social en los bordes. Era muy difícil tropezar con un milagro en un lugar con tantas necesidades. A veces, el destino se ríe de las probabilidades.
A ella la conocí en esos días. Una mujer joven, guapa e inteligente. Trabajaba motivado por una sonrisa leve, por sus ojos tan alegres, y su cabello, blondo, osado. Trabajamos cada uno desde su área y coordinados. Todo salió muy bien. No hubo rebotes hacia arriba y eso era lo importante. Ambos programas tuvieron un cierre de año vitoreando el éxito de la gestión. En pandemia dejé de verla. Solo sabía de ella por las redes sociales. Una tarde, en una de sus stories de Instagram, publicó una foto de un libro quemándose en un vertedero de Fraga, Chacarita. Reconocí la esquina y la portada. Era un ejemplar de «Adiós a las armas» de Ernest Hemingway. Reaccioné a su historia y ella me respondió — no lo leí —, y yo le escribí — te lo voy a regalar. Antes de volver cumplí con mi palabra. Conseguí un ejemplar de la novela del escritor y periodista estadounidense y le pregunté dónde podía ubicarla. Nos encontramos una tarde radiante en el inicio de marzo. Me reencontré con mi primer trabajo en Capital. Como en las fábulas circulares retorné al territorio donde emprendí mi periplo porteño. El mismo organismo donde me desempeñé como data entry de un censo de hoteles dónde se alojaban familias en situación de calle.
Al llegar me sorprendí por la ausencia de organizaciones sociales en la puerta principal ¿Dónde estaba el MOI, el movimiento de ocupante e inquilinos? ¿Dónde estaba el MTL, el movimiento territorial de liberación? Toqué el timbre y un empleado de seguridad me mostró el camino. La dependencia persistía inalterable. En una oficina del primer piso ella emergió como un río ilusorio cantando en un desierto y floreció la arena como si fuera cierto. Con su pelo recogido por encima del rostro su belleza fue aparición, no apariencia. Su vestido negro y estampado con un cincelado de flores rodeaba su figura. Ella se acercó. Yo, floté. Me saludó con un abrazo cordial y sentí su fragancia. Su perfume sigue siendo la forma más intensa de su recuerdo.
— Mucha suerte, Mauro — me dijo mirándome a los ojos.
— Gracias, tengo algo para vos — le respondí.
Apoyé sobre la mesa de su oficina una bolsa de regalos con un ejemplar del libro de Hemingway. A diferencia de los operativos, donde nuestro trato era más prudente, pudimos entretejer una charla sin pecar de ignorancia que ya no nos vinculaba una relación laboral. Allí estábamos sentados, uno al lado del otro, sin horarios y con los celulares muteados. Lo que a priori sería un encuentro de unos minutos progresó en una tertulia de una hora y media. Rondamos por diferentes temas: escritores, poemas, canciones y la vocación de jugar en la trinchera. Mientras el sol descendía por los techos del edifico de AySA se consumó nuestro encuentro. ¿Por qué de esta manera, a través de ventanas y visillos? Le agradecí por su tiempo. Me respondió — gracias por el libro. Permanecer a su lado un minuto más podría ser más peligroso que piñata de vidrio para mi corazón. Tuve miedo de enamorarme, de errar, la inspirada sabiduría brota al estar enamorado y mi aliento ya se perfilaba con vista al mar.
— Al salir, te llamé, ma. ¿Recordás?
— Sí, Maurín — mi madre me decía Maurín. Me encantaba que me dijera así.
¿Cómo
llegué hasta ahí? Porque ella realzó en una foto un libro que mutaba de la
encuardenación a las cenizas. En esa hora y media me invitó a discurrir sobre
Albert Camus, Cristina Peri Rossi e Idea Vilariño. Me envolvió en su candidez
como esencia de poesía. ¿Lo hubiese vivido de no haber dejado atrás el saco y
la corbata? Es contrafáctico. Solo sé que acerté en la gestión con una mujer
encantadora que me rodeó la manzana envuelta en su pelo que ya no era rizado.
Era una invitación sinuosa al olimpo. Esa rasguño de placidez personificó la
previa de un nuevo ciclo en mi vida. Necesitaba ponerle palabras para que la
evocación no se desvaneciera como las cenizas de un libro, el mismo que se
disipó en la combustión de un basural de Fraga, Chacarita. El mismo barrio
donde muchos imprescindibles duermen el sueño de los justos.
LA ULTIMA NOCHE
Ya casi no teníamos nada que decirnos que no sepamos para siempre. A medianoche, abriendo los ojos, mi padre susurró unas palabras y acerqué el oído para recibirlas. Mientras obedecía a su pedido, me sentí a la vez humilde, poderoso, protector, ser vivo admitido a la intimidad de esas horas finales que los moribundos casi nunca comparten.
Mi padre ya estaba demasiado débil y no podía valerse por sí mismo, pero estaba yo, que trabajé veinte años para ese momento. ¿Quién es el padre, quién el hijo? Levanté la sábana, busqué entre las ropas, arrimado el orinal. Sostuve en mi mano lo que puede ser una flor o un fruto, pero también pienso que, de algún modo mágico, sostuve mi origen.
Aquella mañana inexorable y fatal mi padre se alivió y volvió a su entresueño apacible, hasta que el clarear del día marcó la expiración de mi propio plazo. Entonces besé por última vez su frente, sin despertarlo. Estaba contemplándolo cuando oí a mi lado el sollozo reprimido de mi madre. Tomé su mano y salí del cuarto, cerrando sin ruido la puerta del hombre y la mujer que morirán esa mañana con dos horas de diferencia, sin mí… conmigo. Nos fuimos a dormir. Ellos en su cuarto y yo en un colchón sobre el parqué del living.
A la mañana siguiente sus rostros habían recuperado la serenidad. Venían lidiando desde hacía una semana contra fuertes dolores de espalda y disnea. Mi madre dormía. Le hablé, creo que me escuchó. Traté de despertarla pero no hubo caso. La cambié de cama al tiempo que llamé a la ambulancia por lo sucedido con mi padre que ya no espiraba. El médico al llegar advirtió a mi padre ya fallecido, asistió a mi madre y me reveló — Está en gasping — es el término utilizado para la respiración agónica. Unos minutos después ella dejó de jadear. Un acto de amor, al mismo tiempo confuso, irreal y devastador. Mientras observaba un rosario sin los misterios gozosos que colgaba de un portarretratos anticuado con una foto de mi primera comunión; se fueron juntos como huellas en la nieve. Quedé desolado ante semejante performance.
En
ese momento pensé en la dicha de estar juntos, de no haber recibido un llamado
telefónico a cuatrocientos kilómetros dándome la mala noticia. Estaba ahí, cómo
un testigo bendecido por vaya saber qué Dios. Miré en torno a la habitación y
observé los muebles, la ropa sin lavar y el pilón de papeles. Me pregunté ¿Por
dónde empiezo? El niño que fui se despidió también. Algo de mí, murió ese día.
Cuando vi partir a mi madre recordé cómo llegó a Mar del Plata.
LLEGADA
Mi madre arribó a la Feliz en el año 1993 y se hospedó en Avenida Colón y Santiago del Estero; en la cuadra del Automóvil Club Argentino, en casa de dos jubilados de los más macanudos, Dora y Juan. El matrimonio la albergó hasta que acertó con un empleo y alquiló un departamento de un ambiente en Sarmiento y Falucho. Yo vivía en Buenos Aires. Mi madre me envió una postal de la costa atlántica por correo que aún almaceno. Ella describía en el dorso cómo recorrió peluquería por peluquería hasta dar con un local a dos cuadras de la vieja terminal de ómnibus donde hoy se ubica uno de los shopping más importantes de la ciudad. Flora, una estilista experimentada, le dio su primera oportunidad. Mi madre en treinta años cimentó una red de amistades que de haber participado en el partido político “Acción marplatense” le hubiese disputado cabeza a cabeza la intendencia al ex jefe de la ciudad, Gustavo Pulti. Con mi madre hablábamos por teléfono casi todos los días. Le costaba la reclusión. Cuando se jubiló su columna fue a parar a boxes. Como los buenos jugadores, la rosca jamás la perdió. En su esplendor con dos o tres cortes de pelo allanaba la mala cosecha. Cocinaba albóndigas con fideo moño mientras yo limpiaba el patio de comidas del único shopping de entonces. Espalda con espalda le hicimos pito catalán a una ciudad que lideraba el ranking nacional de desocupación. Antes de volver a Mar del Plata le detallé que había encontrado una inmobiliaria de confianza para alquilar mi departamento porteño.
— Viruteé los pisos, dejé los picaportes brillosos y los zócalos parecen un espejo.
— Como en los Gallegos — me apuntó mi madre y dio un giro de ciento ochenta grados en la conversación — Vos sabes que salgo al balcón todos los días a las cinco...
— ¿Por qué?
—
Una vecina toca el acordeón. Le pedimos una canción y la toca.
Pocho, mi segundo padre, compañero de mi madre durante más de dos décadas compartía con ella los pasatiempos y los gustos musicales. Él fue nuestro Ronnie Wood. El guitarrista de los Rolling Stones tras la salida del talentosísimo Mick Taylor. Wood no era un virtuoso pero aportó bajo sus cinco cuerdas la alegría que necesitaban sus majestades satánicas. Pocho ingresó y modificó la marcha de la familia para siempre.
Solíamos hablar por la noche pero ese día decidí llamarla por la tarde.
— ¿Cómo están?
— Bien, hijo. Ahora te llamo, vino canal 10.
— ¿Pasó algo?
— No, todo bien. Pasó algo lindo — mi madre tenía la capacidad de suavizar con su voz y su acento cualquier desdicha.
Ante una adversidad mi madre tenía las palabras justas para que la impaciencia no progrese. Su manera de enfrentar los inconvenientes era un respingo para mi ánimo en picada. Mi madre salió esa tarde al balcón y conversó con un periodista. Rodeada de sus geranios, petunias, cactus, bugambilia y gitanillas. Siempre escoltada por Pocho, su compañero.
— ¿Cómo se llama?— preguntó el movilero de Canal 10.
— Sabes que no sé. ¡¿Cómo te llamas?!— averiguó a los gritos mi madre a su vecina la acordeonista, como si estuviera en la popular de Aldosivi.
— ¿Qué toca siempre? — indagó el periodista.
— Lo que le pedimos.
Vi las imágenes del Canal 10 por YouTube y abrigué la idea de volver a atesorar una postal de la ciudad que eligió mi madre para residir. Una vez le preguntaron al escritor Jorge Luis Borges sobre la capital que adoptó para vivir: "París no ignora que es París, la decorosa Londres sabe que es Londres, pero Ginebra casi no sabe que es Ginebra". El paso de la infancia a la adolescencia de Valentino fue imperceptible para mis ojos. Como solíamos hacer, al cruzar la avenida trabé su mano con la mía y me miró inmóvil. Sus ojos coexistieron como dos perdigones fulminantes. Cruzó solo. Algo allí también se había marchito. Espaciosamente dejé de ser un plan para él, fue así como mis reflexiones vagaban de manera recurrente alrededor de volver a estar cerca de mi madre a través de mi regreso a Mar del Plata. Como el viejo Tobías (periodista que conocí cuando ingresé a la sección deportes del diario) todo lo relacionaba con la orquesta de Juan D´Arienzo. En un campeonato de truco que nos ganó en la final me reveló — ¡Qué dupla hacemos con el narigón! Somos una orquesta. Me voy a casa con la felicidad latiendo en el cuore; como escuchar a D´Arienzo. En otra ocasión me comentó — Escuchá ese grillo, Maurito. Parece el sonido de un violín.
MIRTA
Mirta brindaba su concierto todas las tardes desde las cinco y media de la tarde. Vivía en un edificio delante del piso de mi madre. Debajo funcionaba un local que despachaba pan y facturas. En el mismo lugar donde en 1993 relumbraba la peluquería de la extinta Flora. La peluquera del barrio fue la primera persona que le dio una oportunidad a madre en la ciudad más propicia a su felicidad. Mirta, la célebre acordeonista, tuvo sus quince minutos de fama. Tocó y habló por televisión.
Mientras
embalaba mis cosas busqué la tarjeta que atesoré durante treinta años. La
localicé pronto. Allí estaba la letra desteñida de mi madre donde en un párrafo
me cuenta sobre sus primeros días en La Feliz. Me embargó un súbito ahogo leer
un escrito de mi madre de puño y letra. La postal tembló en mi mano vacilante y
medrosa, pero en mi corazón no florecieron los versos hasta hoy.
MANGA
La indemnización de la agencia publicitaria me ayudó para reunir una suma de dinero importante y de ese modo pude pagar el adelanto de un crédito hipotecario. En trece años podré presumir de mi casa propia. No está mal. De donde vengo y como viví nada haría pensar que sería propietario alguna vez. Valentino tendrá un hogar por dónde empezar. Este último año mi vida se limitó a dar talleres de escritura, clases en un Centro de Formación Profesional, conducir un programa de entrevistas y escribir algunos artículos periodísticos. Seguí el consejo de mi amigo Gusti e inicié la tarea de generar mis propios ingresos sin jefes ni aprietes. Diez años de sobriedad y la valla de volver a enamorarme me bautizó como un realizador y ejecutante de proyectos, asexuado, deslucido y opaco.
Al revisar mis cuadernos de los años sacudidos por mi adicción y la hipocondría siento que repaso la vida de otro hombre. Cambié. El cambio es la única cosa inmutable. Quizás me abracé al desánimo por demás. Ahora que tengo motivaciones serias para estar afligido, caigo en la cuenta de todos los pensamientos retorcidos que acarreé en mis espaldas. Durante la última década me dispuse a ordenar mi vida porteña y regresar al mar. Aspiré además a reformular mi relación con Valentino, bajé el dedo índice y lo dejé ser. Entiendo que lo logré. ¿Habré sacado lustre a mi matrícula de padre? ¿Acaso existe? Por otro lado, aletargué mi rol de hombre. Mi vuelta a la terapia me hizo ver que cuando mi yo padre y mi yo hombre alcanzamos cierta persistencia, mi yo hijo suplicó pista. Precisaba estar cerca de mis padres. Mi madre realmente lo esperaba tanto como yo. Ella siempre estuvo a mi lado durante mi tratamiento; fue mi salvamento y la artífice (por segunda vez) de situarme en la vida. Fue lecho, cauce y sedimento. Me brindó su regazo y su protección. Mi madre me escuchaba durante horas. Ella creía en mí y me apoyó en todo lo que decidía, y si no salía, me ayudaba a barrer las migas. Me socorrió a curar al niño que demandaba a través de su adicción. Durante años escuchó mi desilusión por la pérdida de Amparo. Me auxilió en mis laberintos, en mi confusión entre enamoramiento y obsesión.
Yo tuve la milagrosa fortuna de intuir que mi madre se iba a morir. Pensé ¿Qué cosas todavía no le dije? ¿Qué cosas no me quiero guardar? Ella me esperó con los brazos abiertos; conservaba su perspicacia y su lucidez, pero su cuerpo estaba muy dañado. Estaba sola al cuidado de Pocho que arañaba los noventa años. Una vez que definí mi situación habitacional, emprendí el operativo retorno. Intenté por todos los medios hablar con Valen para explicarle mi decisión. Durante varios fines de semana se negaba a venir a casa ¿Cómo miras a la persona que amas y le dices que es hora de irte? La despedida con mi hijo no pudo ser presencial. Fue por videollamada. Al año siguiente, Valen tuvo que escribir para un ejercicio de literatura del colegio. Me lo envió. Al leer lo que había escrito, juzgué que mi decisión de volver a Mar del Plata no había sido tan equivocada.
Le iba a escribir a mi Papá pero no me animo. Me da vergüenza. Él me contó que hablarle al abuelo le daba como miedito y hablar con la abuela era lo más goood. La abu Beba era re copada. No parecía una abuela. Le iba a escribir a mi Papá pero lo voy a ver en Pascuas. Hay dos días que no hay clases. Antes sabía por qué, cuando iba a catequesis para la primera comunión. Tenía ganas de escribirle a mi Papá para decirle que lloré cuando murió la abuela y el abuelo, pero no me animé. Mi Papá se fue a vivir a Mar del Plata. Corte que llegó, al toque se enfermaron y se murieron doce días después. Mi Papá dice de memoria como si fuera para una prueba, “llegué el domingo 25 de abril y murieron el 7 de mayo”. Por suerte que estaba con ellos. Mi Papá no sé cómo hizo pero llamó a la ambulancia y estuvo ahí. Re pro, yo no hubiese sabido qué hacer. No sé, me pongo a gritar. Mi Papá parece fuerte pero yo lo vi llorar. Creo que mi Papá se va a acordar de la abuela Beba y el abuelo Pocho para siempre. Estoy seguro. Al principio no entendí que se vaya a Mar del Plata pero ahora lo entiendo. Mi Papá, la abuela Beba y el abuelo Pocho eran como una persona. No sé cómo explicarlo, hablaba uno por vez, como si hubiesen practicado antes. Le iba a escribir a mi Papá para decirle que sigo siendo de Chacarita pero me encanta Boca. Ahora me di cuenta que me gusta más, pero no dejé de ser de Chaca. Yo pensé que a mi Papá le gustaría que sea sólo de Chaca, pero me dijo que le encanta que comparta la pasión con mami. Mi Mamá es más fanática de Boca que mi Papá de Chacarita. Mi Mamá me llevó a la cancha a ver a Chaca contra San Martín de San Juan. Se puso una gorra que dice “Dale Funebre”. Yo sé que lo hace por mí. Creo que mi Mamá y mi Papá hablaron en el colegio para me cambien del A al B. Lo hicieron juntos. Ahora estoy con mis amigos en la misma división. Es re pro que Mami, que es una genia y Papi también hagan cosas juntos. Me gustaría que cómo fuera con la abuela y el abuelo, mi Mamá y mi Papá sean como una sola persona. Re cool. ¡Es como juntar las gemas para crear un Thanos bueno y re poderoso! Le iba a escribir a mi Papá pero me da un poco de vergüenza porque él es periodista. Pero también juega a la pelota y yo ahora juego en Deportivo Italiano. Mi Papá antes corría más, desde que el pelo se le empezó a poner gris clarito le cuesta. En el último viaje se puso más blanco. ¿Querrá tener el pelo como el abuelo? El no decide el color. Mi Papá tiene amigas y amigos. Mecha es su vecina. Era amiga de la abuela Beba. A mi quiere como un nieto y a Papá como un hijo. Mi Papá me habló de Mecha en el viaje a Mardel. Papá tiene como algo para contar, no sé. Me gustaría que sea el profesor de las materias aburridas. Papá me dice que fue a comprar y parece todo como un cuento. Mueve las manos y se re concentra. Mal. A mí me gustaría que en la radio sea más como es en casa. Mi Papá estudia como si fuera una prueba. Le gusta ir a la radio. Invita gente y siempre van. Nadie falta. Eso está re bueno porque cuando festeje su cumple y si van todos lo que fueron al programa sería una fiesta re godd. Me gustaría escribirle a mi Papá pero empecé un nuevo comic de “Somos Quintillizas”. Una serie de manga de Negi Haruba. Esta re bueno, muuuy goooddd. Yo entiendo lo que es perder a la mamá. Futarō Uesugi es el protagonista del manga y su mamá murió también. Le voy a contar a mi Papá sobre Ichika, Nino, Miku, Yotsuba e Itsuki. Como no me animo a escribirle, capaz con el manga le puedo decir de alguna forma que yo también extraño mucho al abuelo Pocho y a la abuela Beba.
En nuestros habituales encuentros en el horario de la merienda, entre té de durazno y filosofía para Dummies, le conté a Mecha que se cumplieron tres años de mi llegada. Ella me dijo — No sé si va ser tu lugar pero yo agradezco tu decisión. Cuando llegué lo primero que me llamó la atención fue mi mamá. Ella misma se había cambiado el color del pelo. Parecía la Beba de fin de siglo. Hay gente que calcula las épocas por mundiales, yo los mido por salida de discos. Mi mamá tenía esa tonalidad matizada por un color chocolate entre la salida «Narigón del siglo» y «Rey sol» de Páez.
Es bravo, ahí donde la toques, la memoria duele. Pocho me esperaba con un platazo cocinado todo por él: osobuco, papas, batatas, calabaza y choclos. Él sabía que con mi llegada tendría un compañero para comentar a dúo: — otra vez perdió Chacarita — sin sentirse tan solo y tantear las peras maduras en la verdulería de la calle Las Heras para que mi mamá no lo haga ir dos veces. Pocho me decía — ¡Lo horrible que es extrañar tu propia energía! — Y continuaba — Ves a River y no podes creer que Chacarita juegue al mismo deporte.
El
descenso de Chaca era una posibilidad, los más pesimistas me decían “el
descenso está al caer”. Al caer estaba yo. Perder a alguien que amas es alterar
tu vida para siempre. Y no lo superas, porque es la persona que más querés. El
sufrimiento acaba, llega gente nueva, pero la rendija nunca se cierra. Este
cachetazo no me la esperaba. Los dos juntos y el mismo día. Es extraño, la
disección no se ve pero se siente. El duelo no te cambia, te revela. Quedé
rengueando y sostenido por un jenga de madera mojada. Si lo veo bien me pasaron
más cosas buenas que malas. Sólo que a las malas le doy más importancia. Hace
tres años salía hacia Mar del Plata con la ilusión de volver a empezar.
Regresaba en búsqueda de la mejor compañía, de la poesía, del candor, de los
pucheros, del mar, la radio y la magia, ¿valió la pena? Yo creo que sí. El
dolor, cuando no se convierte en verdugo, es un gran maestro. Perdí parte de mi
vida. No es una metáfora, literalmente se llevaron recuerdos, nombres, secretos
de familia, charlas, recetas, llamadas de teléfono sin motivos. En algún lugar
de la voluntad se extienden los desiertos de la pérdida, de la adversidad
efervescente; hace tres años conquistaba el barrio Stella Maris con la última
expresión de pibe ingenuo que se esfumó como huellas en la nieve.