6 de agosto de 2013

SELVA







Selva era hermosísima. Una noche en la puerta de la Federación de Box resolví encararla. En la charla me confesó que vivía en una pensión, se había ido de la casa del padre cuando tenía catorce años. El viejo la cagaba a palos. Me dijo que no le diera bola, que había fumado mucho.
- Mirá, yo pensé en pegarme un viaje... Lo pensé posta, boludo... Y en un tiro escuché una canción en la radio ¿entendés?, ¡y ya loco! me quise quedar un toque más, ¿entendés?, un toque.
Tarareó la melodía del tema, afinaba muy bien. Me sorprendí al escucharla.

Nos vimos dos veces en la semana. Un día lunes en un hotel de Yerbal y nuestro segundo encuentro, creo que fue un jueves, en su casa de Barracas. Tenía dos perras. La más chiquita se había encariñado conmigo. Se llamaba Joni, como Joni Mitchell. Selva preparó la mesa y cenamos sin hablar. Pasamos al living y la charla comenzó con total naturalidad. Recuerdo que sus piernas contrastaban con el sofá color ladrillo. Rondamos por muchos temas. La música claramente, la política, la literatura... Cuando llegamos a la Revolución Cubana surgió alguna que otra polémica. Teníamos dos o tres tópicos en los que solíamos disentir. Salteamos el postre y un café doble bajó los decibeles. La púa del disco se estancó y el silencio no estuvo nada mal. Busqué mirarla pero no lo logré. Pestañeaba muy seguido al hablar, estaba tan sumergida en sus pensamientos que ya no le atañía el interlocutor. Cuando los párpados recobraban su ritmo original, sus ojos se entristecían. Pasamos la noche juntos y quedamos en vernos el sábado siguiente en el Viejo Correo.
Ella no fue, nadie supo decirme donde estaba o no quisieron decirme. Paraba con unos pibes de Huracán de la facción José C. Paz en un nudo del barrio Espora. Los quemeros no veían con buenos ojos a los que les zarpaban minitas de su banda. Yo tenía diecisiete años, era un pichón de burgués jugando a ser rocker de excursión por la vida marginal de los sin jopo en el auge del uno a uno. Ella vivía de lunes a lunes de gira, sin preocuparse por nada. Me contaron que una noche en la villa de Cobo, le tocó perder.
Recién busqué la canción, la que tarareó Selva en la Federación de Box. Decidí dejarla un toque nomás... Sólo un toque como ella decía.
El fraseo de Joni Mitchell cantando “Woodstock” me transportó a esa noche en el cordón de Castro Barros. Entendí que ahí, sin sillas ni manteles, me sentía vivo, sin la parquedad de caerle bien a nadie. Era el que quería ser, usurpando la calle, tomando un Algarves corazón con una mujer de tan sólo diecinueve años que escupía su verdad y me invitaba a patear tableros. 
Selva era de esas minas que te mueven la aguja, que se van sin despedirse y nos dejan rengos de buenos momentos entre tanta gente sin swing. Hoy estoy sitiado de un gentío que se indigna mirando el Martín Fierro por televisión, que deja su salud a las puteadas en una platea, que se enoja con los árbitros, verduguea al trapito y lo después lo twitea. Selva fue de esas personas que todos conocemos alguna vez. Aparecen, se van, nos atraviesan el alma y hoy puedo recordar en una canción, en una sublime cadencia.