No está
mal de vez en cuando putear un poco. Hasta diría que es saludable. Sin embargo,
es cada vez más habitual leer o escuchar a personas que uno conoció en otras
etapas de la vida (con algo de lucidez incluso) con tanta virulencia en sus
opiniones y sus acciones.
Es
tanta la bronca que mastican que ni siquiera te invitan a reflexionar e
intercambiar ideas. Es como si quedara algún trauma sin resolver, algo residual
dando vueltas y encuentran en un conductor de televisión, un jugador de fútbol,
un funcionario público o lo que es peor, un familiar cercano o amigo, el chivo
expiatorio para canalizar sus fracasos. Nos encontramos, a mi entender, con un
tema de fondo más que de forma.
Pienso
que lidiar con el rencor y la frustración es difícil que se modifique de un día
para el otro con un mero cambio de plantel del equipo de tus amores, de un
formador de opinión mediático que salga del aire, del muñeco de turno a quien
se critica con saña o de un gobierno, atropellando la voluntad popular. No digo
que uno no pueda enfurecerse e indignarse de vez en cuando, tampoco quiero
incitar a vivir en la algarabía permanente.
Creo
que aquel que indaga con decisión su historia se da la oportunidad certera de
orientar su deseo genuino. Hay quien no se pregunta nada y vive su engaño
feliz. El embrollo se arma el día en que el cuerpo se manifiesta. Vivir molesto
sin ir al nudo del quilombo (personal) termina afectando al cuerpo, la mente y
el juicio.
El
placer es una obligación psicológica. Cierto perfil de gente cree que putear y criticar
todo el tiempo los convierte en “los más pulenta de la cuadra” o lo que es
peor, los hace más dignos y decentes. En definitiva, la vida es una sola y no
es bueno vivir con el odio en el pecho.