Ariel tenía 18 años y vivía en Lugano
1 y 2, en el departamento de un amigo, como quien ocupaba un espacio de paso, sin
saber muy bien cuánto va a durar. Su mamá lo había abandonado. Su papá, preso. Él, mientras tanto, resistía.
No era crack, no era figura, él jugaba. Y jugaba con lo que tenía, alma y carisma. Formaba parte de un equipo imbatible en los picados que se armaban con los pibes de Cafayate. Ahí, donde el talento se mezcla con la necesidad, donde cada gol puede valer un almuerzo, o al menos el orgullo de ganar. Ahí también juega mi hijo, Julián. Y ahí conoció a Ari.
A las dos y
media de la mañana del jueves escribió al grupo de WhatsApp que se habría peleado con su novia, algo que solía ocurrir. Pero todos dormían. Todos menos él, que tenía el
alma en vela. ¿A quién llamar? ¿A quién golpearle la puerta tan tarde?
Ari decidió ir a ver a su ex novia, a buscar algún tipo de consuelo. Nadie sabe bien qué se dijeron, pero estuvo con ella. Al amanecer,
subieron a la terraza a colgar ropa. Piso catorce. Viento de invierno. Cielo opaco.
Ari se sentó en la cornisa con una foto impresa de la chica que lo había dejado
en la mano. La miró a los ojos. Y dijo, bajito:
"Ya fue."
Y se arrojó al vacío.
Cuando al alma torturan los recuerdos, los placeres sólo revelan desesperación.
A las 7 de la mañana, el día apenas
empezaba y ya estaba roto.
Julián no se lo esperaba. Nadie se lo
esperaba. Ari no era su compañero del colegio, ni del club. No hacían tareas
juntos. No compartían aulas ni cumpleaños.
Compartían otra cosa más intensa, más cruda: el potrero, la ronda de botines gastados, el código sin palabras de una canchita sin área.
Es la muerte más cercana de un par
que le toca vivir a mi hijo. Y duele. Porque cuando muere un pibe así, no se va solo una
vida.
Se va también una parte del barrio. Se agrieta un espacio.
Se enfría la pelota.
Y nosotros, los que todavía creemos
en los abrazos después del gol, sentimos que algo se nos rompe también.
Ojalá Ariel encuentre, allá donde
haya ido, lo que acá nunca le dieron del todo: un lugar propio, un afecto sin
condiciones, una red que no se rompa.
Y ojalá nosotros sepamos mirar mejor.
Escuchar a tiempo.
Porque los pibes no pueden seguir cayendo al vacío con una foto en la mano y un “ya fue” en los labios.
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