20 de julio de 2025

EL HOMBRE QUE NO SABÍA ODIAR

 



Nadie lo entendía del todo. Algunos lo consideraban un iluso, otros lo tildaban de cobarde, y no faltaban quienes sospechaban que era simplemente un farsante, alguien que fingía no odiar porque le convenía. Pero la verdad, la más profunda y rara verdad, es que Horacio era simplemente incapaz de sentir odio.

Desde niño, fue distinto. Cuando otro niño lo empujaba en el recreo, él no devolvía el golpe ni guardaba rencor. Si le robaban el lápiz, esperaba pacientemente a que se lo devolvieran, o bien escribía con carbón. Si un adulto le gritaba sin razón, él bajaba la cabeza, no por sumisión, sino por respeto a la furia ajena. Su madre lo regañaba con frecuencia, desesperada por hacer de él un "hombre de verdad", uno que supiera “defenderse” y “no dejarse pisotear”.

—El mundo te va a aplastar, Horacio —le decía, mientras le planchaba el uniforme escolar—. No podés ir por ahí perdonando a todo el mundo como si fueran ángeles. Te van a comer vivo.

Y así fue.

La vida, como una manada de lobos hambrientos, fue probándolo una y otra vez.

El mejor amigo de la infancia, Tomás, lo traicionó a los veinte años. Primero le robó la bicicleta. Luego, a Clara, su primer gran amor. Le dijo que ella estaba confundida, que Horacio era muy bueno pero no emocionante, que necesitaba a alguien más “intenso”. Horacio no se defendió. Clara se fue. Tomás también.

A los treinta, un compañero de trabajo lo acusó falsamente de haber filtrado información confidencial. Perdió su puesto y, con él, años de esfuerzo. Cuando el verdadero culpable fue descubierto meses después, ya era tarde. La empresa no lo reintegró. “Una mala impresión es como una mancha de tinta”, le dijeron. Y aunque tuvo la oportunidad de vengarse públicamente, no lo hizo.

—¿No te da rabia? —le preguntó un amigo.

—Sí —respondió Horacio—. Pero no odio. La rabia pasa. El odio se queda, y yo no quiero eso en mi casa.

Su casa, por cierto, era modesta. Vivía solo, con sus plantas, algunos libros subrayados con cariño y un rincón para las fotografías de su hijo, al que apenas podía ver. La madre del niño, Luciana, había hecho todo lo posible por apartarlo, por desacreditarlo ante los jueces, por convertirlo en un recuerdo incómodo.

 Horacio jamás habló mal de ella.

—¿Por qué no la odias? —le preguntó su abogado, mientras hojeaba papeles judiciales con frustración.

—Porque es la madre de mi hijo. Y porque odiarla no me va a devolver lo que ya perdí.

A veces sentía cansancio. Un cansancio hondo, que le nacía en los huesos y le subía hasta los párpados. No era tristeza lo que lo agobiaba, sino la sensación de estar nadando siempre contra una corriente invisible: la necesidad de los demás de que él también odiara, de que guardara rencor, de que explotara, mordiera, sangrara con la boca abierta.

Pero no podía.

Había probado. Durante semanas enteras intentó convencerse de que fulano o mengana merecían su odio. Se forzaba a recordar los daños, las mentiras, las humillaciones. Leía noticias violentas, escuchaba historias de venganza. Nada funcionaba. Su alma parecía estar hecha de otra sustancia, una que no reaccionaba al veneno.

—No entiendo cómo podés vivir así —le dijo su hermano menor en una de las últimas reuniones familiares—. Si no odiás, ¿cómo sabés quién sos?

Horacio se encogió de hombros. No tenía una respuesta brillante. Solo sabía que si alguna vez aprendía a odiar, se perdería a sí mismo.

Pasaron los años. Las amistades se aflojaron, se deshilacharon con la misma naturalidad con que se pierden los medias en una mudanza. Las relaciones amorosas se volvieron más breves, más prácticas, menos arriesgadas. Los empleos vinieron y se fueron. Nunca fue un hombre exitoso, ni influyente. Pero tampoco fue infeliz.

Había días en que lloraba solo, con una taza de té entre las manos, pensando en su hijo. Lo veía crecer por fotos, a veces por un video que llegaba de forma clandestina.

Una tarde cualquiera, su hijo —ya adolescente— apareció en su puerta. Solo, con una mochila a la espalda. Lo abrazó sin decir palabra.

—¿Por qué nunca me hablaste mal de mamá? —le preguntó esa noche, mientras compartían una cena sencilla.

—Porque ya habías perdido demasiados años de amor —le dijo Horacio—. No quise que también perdieras los de la verdad.

Murió algunos años después, tranquilo, sin enemigos. Sin grandes títulos. Su herencia fueron unos libros, unas plantas, y un cuaderno donde había escrito pensamientos sin rencor, sin lecciones grandilocuentes. Frases simples. Una decía: “El que no odia, no es porque olvide. Es porque elige no envenenarse.”

En la lápida, grabaron su propio epitafio:

Aquí descansa un hombre que fue todo lo que no se espera de un hombre.

Y por eso vivió sin veneno y en paz.



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