Yo vivía con la música en la piel. No como un simple pasatiempo, sino como si cada acorde fuera un latido, como si cada silencio contuviera una revelación. Mi vieja lo sabía: me había visto crecer abrazado a cassettes y CD´s y me acompañaba con esa paciencia silenciosa de quienes aman sin medida.
La noche del jueves 6 de mayo de 2021 me conecté, como siempre, a la clase online de Dany Jiménez. El tema prometía: el primer disco de The Velvet Underground & Nico, aquel artefacto extraño, con su banana de Warhol y las canciones que abren una puerta hacia el futuro.
Mientras Dany desplegaba su análisis: "Una belleza dolorosa, un aburrimiento lánguido, un timbre cálido y metálico. Escucharlo es como tener un nervio expuesto acariciado, a veces suavemente, a veces con demasiada brusquedad." me incliné hacia mi vieja:
—Ma, ¿tenes un auricular? Este ya no suena bien.
Ella sonrió, buscó entre los cajones y me lo entregó como si me ofreciera un amuleto. Después, con un gesto inusual, se despidió temprano. Ese auricular fue lo último que mi vieja buscó para mí. La mujer que siempre encontraba una respuesta, que siempre hallaba una solución, dejó los platos sin lavar y la ropa amontonada. Y, por primera vez, nada de eso le importó. Esa noche eligió el descanso sobre la rutina, el silencio sobre las tareas. Claro, sería su última noche, y yo no lo sabía.
—Me voy a acostar.
Eran
las diez de la noche. Me sorprendió (ella solía rendirse al sueño cerca de la
una). La vi retirarse envuelta en una calma misteriosa, como si ya supiera lo
que yo aún ignoraba.
Y sin advertirlo, recibí en ese instante la última caricia de su adiós. Madre e hijo, hijo y madre: dos almas respirando el mismo aire, anudadas en un silencio que ya era eternidad. La clase virtual se despidió con «European son». Lou Reed arrojaba sus palabras como cuchillos, y la distorsión crecía, feroz, como un vendaval dispuesto a arrasar con todo.
Yo me dejé arrastrar por esa furia eléctrica, mientras la casa, a mi alrededor, se hundía lentamente en un silencio denso, un silencio que no callaba, sino que ocultaba un secreto oscuro. Al día siguiente, la música se quebró. Mi vieja apagó su aliento, rendida a la enfermedad que la habitaba y al zarpazo final de un virus nacido para arrasar con multitudes.
Desde entonces, ese disco entero late en mi memoria como una herida que arde, como una cicatriz luminosa donde su presencia se aferra y nunca termina de irse.
SUNDAY MORNING
Hoy suenan los acordes de «Sunday Morning» y la voz del Lou Reed avanza en puntas de pie, como un visitante temeroso de despertar a la tristeza que respira a mi costado. Y mientras suena, mamá regresa: buscándome un auricular, retirándose temprano, dejándome, sin saberlo, su último gesto de amor envuelto en la fragilidad de la noche.
Lou y mi vieja, tan lejanos en la apariencia, se entrelazaron para siempre en mis oídos. Y cada vez que el disco comienza a girar, no estoy solo: ella regresa en la penumbra, respira entre armónicos disonantes, camina conmigo por ese sucio boulevard donde la eternidad se disfraza de canción.
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