Mi papá tenía un silbido particular para llamarnos. No era fuerte ni autoritario; era una forma breve del aire, una clave secreta. Nadie más lo hacía así. Nadie. Podíamos estar lejos, mezclados entre otras voces, otros ruidos, otras urgencias, y ese silbido nos encontraba igual. No hacía falta preguntar ni mirar alrededor: el cuerpo lo reconocía antes que la cabeza. Era un sonido con nombre propio.
Ese
silbido decía “vengan”, pero decía muchas más cosas.
Decía
“ya es hora”.
Decía
“queruza, estoy cuidando”.
Decía “acá termina el mundo y empieza la casa”.
A veces nos llamaba para comer, otras para volver antes de que oscureciera, otras simplemente para asegurarse de que seguíamos ahí, orbitando cerca. Era su manera de contar cabezas sin contarlas. Un gesto mínimo, casi invisible, que sostenía todo.
Hoy lo acabo de oír en el patio.
Estoy sola en casa. La tarde cae despacio, sin molestar. Las plantas no se mueven, el aire está quieto, demasiado quieto. Existen ciertas clases de silencio que te hacen caminar en el aire. El silbido fue breve, exacto, inconfundible. No fue un recuerdo ni una imaginación apurada: fue él. El mismo tono, la misma pausa al final, como esperando respuesta. Me quedé parada en el medio de la cocina, con las manos quietas, el corazón desacomodado. Por un instante, todo mi cuerpo quiso obedecer. Salir. Asomarme. Decir “ya voy”. Como si los años no hubieran pasado. Como si el tiempo pudiera doblarse sin avisar. Esperé el segundo silbido. Siempre había un segundo, un poco más largo, un poco más paciente. No llegó.
Tal vez
los lugares aprenden nuestras voces.
Tal vez
las casas guardan sonidos como reliquias.
Tal vez el patio, que tantas veces nos vio correr, decidió devolverme algo que era mío y no sabía que seguía faltándome.
No sentí miedo. Sentí una emoción antigua, profunda, de esas que no saben explicarse. Una tristeza mansa, con ternura adentro. Como si alguien me hubiera nombrado desde lejos. Como si el amor, cuando no encuentra cuerpo, se hiciera sonido. Tengo ganas de llorar. No por lo que perdí, sino por lo que todavía aparece. Porque hay personas que no se van del todo. Se quedan viviendo en los gestos más chicos, en una costumbre del aire, en un silbido que atraviesa los años y vuelve cuando la casa está en silencio.
No
respondí.
Pero
creo que él sabía.
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