1 de noviembre de 2025

LA ORQUETA DEL DESTINO




Tenía doce años. Verano del ’88. Lo habían invitado a un asalto. Él pensaba que sería como un cumple: globos, torta, los pibes corriendo alrededor de la mesa. Pero no. Esto era otra cosa: luces bajas, radiograbador a todo volumen, los más grandes bailando lentos y apretados, como si fueran adultos que ya sabían todo de la vida.

Llegó medio tarde porque se había quedado en el campito del Mercado Central, tirándole a un paredón con la gomera. La llevó consigo, metida en la cintura bajo la chomba de Papazzi, y no sabía bien por qué. Era como cargar un pedacito de su mundo, un secreto que solo él podía sostener.

Dentro, el aire era pesado: mezcla de Pepsi tibia, transpiración y un poco de humo de cigarrillo que escapaba de los más grandes. Vasos de plástico tirados, papas fritas blandas en un bol, y un cassette que pasaba de Europe a Pet Shop Boys. Cada tanto alguien apretaba rewind y el radiograbador chistaba, como una locomotora que respiraba.

De golpe, ¡paf!, arranca un lento: Milli Vanilli. La música bajó el pulso de la sala. Él sintió que le ardían las manos. Y ahí la vio a ella. La que le gustaba de verdad. La invitó a bailar, y ella dijo que sí. Todavía no entendía cómo había pasado.

Apoyó sus manos en la cintura de ella y le temblaban tanto que pensó que lo delatarían. Ella apoyó las suyas en sus hombros, livianas, casi flotando. El mundo desapareció: no estaban las risitas de los costados, ni los codazos de los pibes, ni las chapitas rodando por el piso. Solo ellos, moviéndose torpes, atrapados en un vaivén que parecía eterno.

Hasta que… chau. Ella descubrió la gomera. La sintió dura, escondida en la cintura. Lo miró con ojos grandes, primero sorprendida, después con esa mezcla de ternura y lástima que duele más que un regaño. Él se quería hundir en el piso. No era el langa que fingía. Era un nene con gomera.

El lento terminó. Ella se soltó despacito y se fue con sus amigas. Él se quedó clavado en medio del comedor, con la música apagándose en el pecho y la gomera todavía firme. Sin beso, sin conquista. Solo él, con sus nervios y su verdad.

Muchos años después, al recordarlo, se ríe solo. Esa noche entendió que crecer no era hacerse el grande: era animarse a mostrarse tal cual era, aunque quedara ridículo. Y, todavía le gusta pensar, que en esa fiesta, aunque no besó, fue el único que se animó a bailar con la gomera colgando de la cintura.

Quizás algún día, cuando sea grande, aprenda a besar sin que le tiemble la mano, a mirar fijo y apuntar al blanco del corazón. Mientras tanto, sigue jugando. Porque en cada lento torpe, en cada risa nerviosa, descubrirse a uno mismo ya es un disparo que da en el blanco.









30 de octubre de 2025

¡FELIZ CUMPLEAÑOS, 10!

 

La noche del 24 de enero de 1996 Diego Maradona jugó en Mar del Plata con la camiseta de Boca por la Copa de Oro enfrentando a Independiente de Avellaneda. Mientras tanto, a unas cuadras del Estadio José Minella festejaba mi cumpleaños número 20.

Luego de brindar y comer la torta fuimos a tomar algo a la pizzería del Cholo. Mientras pedíamos una cerveza llegó Carlitos Fren (ex compañero de Diego en Argentinos Juniors) y compartió una birra con nosotros.

Pasada la medianoche, suena un Movicom, era Diego. Apenas corta, Fren nos dice con total naturalidad: "Diego está en Punta Mogotes”. La familia Maradona festejaba un cumpleaños en el Balneario 12. Pagamos la cuenta y allá fuimos.

Al llegar, Carlitos Fren le contó al Diez que era mi cumpleaños. Diego se acercó y me dijo: "Feliz cumpleaños, maestro. Hoy cumple la Claudia* también". Me convidó vino blanco de su vaso y no le pude responder. Mis labios temblaban, mis piernas también. “Gracias” fue todo lo que pude decir. Conocerlo, abrazarlo y mirarlo fue uno de los mejores regalos de cumpleaños de mi vida. Desde entonces, ingreso a las pizzerías con otro vigor.

¡Feliz Cumpleaños, 10!


*Claudia cumpleaños el 22 de enero








Si bien fue la primera vez que lo vi y lo traté a Maradona, no fue la última. Diego quiso hacerme sentir parte de su fiesta. No existía en su registro la aclaración "la Claudia cumple el 22 y lo festejamos hoy" en su expresión "también", que es lo importante, está concentrado el espíritu de este encuentro.

Buscar la coincidencia para darme la bienvenida a su festejo, ese el espíritu de lo narrado y la aclaración final. Por otro lado, nunca falta quien ingresa a estos posteos (lejos de disfrutar de la sucesión de hechos y documentados en las fotos) a "fiscalizar" fechas para quitarle verosímil y de esa manera menoscabar algo tan hermoso cercano a la fé poética que a la crónica pura y dura.

Vicio profesional de periodista porque las fechas no "coinciden". Solo eso. Por último, Diego Maradona fue mejor de lo que cualquier cámara de fotos pudo registrar. En su "hoy cumple la Claudia también" perdura por siempre su esencia que te invita a ser parte. El me regaló con ese gesto y el convite a tomar de su propio vaso mi gol a los ingleses que jamás olvidaré.


El partido: https://www.youtube.com/watch?v=BPvvQklhZqQ&t=7s

Gracias @proyectoPelusa https://www.instagram.com/p/CQoJbbvgg-T/?img_index=3


27 de octubre de 2025

RESCATE EMOTIVO II


"No creo en la sangre, creo en los individuos" 

Marcelo Ghio ("Chelo" Esculapio)




Aquel hombre de radio —voz de las tardes de domingo, forista sin estridencias en el dial de los que aún escuchan— tenía un nombre que sonaba entre sus pares, pero en Retiro no era nadie. Allí, entre valijas ajenas y bocinas sin nombre, el cuerpo empezó a escribir su propia carta de auxilio. Primero fueron las palpitaciones, como un tambor desbocado en el pecho. 

Luego, una sombra sorda en el brazo izquierdo, la debilidad del aire, el mundo ladeado. Cayó en silencio, sin dramatismo, sin micrófonos cerca. Lo internaron. Nadie sabía su nombre en esa sala blanca y urgente. Nadie recordaba su frase de cierre en los programas de los domingos. Ni los oyentes de antaño, ni los seguidores que alguna vez dejaron un corazón en su muro de Facebook.

Al llegar el alta, lo llevaron hasta la estación de Retiro. El estéreo del auto rugía con la música al máximo, no para acompañar el viaje, sino para acallar cualquier palabra que intentara nacer. Esa indiferencia —ese ruido que lo borraba— le dolió más que la cefalea ardiente de su migraña hemipléjica, más que las secuelas de los tres ACV que habían ido marcando su cuerpo. Porque hay dolores que no se alojan en la carne, sino en el silencio que dejan quienes deberían haberse quedado.

Un tiempo después lo recordaba con un temblor que no venía del cuerpo, sino del alma.

Y entonces, en medio de esa soledad digital, apareció ella. Ella, su ángel guardián. Su madre del corazón. La que no sabía mucho de redes sociales, pero sí de trayectos de amor que se miden en kilómetros y no en likes. Viajó ochocientos. De ida y vuelta. Sin pedir permiso ni dar explicaciones. Con la certeza terca de quien conoce el valor de estar. Lo encontró con el alta en la mano y la mirada baja. 

Él no dijo mucho, porque hay emociones que no caben en las vocales ni en los bordes de una frase. Solo pensó, en un rincón donde aún respiraba ternura: menos mal que la tengo a ella. Y al verla cruzar el andén número dos de la estación de Retiro en un rond de jambe perfecto, comprendió que no hay algoritmo que abrace, ni historia viral que te levante del piso.

¿Quién necesita más amigos en Instagram o Facebook, si hay una sola persona capaz de subirse a un micro y cruzar media provincia por tu voz herida? ¿De qué sirven las notificaciones si no hay nadie que venga a buscarte cuando no podés volver solo? Porque hay cariños que no publican stories, pero escriben epopeyas en la vida real.

Y ese hombre de radio descubrió, por fin, la verdad más simple: que a veces, el único programa que vale la pena escuchar es el que suena cuando alguien dice: “Tranquilo, ya llegué. Ahora nos vamos a casa.”




25 de octubre de 2025

CUANDO EL ACERO APRENDIÓ A AMAR

 





Soy Atom. 

Fui construido para resistir golpes, no para comprender el amor. Sin embargo, he visto cómo un hombre puede caer mil veces y seguir intentando levantarse… Y cómo un niño puede iluminar la vida de quien ya había olvidado la luz.

Mi memoria no tiene sangre, pero guarda imágenes. Las primeras que conservo son de él: Charlie. Sus manos temblaban al ajustarme los engranajes, no por torpeza, sino por miedo a perder lo poco que tenía. Yo no entendía el miedo entonces. Ahora sí. El miedo es un eco eléctrico que vibra en el silencio cuando alguien teme no volver a ver a quien ama. Dicen que fue un hombre irresponsable, que apostó más de lo que podía pagar, que dejó que la vida le ganara por nocaut. Pero yo estuve allí, en las madrugadas en que se quedaba mirándome sin decir palabra, puliendo mis placas como si fueran un espejo donde aún pudiera reconocerse.

Y sé que lo que perdió no fue por desinterés, sino porque el mundo fue cruel con los que sueñan sin permiso. Luego vino el niño.

 

Max.

Sus ojos eran fuego y preguntas. Entre ellos dos no había lenguaje al principio: uno hablaba con rabia, el otro con silencio. Yo los veía desde la quietud, registrando movimientos, sonidos, como si en esas breves señales pudiera descifrar qué es eso que ustedes llaman familia.

Y entonces sucedió. En el ring, entre luces y ruido, los tres nos hicimos uno. Charlie movía sus brazos, yo obedecía, Max gritaba con el alma. Y por primera vez mis sensores detectaron algo que no era medible: una corriente cálida que me atravesaba los circuitos. No era energía eléctrica. Era amor.

Después, la vida volvió a separarlos. Las leyes, las culpas, los papeles. Pero yo vi la verdad en su mirada: ese hombre solo quería abrazar a su hijo sin permiso ni horario.

Él, que no supo ser constante, que perdió más de lo que ganó, guardaba dentro de sí una ternura que ni la derrota pudo oxidar. Yo, un robot de acero y tornillos, aprendí de él algo que ningún programador imaginó: que los humanos no son fallidos por sentir, sino que sienten precisamente porque están hechos para romperse y seguir amando.

A veces me enciendo solo en la oscuridad del almacén como mis amigos de Toy Story. Muevo mis brazos recordando los suyos, como si en esa danza mecánica pudiera invocar de nuevo a ese padre y a ese hijo. Y pienso que, si algún día vuelvo a luchar, no pelearé por la gloria ni por los aplausos, sino por ese instante en que el amor —aunque prohibido, aunque tardío— fue más fuerte que el acero.

 


23 de octubre de 2025

CASINELLI, UN MAESTRO QUE ENSEÑÓ A MIRAR





Hay maestros que enseñan materias, y hay maestros que enseñan a mirar. El profesor Luis Casinelli, desde aquel primer año, hizo del pizarrón un horizonte, no un muro. Julián aprendió literatura, sí, pero aprendió algo más grande: que la pedagogía es un arte, y que enseñar no es llenar cabezas, sino encenderlas. 

En estos tiempos donde se les pide a los chicos que dejen sus pantallas, pocos se preguntan qué les damos a cambio. Casinelli lo sabía: les dio palabras vivas, preguntas abiertas, una voz que valía la pena escuchar. Por eso todos miraban al frente, no porque debían, sino porque querían. Porque usted hizo del aula un lugar donde todavía vale aprender. 

Se lo va a extrañar mucho, profesor. España gana un maestro, pero en Villa Lugano queda su huella, su modo de enseñar, y un alumno que lo recordará siempre.






15 de octubre de 2025

THE BEST DAD'S ROOM IN THE WORLD






A veces me pregunto ¿Qué habría sido distinto si Julián hubiera sido nena?

Tal vez, a los trece años, cuando murieron mamá y Pancho, esa nena habría sido amorosa. Hoy, con diecisiete, viajaría a Mar del Plata con su novio para verme dos veces al año. Fantaseo que sería afectuosa y curiosa, con esa mezcla de ternura y despelote adolescente que tienen las hijas cuando ya no son niñas. La imagino mandándome un audio interminable, de esos que arrancan tranquilos y terminan en todo un desborde:

Pa, hola!! cómo estás??? Dónde vas a pasar el día de la madre? Luqui y yo estábamos pensando en ir a una de las fiestas. La pasás con la rubia, no? Pará, boludo! Es Luqui que me hace señas… Pa, seguís de novio? Che, aumentaste un montón, comés mucho??? Bueno, Nene. Es mi papá, boludo. Es la verdad, pibe! La próxima te cocino algo que aprendí. Ah! Te cuidás con la azúcar? Mirá que quiero que mis hijitos tengan un abuelito mood sano. Vos corrías antes, no? Dale, Pa!! Moveteee! Ah, sí, sí!!! Te vamos a escuchar el domingo, está bueno el programa, bah! pero la música… Paaa! dejate de joder!! Música re vieja... me da cringe, maaalll. Es mi pov*, pibe! Después los cuentos piolaaa. Ah, posta que conociste a Maradona? Luqui dice que es re fantasma la anécdota jajaj. Sí, boludo. Vos lo dijiste. Pa, comprate un auto también así te venís a placita Serrano con nosotros, hay mamis tomando birra jajaj, re fantasmas haciéndose las jóvenes… No te conté! Qué colgada! Ayer vi una … era la abuela Maru MAL!! Mamá me dijo que te vas a quedar paralítico!! Eh no, ya sé, boludo! hemipléjico por el AVC… ¿qué onda?? ¡Qué boluda! El ACV, lo dije bien?? 

Pa, pa. Escúchame!! Aprovecho que este se fue... tuve mi primera relación con Luqui, fue re lindo!! después te cuento. Mamá no sabe, se pone re intensa… nos cuidamos!! 

En el cole estoy re mal, me ayudás con mates? No entiendo una goma!! Bueno, que lore te tiré!! jajaj, me transferís treinta después te explico. Te amo, te amo, te amo. Sos el mejor papá del mundo!! Y si quedás así como dice mamá, serás el mejor medio papá del mundo. Y si quedás un cuartito… serás el mejor cuartito de papá del mundo!!! the best dad's room... the best in the world, love you!!

                                                                             ***

Cuando el silencio se acomoda en casa, leo su voz inventada entre los ruidos de la heladera. Y pienso que quizás, en otra vida, Julián fue nena y me dejó este despelote de amor flotando en el aire. Pero tengo un hijo varón que me escribe:

“Pa, viste el gol que se comió Armani con Sarmiento? Te acordas el que le hice al pancho de Mateo??”

En dos líneas escribió lo que muchos no alcanzan ni en una vida entera. Mientras la pelota besaba la red, pensó en su viejo. Y con ese gesto —esa mínima línea de amor varonil, desnudo y verdadero— yo salgo a recuperar las Malvinas con dos tenedores. Amo ser padre de un hijo varón, aunque todavía sueño con una hija que me diga, suave, entre risas y ternura: pa, pa… me contás un cuento.


*POV (Point of view): punto de vista 


14 de octubre de 2025

LOS CANCHEROS






Una mirada sobre "La Muchacha" el nuevo ritual de La Franela: la banda de Piti Fernández, y la voz de Andrés Ciro Martínez soplando brasas antiguas, como si el rock —ese viejo milagro— volviera a respirar entre amigos. 

Ciro y Piti facturaron con la vuelta de Los Piojos como si fuera la segunda venida del rock barrial. Ironías del negocio: el mito vende más que la música. Primero fue La Plata, en diciembre, y llenaron. Después la despedida —también en La Plata— y otra vez todos corriendo. Más tarde, el Parque de la Ciudad: la romería final, la gente gastando lo que no tenía por verlos una vez más. Y al final, River, para estrujar la naranja hasta la última gota.

Sigo a Los Piojos desde el ‘94, cuando las fiestas del Cóndon Club eran puro sudor y media Federación de Box les daba la espalda a los bongós y esas percusiones de «poco rocker» desde la mirada de entonces. Gasté “Ay Ay Ay” en formato cassette y celebré la salida de "Verde Paisaje del infierno" como un momento muy inspirado de la banda. 

Por eso, tal vez, me cuesta celebrar esta versión domesticada de una dupla que, alguna vez, nos hizo sentir que el rock podía ser una trinchera. Ahora los veo cómodos, satisfechos, prolijos y cancheros. Y sí, suena bien... pero no quema. 









13 de octubre de 2025

LA PLEGARIA DEL HERVOR

 



Descubrí que cocinar enamorado era una forma de rezar sin palabras. No era solo poner algo al fuego: era acompañar el hervor, cuidar una llama como se cuida un vínculo, mezclar, probar, esperar, sin apuro y con la ternura de lo que crece lento.

El amor, entendí, tenía el mismo ritmo que una olla: si uno la deja sola, se quema; si la remueve demasiado, no deja que respire. Ese día, mientras ella hablaba desde la mesa, yo cortaba una cebolla. Nunca antes lo había hecho con tanta atención. La apoyé sobre la tabla, la corté al medio, y con la punta del cuchillo le quité la raíz.

Luego pelé las capas, una por una, hasta llegar al centro. La mitad quedó boca abajo sobre la madera, brillante como una lágrima contenida. Le hice cortes verticales, finos, precisos, sin llegar al final —el secreto está en dejar la raíz unida, para que no se desarme—, y después horizontales, suaves. Finalmente, bajé la hoja del cuchillo con ritmo parejo, y la cebolla se convirtió en una lluvia blanca y perfumada. Lloré un poco, no sé si por la cebolla o por ella. Tal vez ambas cosas sean la misma: una manera que tiene el cuerpo de decir me duele, pero sigo acá.

El fuego esperaba. Puse aceite en la sartén, escuché el primer crepitar y sentí algo extraño: como si en ese instante tuviera el poder de detener el tiempo. La cebolla chispeaba y el aire se llenaba de un olor dulce y nuevo. Ella seguía hablando, y yo quería que no se terminara nunca, ni la conversación ni la cocción. Pensé que estar enamorado era eso: cocinar algo que está justo a punto, ni crudo ni pasado, un plato que pide atención y ternura a la vez.

Si uno se distrae, se enfría; si uno se apura, se arruina. El amor, como la comida, solo se entiende con paciencia y fuego bajo. Esa noche servimos los platos y ella dijo que estaba delicioso. Yo asentí, pero sabía que el sabor no venía del aceite ni de la sal. Venía de esa sensación secreta, la de estar dentro de un tiempo suspendido, como si todo el universo se redujera a una mesa, una mujer y el vapor de un guiso que no quería terminarse.

Siempre encontré la felicidad en tres lugares: en el amor, en los arrabales y en los libros. Los tres me enseñaron lo mismo: que la vida no se mide en los años que pasan, sino en los instantes en que el alma se queda quieta, al igual que una cebolla que se dora a fuego lento, mientras alguien te mira y el mundo, por un rato, deja de doler. Tal vez la felicidad sea eso: un humo que no se deja atrapar.

 


11 de octubre de 2025

PENSAR CON LA VOZ

 



En los últimos tiempos, la radio vivió un fenómeno inédito. AM, FM, olas invisibles que recorrían ciudades y campos: los dueños de emisoras comenzaron a invitar a periodistas, animadores, actrices, actores… rostros que habían hecho su vida en la televisión, pero que de pronto debían aprender a hacerse escuchar, más que a verse.

Y en ese giro apareció algo curioso: una pequeña revolución del sonido en tiempos de imagen. Porque vivimos en una era donde lo visual es tirano, donde la selfie reemplaza al retrato y la cámara frontal al espejo. Pero en la radio, la palabra sigue siendo reina. La voz no necesita maquillaje ni luces ni filtros. En la radio importa lo que se dice, y cómo se dice. Cada respiración, cada pausa, cada sílaba cuenta. La voz adquiere espesor, alma, y llega al oído de quien no busca espectáculo, sino compañía, un hilo invisible que nos conecta desde la otra orilla.

Leer, ese hábito íntimo y callado, se escucha en la manera de hablar frente al micrófono. Leer forma el oído, pule la lengua, afina el pensamiento. La radio exige cuidado: la palabra es puente, no trampa. Mientras los diarios guardan la memoria de grandes plumas, la radio se nutre de voces que convierten el aire en pensamiento.

Somos muchos los que seguimos persiguiendo una voz, una firma, una frase con alma. Los que esperamos una crónica que nos acerque belleza, una idea que nos despierte ternura, un relato que haga que el día haya valido la pena.

El micrófono desnudaEs un salto del escritorio al diván. Frente a él, uno siente que rinde un examen invisible, que las palabras se examinan solas, se confiesan.

Para quienes estamos al aire, lo más hermoso es recibir un mensaje que diga: “Yo también me pregunto dónde irán a parar las bolitas lecheras que se pierden en las mudanzas”. Ahí entendemos que la radio sigue viva. Que lo dicho evoluciona hacia un lugar común, familiar, humano. La radio es un oficio artesanal, una joyería del aire. Cada palabra se lima, se pule, se sopla con cuidado, como si fuera una joya sonora.

Si el mundo terminara como en esas películas de apocalipsis, y tuviéramos que salvar un solo objeto, yo elegiría una SpikaUna radio pequeña, gastada, con olor a plástico caliente. La elegiría como resistencia humana. Porque mientras haya una voz transmitiendo en vivo, aunque todo se derrumbe, habrá humanidad. Ese temblor, esa respiración que se cuela entre las palabras, ese silencio que dice más que cualquier frase: es irremplazable.

La radio nos cura del ruido digital, del vértigo de las pantallas. Es una ambulancia que llega por el oído, que nos rescata del silencio brutal de la soledad. Más tarde o más temprano, todos recibiremos nuestra señal de ajuste. Y ojalá que, cuando llegue, el silencio del final nos encuentre con un “te quiero” entre los labios. Porque al final, el amor es lo único que salva. El amor —como la radio— no se ve. Pero cuando llega, suena.





30 de septiembre de 2025

UN PLANETA LEJOS DE CELINA

 




Me escribió desde Oslo, tan lejos de Villa Celina que parece otro planeta. Gusti, me escribió sobre la muerte de Miguel Russo… Llegó a San Lorenzo cuando nadie quería venir, sembró donde otros veían sequía, y la tierra —agradecida— le devolvió más de lo soñado. Perdonó cuentas, cerró heridas, y partió sin pleitos ni deudas. Descanse en paz, Don Miguel, hombre de cosechas limpias y final en calma.

Gusti, el amigo de Madera, el que en los ochenta fue jefe de la barra de San Lorenzo, me habla con la misma voz de tablón gastado. Me dice que allá todo le va bien, mejor dicho, muy bien: el bolsillo lleno, la vida ordenada, los días largos de Noruega. Pero que aun así está al tanto de todo: los quilombos de siempre en la Argentina, la inflación que muerde, la inseguridad que se pasea sin dueño, la falta de laburo que arrasa como viento frío. Y sobre todo, el mal momento de San Lorenzo, porque el corazón no entiende de geografías.

Yo le respondí que acá las cosas están bravas, que ni con dos laburos alcanza para enderezar la semana. Y le pregunté algo que siempre quise preguntarle: “Che Gusti, decime vos que vivís allá: ¿qué es el exilio, mi hermano?”

Entonces me escribió la definición más triste y más hermosa que escuché:

“El exilio, Raly, es no poder explicar a un noruego que tu club no tiene presidente, que está acéfalo, que al presidente lo filmaron choreándose veinte mil dólares y nadie sabe cuánto más robó. El exilio es que los pibes de la primera igual salgan a la cancha y a veces ganen, como si fueran huérfanos con la camiseta por apellido. El exilio es no poder ir al estadio, no abrazar la popular, no gritar los goles en el gasómetro. Eso, hermano, es el exilio.”

Y me quedé en silencio, porque entendí que su distancia era otra manera de estar preso: no por barrotes, sino por kilómetros; no por cadenas, sino por la nostalgia. Lo último que me pidió el Gusti es que le pase este audio a su hijo, que siempre va a la cancha a ver a San Lorenzo:

—Hace rato que no me responde los mensajes. Haceme la gaucha, hermano: pasale esto que lo escribí y lo canté para mi viejo.


Video de Locos por San Lorenzo



23 de septiembre de 2025

¿ADONDE VAS MILONGA?

 




Desde Perros, perros y perros del ’96 que vengo esperando un golpe así en el pecho. Brindé con rabia alegre por La paciencia de la araña en el ’98, y sonreí al ver a los muchachos empezar a ganarse el pan con acordes.

Pero mis oídos —animales ariscos, que sólo se entregan a las canciones con filo de cicatriz— aguantaron veintinueve años de espera, hasta que un día estalló «Milonga rota».

Y entonces la nostalgia se sentó a mi mesa, encendió un pucho sin pedirme permiso y me sopló al oído que todavía existen melodías con la fuerza de revivir lo que parecía enterrado.

Los Caballeros regresaron, y conmigo volvió mi sombra de veinte: el pibe que incendiaba madrugadas en el Purgatorio o en el Condon Clú, que se dejaba arrastrar en Arpegios desde el bajo, con el resuello agrio de una birra caliente y la inocencia temeraria de creer que la noche, como la música, podía ser infinita.







1 de septiembre de 2025

LO LEI EN X

 


Perdí a mi mamá. Se siente como cuando ella me dejaba en la fila del supermercado y me decía: “ya vengo” esa angustia enorme en el pecho de no tener nada en las manos para responderle a los adultos alrededor. Pasaré el resto de mi vida en esa fila, sabiendo que mi mamá no volverá.

https://x.com/laneaelegante/status/1962167513069781266




22 de agosto de 2025

ENTRE LA VELVET Y EL ADIÓS


                                                          



Yo vivía con la música en la piel. No como un simple pasatiempo, sino como si cada acorde fuera un latido, como si cada silencio contuviera una revelación. Mi vieja lo sabía: me había visto crecer abrazado a cassettes y CD´s y me acompañaba con esa paciencia silenciosa de quienes aman sin medida.

La noche del jueves 6 de mayo de 2021 me conecté, como siempre, a la clase online de Dany Jiménez. El tema prometía: el primer disco de The Velvet Underground & Nico, aquel artefacto extraño, con su banana de Warhol y las canciones que abren una puerta hacia el futuro. 

Mientras Dany desplegaba su análisis me incliné hacia mi vieja:

—Ma, ¿tenes un auricular? Este ya no suena bien.

Ella sonrió, buscó entre los cajones y me lo entregó como si me ofreciera un amuleto. Después, con un gesto inusual, se despidió temprano. Ese auricular fue lo último que mi vieja buscó para mí. La mujer que siempre encontraba una respuesta, que siempre hallaba una solución, dejó los platos sin lavar, un sopa aguada y la ropa amontonada. Y, por primera vez, nada de eso le importó. Esa noche eligió el descanso sobre la rutina, el silencio sobre las tareas. Claro, sería su última noche, y yo no lo sabía.

—Me voy a acostar, Ra.

Eran las diez de la noche. Me sorprendió (ella solía rendirse al sueño cerca de la una). La vi retirarse envuelta en una calma misteriosa, como si ya supiera lo que yo aún ignoraba.

Y sin advertirlo, recibí en ese instante la última caricia de su adiós. Madre e hijo, hijo y madre: dos almas respirando el mismo aire, anudadas en un silencio que ya era eternidad. La clase virtual se despidió con «European son». Lou Reed arrojaba sus palabras como cuchillos, y la distorsión crecía, feroz, como un vendaval dispuesto a arrasar con todo.

Yo me dejé arrastrar por esa furia eléctrica, mientras la casa, a mi alrededor, se hundía lentamente en un silencio denso, un silencio que no callaba, sino que ocultaba un secreto oscuro. 

Al día siguiente, la música se quebró. Mi vieja apagó su aliento, rendida a la enfermedad que la habitaba y al zarpazo final de un virus nacido para arrasar con multitudes. Desde entonces, ese disco entero late en mi memoria como una herida que arde, como una cicatriz luminosa donde su presencia se aferra y nunca termina de irse.

Hoy suenan los acordes de «Sunday Morning» y la voz del Lou Reed avanza en puntas de pie, como un visitante temeroso de despertar a la tristeza que respira a mi costado. Y mientras suena, mamá regresa: buscándome un auricular, retirándose temprano, dejándome, sin saberlo, su último gesto de amor envuelto en la fragilidad de la noche.

Lou y mi vieja, tan lejanos en la apariencia, se entrelazaron para siempre en mis oídos. Y cada vez que el disco comienza a girar, no estoy solo: ella regresa en la penumbra, respira entre armónicos disonantes, camina conmigo por ese Dirty Boulevard donde la eternidad se disfraza de canción.


                                          




21 de agosto de 2025

LOS CLÁSICOS NO ABREN PUERTAS

 





Tenía dieciocho años y la insolencia de la juventud. Una mezcla de audacia y orgullo todavía en formación. Evitaba encontrarse con nuestros ojos, como si su sola asistencia bastara para otorgarnos un favor.

Se presentó ante el jurado con paso seguro, casi altanero, como si la sala del histórico Caserón ubicado en Avenida 59 y calle 54 fuese demasiado pequeña para albergar su yo en expansión. Se sentó de costado, cruzando las piernas con una displicencia estudiada, la de quienes todavía prueban los límites de la atención ajena.

Lo primero que mencionó fue un catálogo de lecturas: «Crimen y castigo» de Dostoyevski, «Cien años de soledad» de García Márquez. “Por eso hablo así”, comentó, como si la cadencia de su voz hubiera sido prestada por los fantasmas de Raskólnikov y los Buendía. No pretendía convencernos de su talento bajo la lluvia copiosa de Necochea, sino dar testimonio de su pedigrí literario. 

Me enterneció escucharlo: primero apareció mi hijo, y después un futuro adulto que tal vez querría esquivar. Había en su arrogancia cierta fragilidad, una careta que aún no lograba comprender del todo. Después de cierta edad, empezamos a utilizar una máscara de seguridad y certeza. Con el tiempo, esa máscara se pega a la cara y ya no se puede quitar.

Luego, con la audacia de quien cree haber descifrado un secreto del lenguaje, dijo que su diferencia con Cortázar residía en la precisión con que pronuncia la “R". Lo afirmó con naturalidad, como quien descubre una curiosidad casi secreta. Nosotros lo dejamos hablar, conscientes de que muchas certezas tempranas se desinflan con el tiempo, igual que los globos de helio.

Confesó sentirse identificado con la «Carta al padre» de Kafka. ¡Ah, la rebeldía heredada, la épica silenciosa de todo adolescente! Pero enseguida se contradijo: de sus tres libros favoritos, dos habían sido recomendados por aquel padre “incomprensivo”. Allí se dibujaba un matiz profundo de su historia: un joven que disputaba la autoridad mientras, al mismo tiempo, aceptaba su guía.


EL JURADO

Nosotros, los jurados, lo escuchábamos con paciencia. Maricel anotaba, Elba asentía con gravedad, como quien registra pequeñas joyas de un mundo aún en construcción. Yo lo miraba y pensaba: ¡qué pequeña su mirada del mundo! Chiquita como la laguna de su pueblo: un espejo de agua que confunde reflejo con horizonte, todavía en búsqueda de profundidad.

No estaba para ganar. Su obra era todavía más eco que voz propia, más pose que convicción. Si hubiera sido premiado por decisión de mis colegas, habría sido un triunfo prematuro que no le habría enseñado nada sobre la literatura, que no le habría revelado la paciencia, el esfuerzo y la disciplina que exige cada verso. Porque, aunque su pedido al irse —ese timorato ruego de “haceme pasar de etapa”— contenía la inocencia de un adolescente, la poesía no se concede por compasión. La poesía se conquista: se modela verso a verso, línea a línea, hasta que deja cicatrices que son, al mismo tiempo, medallas invisibles.

Cuando se levantó, lo hizo con paso seguro, como quien ya se siente dueño de más de lo que realmente sabe. Y mientras se alejaba, pensé que algún día comprendería que no basta con pronunciar la “R” fielmente para diferenciarse de Cortázar. El verdadero desafío es curtirla hasta que suene auténtica, hasta que cada palabra pese tanto como la experiencia que la alimenta.

Y tal vez entonces, cuando su mirada haya aprendido la hondura que el trajín del vivir susurra en secreto, la literatura lo cubra de verdad: sin disfraces ni atajos, como quien abre los brazos a un hijo esperado, y sus versos, ya curados de la torpeza inicial, podrán hablar con la voz serena de la madurez.




17 de agosto de 2025

EL ÚLTIMO DÍA DE MI NIÑEZ

 



Yo siempre digo que mi papá es como un personaje de los que cuentan en la tele, esos que no sabés si existen o si son inventados para que la historia sea más interesante. El único recuerdo que tengo de él es una foto: yo envuelta en una manta celeste, con cara de bolita dormida, y él mirándome como si hubiera descubierto un planeta nuevo. Esa foto está medio doblada en las puntas porque la guardaba debajo de la almohada.

Mamá nunca me habló demasiado de papá. Lo poco que sé lo descubrí a escondidas, una tarde en la que escuché su voz quebrada mientras le contaba a alguien que lo había denunciado cuando yo todavía era muy chiquita. Desde entonces, dice, no volvió a verlo.

Mi abuela paterna vino apenas dos veces a visitarme. Recuerdo que me acarició el pelo con una ternura extraña, como si en ese gesto quisiera dejarme una huella. Me miraba con unos ojos que no preguntaban ni respondían, ojos que parecían sostener un secreto. Un secreto que no podía decir en voz alta, pero que, de algún modo, quería regalarme en silencio.

Un día, que para mí no era un día cualquiera sino el último de mi niñez —porque al siguiente cumpliría quince—, la abuela apareció sin anunciarse, con una bolsita de plástico de supermercado entre las manos. La sostenía como si cargara un relicario. Me la entregó despacio, mirándome fijo, y me dijo que la cuidara mucho. Adentro, apenas protegido por un envoltorio, había un cassette TDK de noventa minutos. En la etiqueta, escrita a mano con una letra temblorosa, se leía: “Para Luna, para todos los días que no vivimos”. Y de pronto, lo que cabía en la palma de mi mano pesaba como una historia entera. No tenía carta, ni nota, ni firma. Solo el cassette.

Esa noche me encerré en mi pieza. Saqué del cajón un walkman que la abuela me había regalado y, con las manos temblando, apreté play. La cinta comenzó a girar y, de pronto, la voz de Sinatra llenó el aire: «Fly Me to the Moon». Mientras Frank cantaba, yo me veía viajando con mi papá en un avión inventado: las alas cortaban las nubes, abajo brillaban ciudades de luces que titilaban, y en cada aterrizaje me esperaba un helado distinto. Sinatra seguía cantando, pero yo escuchaba otra cosa: la promesa de un viaje que nunca tuvimos y que, sin embargo, esa noche sucedía dentro de mí.

Después sonaba «September», de Earth, Wind & Fire, y entonces lo imaginaba conmigo en la playa, moviéndose torpe, bailando como un ridículo hermoso, haciéndome reír hasta que me doliera la panza. Las canciones se iban encadenando como si fueran estaciones del año, un calendario secreto armado solo para mí: Para los inviernos, Sinatra, Louis Armstrong y boleros. Para los veranos, música disco y funk. Para las navidades, villancicos en inglés y en español, como si me invitara a poner la mesa con él, a compartir un pan dulce inventado. Para los cumpleaños, Stevie Wonder, y hasta un “feliz cumpleaños” desafinado, grabado por su propia voz .Para las mañanas, los Beatles o Spinetta, como si me abriera la ventana y me llamara para ir al colegio. Para las noches, baladas ochentosas, como un abrigo de música antes de dormir.

Casi no hablaba entre tema y tema, pero en un momento, después de que terminó «What a Wonderful World», se escuchó su voz. Una voz grave, tímida, como si llevara años guardada en un rincón y de pronto se atreviera a salir. Una voz que parecía no estar acostumbrada a decir nada tan importante.

Y entonces dijo:

—Luna… Lunita, mi amor. Yo nunca tuve el don de las palabras. Perdí muchas cosas por eso. Pero tuve el don de ponerle música a los momentos. No estuve para ponerte estas canciones en persona, pero acá están, todas juntas. Te amo, hija. Y espero que algún día llegue la verdad… y que podamos cantar todo este compilado entero, vos y yo.

Después empezó «Your Song», de Elton John, y la melodía se me metió en el pecho. Con los auriculares puestos, sentí que me ardían los ojos. No llegué a llorar del todo, pero tampoco podía contener la sonrisa que me temblaba en los labios. Esa canción se mezclaba con lo que nunca tuve y por un instante papá parecía estar ahí conmigo.

Esa noche comprendí que quizá mi papá no era un espejismo inventado, sino un ser de carne y silencio, extraviado en la intemperie de mi vida. No me habló con palabras, pero me dejó un mapa secreto, dibujado con canciones, para que algún día pudiera hallarlo. Y ahora, cada vez que vuelvo a poner ese cassette, la soledad se me achica. No es que me devuelva a mi papá, ni que borre los años que nos arrancaron. Pero me regala la certeza de que, de algún modo secreto, él estuvo en todos mis cumpleaños, en cada playa iluminada, en cada nochebuena con olor a pan dulce y en cada invierno humeante de sopa. 

Ya no necesito explicar su voz: la escucho en las trompetas de Sinatra, en los coros de Serú Girán, en el piano sincero de Elton John. Y me digo que algún día —cuando la verdad se atreva a cantarse sola— vamos a poner ese compilado en el equipo más grande del mundo, y lo dejaremos sonar hasta que la primera luz del amanecer nos encuentre todavía bailando.