2 de abril de 2025

TARTAMUDEANDO EN LA MEMORIA

 

Llegué a la guardia de la Clínica sujetándome la cabeza con ambas manos, como si pudiera contener el dolor dentro de mi mollera. Sentía que un relámpago se había quedado atrapado entre mis sienes, fulgurando con cada latido de mi corazón. Nunca había sentido nada igual.

Las luces blancas del hospital lastimaban mis ojos. Apenas podía sostenerme en pie cuando una enfermera me tomó del brazo y me guió a una camilla. "Quédese tranquilo", me dijo, aunque la palabra "tranquilo" parecía inalcanzable. Me acosté y cerré los ojos. No sé cuánto tiempo pasó, pero de pronto, todo se volvió una sombra densa y húmeda.

Cuando desperté, el mundo era otro. Los rostros a mi alrededor eran desconocidos y borrosos. Un médico hablaba con tono pausado, como si cada palabra estuviera calibrada para no quebrarme: "Tuviste un ACV. Logramos disolver el coágulo a tiempo. Ahora estás en terapia intensiva."

El peso de sus palabras cayó sobre mí con la lentitud de una piedra en el agua. No podía mover el brazo izquierdo, ni la pierna. Las neuronas que murieron por falta de oxígeno no fueron tantas, pero las suficientes para recordarme que ya no era el mismo. El tiempo en la terapia fue un largo túnel sin relojes. Me acostumbré a contar los días por la cantidad de veces que venían a cambiarme la vía o a tomarme la presión. Pasé de la desesperación al miedo, del miedo a la resignación y de la resignación a un leve atisbo de esperanza cuando los dedos de mi mano izquierda respondieron, aunque torpes, a mi voluntad. El sábado me dieron el alta, pero la ciudad no era la misma. Todo seguía en su lugar, pero yo era otro. Un hombre con un cuerpo que debía reaprender, con un cerebro que tartamudeaba en la memoria, con una sombra de dolor que venía y se iba sin previo aviso.

Volver al taller será el mayor desafío. ¿Cómo enseñar sobre palabras cuando las palabras a veces se me escapan? Pero los alumnos me esperan, y la radio también. Hoy volví a encender el micrófono, mi voz tembló. Sentí el peso de lo perdido, pero también el alivio de lo recuperado. Había vuelto a nacer, aunque esta vez con una cicatriz invisible que me recordaba la fragilidad de la existencia. Pero también su milagro.




11 de marzo de 2025

LA TENTACIÓN ES PARA EL QUE TIENE DUDAS



Micky se sentó en el borde del escenario de Mole Club. Un bar chico, con mesas de madera gastada y el techo bajo que acumula humo de cigarrillo. Un par de parroquianos charlan en una esquina, sin apuro. Afuera, la lluvia finita humedece la vereda del colegio Fasta San Vicente de Paul. Todo le recuerda (me confesó después) a aquellos primeros tiempos en Arpegios, cuando la música nacía del corazón y no de los contratos.

—¿Y vos, Micky? ¿No te tentó la guita? — le pregunté apoyado en la barra.

El bajista sonrió y levantó su vaso.

—La tentación es para el que tiene dudas —dijo, y le dio un trago largo a la cerveza.

Quince años pasaron desde la separación de la banda del Palomar, al tiempo que sus ex compañeros de ruta retornaban a tocar en estadios, con luces cegadoras y pantallas gigantes. Era un espectáculo perfecto, calculado hasta en sus mínimos detalles. Pero Micky no quería perfección. Quedarse era su manera de recordar por qué había empezado.

Esa noche de domingo en Mar del Plata, el bajo retumbó en el pequeño escenario con la misma fuerza de siempre. No había miles de personas coreando, ni contratos millonarios, ni entrevistas en la tele. Pero en la primera fila, un pibe de gorra y remera roja gastada de “Ay ay ay” lo miraba con los ojos encendidos, como si estuviera descubriendo algo nuevo, algo real. Y Micky supo que su decisión había valido la pena.

 









1 de marzo de 2025

CUANDO LA LUNA SE OCULTA

 



El paso del tiempo, contemplado como un río inalterable que arrastra consigo todo lo que toca, es para algunas personas un rumor, una invitación a reflexionar sobre lo vivido. Y es en este susurro donde encontramos a Mariquita, la autora de estas páginas, una mujer cuya voz se ha forjado en el brasero de la experiencia, la sabiduría y la inspiración.

A lo largo de su vida, ha sido testigo de un mundo que ha cambiado con una premura vertiginosa, lo que realmente ha permanecido es su capacidad para observar, aprender y, por encima de todo, contar historias.

Este libro es un testimonio de su incansable curiosidad y su amor por las palabras. Quien lee estas líneas se adentra en la casona de los abuelos, en las remembranzas, en la mente de una mujer que ha transitado una larga distancia, que deshoja margaritas en tardes de otoño, que ha visto generaciones surgir y desvanecerse, pero que ha sabido encontrar la belleza en cada etapa de su vida. Su historia no solo es la suya; es un reflejo de todas las historias que a lo largo de los años hemos compartido como humanidad.

A sus 94 años, Mariquita demuestra que la edad no limita, sino que puede enriquecer la mirada hacia la vida. Este libro es un legado, un destello de prosa poética y un recordatorio de que el paso del tiempo no solo corroe, sino que también pule, ilumina y nos permite ver más allá de lo inmediato. Mariquita concibe que toda edad tiene sus propios frutos; solo hace falta saber recoger una rosa color té.

Bienvenidos a este viaje.

Raly Haurat









28 de enero de 2025

TRES FOTOS

 




Hoy, el reloj marcaba las once y cuarenta y cinco de la noche. Mi cumpleaños número cuarenta y nueve había llegado a su fin, y me encontraba sentado en la pequeña mesa del comedor, rodeado por la calma de una casa que, como siempre, respiraba en silencio al final del día. La jornada había sido normal. Un desayuno común, algunas llamadas de amigos y familiares, y una que otra sonrisa forzada, porque, si soy sincero, desde la muerte de mamá ya había dejado de esperar grandes sorpresas para mis cumpleaños. Ya no era un niño, ni siquiera un joven; me conformaba con la tranquilidad, con la paz que me ofrecía la rutina.

Mi hijo, Julián, un adolescente de dieciséis años, había sido el primero en desearme un feliz cumpleaños por la mañana sin mucha emoción, como es usual en su edad. Lo entendía. Los adolescentes son así, siempre ocupados en sus propios mundos para interesarse demasiado en las celebraciones de los adultos. Cuando la tarde avanzó y el sol comenzó a apagarse, me di por satisfecho con las llamadas y los mensajes que había recibido. Ya estaba acostumbrado a que las grandes festividades quedaran atrás en mi vida.

Al acercarse la medianoche, decidí que era hora de apagar las pantallas y las velas de una torta que preparé. En realidad, un bizcochuelo sencillo, que de alguna forma había sido el símbolo de mi día. Y lo soplé, más por costumbre que por emoción sin agotar el crédito de los tres deseos, estaba con mi hijo y era suficiente. Pero en ese mismo instante, algo en mi teléfono me llamó la atención. Era una notificación de Instagram. No era común que Julián me etiquetara en sus publicaciones, menos aún en un día como este. Me tomé un segundo, lo suficiente para preguntarme si era algo importante, o si solo había subido algo con los amigos como de costumbre. Abrí la aplicación con curiosidad, sin grandes expectativas. Entonces vi su mensaje, escrito en una frase simple pero tan llena de significado:

"Feliz cumple, Pa. Te amo."

Con esta frase más que valorar al hijo adolescente que escribe y postea, fue como si el chico ingiriera una pócima mágica, un gualicho divino para redimir por un segundo al niño que perdura vivaz como un huésped en su alma.

La frase estaba acompañada de tres fotos. La primera, abrazado a mí mientras le enseñaba a montar una bicicleta con rueditas. La segunda, después de un acto del colegio donde personificó a Shreik, con su cara llena de carcajadas y yo, un poco más joven, riendo también a su lado. Y la tercera, el primer día de segundo año. La imagen era casi un reflejo de la distancia que había ido creciendo entre nosotros, una distancia silenciosa pero palpable.

Mis ojos se empañaron un poco al ver esas fotos. No fue por nostalgia, ni por la emoción de ver el amor que había recibido, sino por algo más profundo. En ese instante, sentí que, aunque no siempre lo dijera, Julián me había dado el regalo más grande que podría esperar: el reconocimiento, el afecto, sin necesidad de palabras grandilocuentes ni gestos exagerados. En ese mensaje, en esas fotos, estaba todo lo que había necesitado en el día de mi cumpleaños.

Por un segundo, sentí un nudo en la garganta. Lo miré a él, que estaba en su habitación, con su música puesta a todo volumen, ajeno a la sorpresa que me había dejado en la pantalla de mi teléfono. Me levanté de la mesa y caminé hacia su puerta, pero me detuve en el umbral, sin saber si debía interrumpirlo o si era mejor dejarlo tranquilo.

De nuevo, miré el mensaje, y entonces comprendí. No necesitaba hacer nada más. El simple hecho de que él hubiera tomado un momento de su día para pensar en mí, buscar fotos para compartir ese pequeño pero significativo gesto, era suficiente. Incluso en lo familiar puede haber sorpresa y asombro.

Regresé a la mesa, encendí las velas una vez más, y con todas mis fuerzas, soplé con el corazón lleno de algo que no había sentido en años: gratitud. Si, gratitud, eso sentí. Tarareé manso como un secreteo una canción de la Velvet Underground: “sometimes i feel so happy, sometimes I feel so sad”

No importaba que el día estuviera por terminar. No afectaba que el reloj marcara las doce. Ese mensaje, esa pequeña muestra de amor, era todo lo que necesitaba para cerrar el ciclo de mi cumpleaños. Julián, sin saberlo, me había dado el mejor regalo de todos: un recordatorio de que no importan los años ni las distancias, porque siempre, en algún rincón de su corazón, él me llevaba consigo.

Y, al soplar las velas por tercera vez, sentí que no era solo un cumpleaños más. Fue el cumpleaños en el que comprendí, finalmente, que la vida, aunque a veces se nos olvide, está llena de pequeños regalos, y que, tal vez, los más grandes son los que no necesitamos pedir.