Tenía
doce años. Verano del ’88. Lo habían invitado a un asalto. Él pensaba que sería
como un cumple: globos, torta, los pibes corriendo alrededor de la mesa. Pero
no. Esto era otra cosa: luces bajas, radiograbador a todo volumen, los más
grandes bailando lentos y apretados, como si fueran adultos que ya sabían todo
de la vida.
Llegó
medio tarde porque se había quedado en el campito del Mercado Central,
tirándole a un paredón con la gomera. La llevó consigo, metida en la cintura
bajo la chomba de Papazzi, y no sabía bien por qué. Era como cargar un pedacito
de su mundo, un secreto que solo él podía sostener.
Dentro,
el aire era pesado: mezcla de Pepsi tibia, transpiración y un poco de humo de
cigarrillo que escapaba de los más grandes. Vasos de plástico tirados, papas
fritas blandas en un bol, y un cassette que pasaba de Europe a Pet Shop Boys.
Cada tanto alguien apretaba rewind y el radiograbador chistaba, como una
locomotora que respiraba.
De
golpe, ¡paf!, arranca un lento: Milli Vanilli. La música bajó el pulso de la
sala. Él sintió que le ardían las manos. Y ahí la vio a ella. La que le gustaba
de verdad. La invitó a bailar, y ella dijo que sí. Todavía no entendía cómo
había pasado.
Apoyó
sus manos en la cintura de ella y le temblaban tanto que pensó que lo
delatarían. Ella apoyó las suyas en sus hombros, livianas, casi flotando. El
mundo desapareció: no estaban las risitas de los costados, ni los codazos de
los pibes, ni las chapitas rodando por el piso. Solo ellos, moviéndose torpes,
atrapados en un vaivén que parecía eterno.
Hasta
que… chau. Ella descubrió la gomera. La sintió dura, escondida en la cintura.
Lo miró con ojos grandes, primero sorprendida, después con esa mezcla de
ternura y lástima que duele más que un regaño. Él se quería hundir en el piso.
No era el langa que fingía. Era un nene con gomera.
El
lento terminó. Ella se soltó despacito y se fue con sus amigas. Él se quedó
clavado en medio del comedor, con la música apagándose en el pecho y la gomera
todavía firme. Sin beso, sin conquista. Solo él, con sus nervios y su verdad.
Muchos
años después, al recordarlo, se ríe solo. Esa noche entendió que crecer no era
hacerse el grande: era animarse a mostrarse tal cual era, aunque quedara
ridículo. Y, todavía le gusta pensar, que en esa fiesta, aunque no besó , fue
el único que se animó a bailar con la gomera colgando de la cintura.
Quizás
algún día, cuando sea grande, aprenda a besar sin que le tiemble
la mano, a mirar fijo y apuntar al blanco del corazón. Mientras tanto, sigue jugando.
Porque en cada lento torpe, en cada risa nerviosa, descubrirse a uno mismo ya
es un disparo que da en el blanco.
Graciela
no pudo estar en la mesa de los lunes a las 18 hs, pero no quiso perderse la
clase de taller. Así que, mientras viajaba en tren desde Constitución rumbo a
Santiago del Estero, hicimos el taller a través de audios, ida y vuelta,
palabra y silencio compartido.
Una
prueba más de que la poesía viaja con nosotros, sin fronteras ni distancias.
El
viaje de Graciela
Este
lunes de taller tuvo un milagro viajero.
Graciela,
con su bolso de lecturas y su cuaderno apretado contra el pecho, no quiso
perderse la cita. Tomó el tren en Constitución y, mientras las vías se
desplegaban como un verso interminable, decidió encender con su pluma el fuego
de la palabra.
En
abril yo había propuesto una consigna sencilla: dos velas sobre la mesa,
gemelas en apariencia, distintas en destino. La sala se recogió en silencio,
como cada lunes. Allí estaban Gloria, Nene, Mariquita, Cynthia, Fabiana,
Negrita, Marita —“la nueva”— y yo, rodeando la mesa que se vuelve altar cuando
la poesía nos convoca.
Graciela
rescató aquel momento a través de un texto. El tren fue su taller, el vagón su
cuaderno, la ventanilla un espejo en movimiento.
Su voz
poética, clara y alta, no se detuvo en las velas solas: reparó en lo que
ocurrió con cada una de sus compañeras, en los gestos mínimos que vuelven al
taller un corazón latiendo en conjunto. Y en su poema, Luces gemelas, nos dejó
esta imagen inolvidable:
“Vi el
sufrimiento de una vela y la altivez de la otra, imponente y arrogante.”
Hoy, la
tecnología fue puente: desde Ceres, Santa Fe —donde me enviaba su primer texto—
hasta el frío polar marplatense, los audios viajaron como botellas en el mar, y
el taller se volvió ida y vuelta entre rieles y palabras. Si suena frío
decirlo, basta con leer lo que escribió para entender que no hay distancia
capaz de apagar una llama cuando la poesía la alimenta.
Yo,
como coordinador y compañero de ruta, me siento orgulloso. Orgulloso de
Graciela, que desde un tren nos recordó que la poesía cabe en un vagón en
movimiento. Orgulloso de cada una de ustedes, que hacen del lunes un ritual de
palabras y compañía.
Y hoy
descubrimos que, mientras ardan las velas, aunque sean gemelas y diferentes,
siempre habrá alguien dispuesto a nombrarlas.
El
viaje de Graciela continúa: su destino final es Santiago del Estero, pero su
palabra ya encontró casa en nuestro taller.
Perdí a
mi mamá. Se siente como cuando ella me dejaba en la fila del supermercado y me
decía: “ya vengo” esa angustia enorme en el pecho de no tener nada en las manos
para responderle a los adultos alrededor. Pasaré el resto de mi vida en esa
fila, sabiendo que mi mamá no volverá.
Yo
vivía con la música en la piel. No como un simple pasatiempo, sino como si cada
acorde fuera un latido, como si cada silencio contuviera una revelación. Mi
vieja lo sabía: me había visto crecer abrazado a cassettes y CD´s y me
acompañaba con esa paciencia silenciosa de quienes aman sin medida.
La noche del jueves 6 de mayo de 2021 me conecté, como siempre, a la clase online
de Dany Jiménez. El tema prometía: el primer disco de The Velvet Underground
& Nico, aquel artefacto extraño, con su banana de Warhol y las canciones
que abren una puerta hacia el futuro.
Mientras
Dany desplegaba su análisis: "Una belleza dolorosa, un aburrimiento lánguido, un timbre cálido y metálico. Escucharlo es como tener un nervio expuesto acariciado, a veces suavemente, a veces con demasiada brusquedad." me incliné hacia mi vieja:
—Ma,
¿tenes un auricular? Este ya no suena bien.
Ella
sonrió, buscó entre los cajones y me lo entregó como si me ofreciera un
amuleto. Después, con un gesto inusual, se despidió temprano. Ese auricular fue
lo último que mi vieja buscó para mí. La mujer que siempre encontraba una
respuesta, que siempre hallaba una solución, dejó los platos sin lavar y la
ropa amontonada. Y, por primera vez, nada de eso le importó. Esa noche eligió
el descanso sobre la rutina, el silencio sobre las tareas. Claro, sería su
última noche, y yo no lo sabía.
—Me voy
a acostar.
Eran
las diez de la noche. Me sorprendió (ella solía rendirse al sueño cerca de la
una). La vi retirarse envuelta en una calma misteriosa, como si ya supiera lo
que yo aún ignoraba.
Y sin
advertirlo, recibí en ese instante la última caricia de su adiós. Madre e hijo,
hijo y madre: dos almas respirando el mismo aire, anudadas en un silencio que
ya era eternidad. La
clase virtual se despidió con «European son». Lou Reed arrojaba sus palabras
como cuchillos, y la distorsión crecía, feroz, como un vendaval dispuesto a
arrasar con todo.
Yo me
dejé arrastrar por esa furia eléctrica, mientras la casa, a mi alrededor, se
hundía lentamente en un silencio denso, un silencio que no callaba, sino que
ocultaba un secreto oscuro. Al día
siguiente, la música se quebró. Mi vieja apagó su aliento, rendida a la
enfermedad que la habitaba y al zarpazo final de un virus nacido para arrasar
con multitudes.
Desde
entonces, ese disco entero late en mi memoria como una herida que arde, como
una cicatriz luminosa donde su presencia se aferra y nunca termina de irse.
SUNDAY MORNING
Hoy suenan los acordes de «Sunday Morning» y la voz del Lou Reed avanza en puntas de pie, como un visitante temeroso de despertar a la tristeza que respira a mi costado. Y mientras suena, mamá regresa: buscándome un auricular, retirándose temprano, dejándome, sin saberlo, su último gesto de amor envuelto en la fragilidad de la noche.
Lou y mi vieja, tan lejanos en la apariencia, se entrelazaron
para siempre en mis oídos. Y cada
vez que el disco comienza a girar, no estoy solo: ella regresa en la penumbra,
respira entre armónicos disonantes, camina conmigo por ese
sucio boulevard donde la eternidad se disfraza de canción.
Tenía
dieciocho años y la insolencia de la juventud. Una mezcla de
audacia y orgullo todavía en formación. Evitaba encontrarse con nuestros ojos,
como si su sola asistencia bastara para otorgarnos un favor.
Se
presentó ante el jurado con paso seguro, casi altanero, como si la sala del
histórico Caserón ubicado en Avenida 59 y calle 54 fuese demasiado pequeña para
albergar su yo en expansión. Se sentó de costado, cruzando las piernas con una
displicencia estudiada, la de quienes todavía prueban los límites de la
atención ajena.
Lo
primero que mencionó fue un catálogo de lecturas: «Crimen y castigo» de
Dostoyevski, «Cien años de soledad» de García Márquez. “Por eso hablo así”,
comentó, como si la cadencia de su voz hubiera sido prestada por los fantasmas
de Raskólnikov y los Buendía. No pretendía convencernos de su talento bajo la lluvia copiosa de Necochea, sino dar
testimonio de su pedigrí literario. Me enterneció escucharlo: primero apareció
mi hijo, y después un futuro adulto que tal vez querría esquivar. Había en su
arrogancia cierta fragilidad, una careta que aún no lograba comprender del
todo. Después de cierta edad, empezamos a utilizar una máscara de seguridad y
certeza. Con el tiempo, esa máscara se pega a la cara y ya no se puede quitar.
Luego,
con la audacia de quien cree haber descifrado un secreto del lenguaje, dijo que
su diferencia con Cortázar residía en la precisión con que pronuncia la “R". Lo
afirmó con naturalidad, como quien descubre una curiosidad casi secreta.
Nosotros lo dejamos hablar, conscientes de que muchas certezas tempranas se
desinflan con el tiempo, igual que los globos de helio.
Confesó
sentirse identificado con la «Carta al padre» de Kafka. ¡Ah, la rebeldía
heredada, la épica silenciosa de todo adolescente! Pero enseguida se
contradijo: de sus tres libros favoritos, dos habían sido recomendados por
aquel padre “incomprensivo”. Allí se dibujaba un matiz profundo de su historia:
un joven que disputaba la autoridad mientras, al mismo tiempo, aceptaba su
guía.
EL JURADO
Nosotros,
los jurados, lo escuchábamos con paciencia. Una anotaba, otra asentía con
gravedad, como quien registra pequeñas joyas de un mundo aún en construcción.
Yo lo miraba y pensaba: ¡qué pequeña su mirada del mundo! Chiquita como la
laguna de su pueblo: un espejo de agua que confunde reflejo con horizonte,
todavía en búsqueda de profundidad.
No
estaba para ganar. Su obra era todavía más eco que voz propia, más pose que
convicción. Si hubiera sido premiado por decisión de mis colegas, habría sido
un triunfo prematuro que no le habría enseñado nada sobre la literatura, que no
le habría revelado la paciencia, el esfuerzo y la disciplina que exige cada
verso. Porque,
aunque su pedido al irse —ese timorato ruego de “haceme pasar de etapa”—
contenía la inocencia de un adolescente, la poesía no se concede por compasión.
La poesía se conquista: se modela verso a verso, línea a línea, hasta que deja
cicatrices que son, al mismo tiempo, medallas invisibles.
Cuando
se levantó, lo hizo con paso seguro, como quien ya se siente dueño de más de lo
que realmente sabe. Y mientras se alejaba, pensé que algún día comprendería que
no basta con pronunciar la “R” fielmente para diferenciarse de Cortázar. El
verdadero desafío es curtirla hasta que suene auténtica, hasta que cada palabra
pese tanto como la experiencia que la alimenta.
Y tal vez entonces, cuando su mirada haya aprendido la hondura que el trajín del vivir susurra en secreto, la literatura lo cubra de verdad: sin disfraces ni atajos, como quien abre los brazos a un hijo esperado, y sus versos, ya curados de la torpeza inicial, podrán hablar con la voz serena de la madurez.
Un
honor volver a ser parte de la delegación de General Pueyrredon, llevando la
voz de la literatura como jurado en los Juegos Bonaerenses. Esta vez, Necochea
nos abrió sus puertas con un mar de experiencias alucinantes y enriquecedoras,
guiadas con la brújula precisa de Karina Freire y su equipo. Cada encuentro es
semilla y cada palabra, un viaje compartido.
Yo
siempre digo que mi papá es como un personaje de los que cuentan en la tele,
esos que no sabés si existen o si son inventados para que la historia sea más
interesante. El único recuerdo que tengo de él es una foto: yo envuelta en una
manta celeste, con cara de bolita dormida, y él mirándome como si hubiera
descubierto un planeta nuevo. Esa foto está medio doblada en las puntas porque
la guardo debajo de la almohada.
Mamá
nunca me habló demasiado de él. Lo poco que sé lo descubrí a escondidas, una
tarde en la que escuché su voz quebrada mientras le contaba a alguien que lo
había denunciado por maltrato cuando yo todavía era muy chiquita. Desde
entonces, dice, no volvió a verlo.
Mi
abuela paterna vino apenas dos veces a visitarme. En ambas ocasiones me
acarició el pelo con una ternura extraña, como si en ese gesto quisiera dejarme
una huella. Me miraba con unos ojos que no preguntaban ni respondían, ojos que
parecían sostener un secreto. Un secreto que no podía decir en voz alta, pero
que, de algún modo, quería regalarme en silencio.
Un día,
que para mí no era un día cualquiera sino el último de mi niñez —porque al
siguiente cumpliría quince—, la abuela apareció sin anunciarse, con una simple
bolsita de plástico de supermercado entre las manos. La sostenía como si
cargara un relicario. Me la entregó despacio, mirándome fijo, y me dijo que la
cuidara como si fuera un tesoro.
Adentro,
apenas protegido por ese envoltorio humilde, había un cassette TDK de 90
minutos. En la etiqueta, escrita a mano con una caligrafía temblorosa, se leía:
“Para Luna, para todos los días que no vivimos”.
Y de
pronto, lo que cabía en la palma de mi mano pesaba como una historia entera.
No
tenía carta, ni nota, ni firma. Solo el cassette.
Esa
noche me encerré en mi pieza como quien entra en un santuario. Saqué del cajón
el viejo walkman que la abuela me había regalado y, con las manos temblando,
apreté play.
La
cinta comenzó a girar y, de pronto, la voz de Frank Sinatra llenó el aire: «Fly
Me to the Moon». Era como si la habitación se abriera hacia otro cielo. Mientras
él cantaba, yo me veía viajando con mi papá en un avión inventado por mis
ganas: las alas cortaban nubes de azúcar, abajo brillaban ciudades de luces que
titilaban como juguetes, y en cada aterrizaje me esperaba un helado distinto.
Sinatra
seguía cantando, pero yo escuchaba otra cosa: la promesa de un viaje que nunca
tuvimos y que, sin embargo, esa noche sucedía dentro de mí.
Después sonaba «September», de Earth, Wind &
Fire, y entonces lo imaginaba conmigo en la playa, moviéndose torpemente,
bailando como un ridículo hermoso, haciéndome reír hasta que me doliera la
panza.
Las
canciones se iban encadenando como si fueran estaciones del año, un calendario
secreto armado solo para mí:
·Para los inviernos,
Sinatra, Louis Armstrong y boleros que se arrastraban como brasas encendidas.
·Para los veranos, música
disco y funk que explotaban como fuegos artificiales.
·Para las navidades,
villancicos en inglés y en español, como si me invitara a poner la mesa con él,
a compartir un pan dulce inventado.
·Para los cumpleaños,
Stevie Wonder, y hasta un “feliz cumpleaños” desafinado, grabado por su propia
voz, torpe pero alegre.
·Para las mañanas, The
Beatles o Spinetta, como si me abriera la ventana y me llamara para ir al
colegio.
·Para las noches, baladas
ochentosas, como un abrigo de música antes de dormir.
Casi no
hablaba entre tema y tema, pero en un momento, después de que terminó «What a
Wonderful World», se escuchó su voz. Una voz grave, tímida, como si llevara años
guardada en un rincón y de pronto se atreviera a salir. Una voz que parecía no
estar acostumbrada a decir nada tan importante.
Y
entonces dijo:
—Luna…
yo nunca tuve el don de las palabras. Perdí muchas cosas por eso. Pero siempre
tuve el don de ponerle música a los momentos, en la radio y en la vida. No
estuve para ponerte estas canciones en persona, pero acá están, todas juntas.
Te amo, hija. Y espero que algún día llegue la verdad… y que podamos cantar
todo este compilado entero, vos y yo, sin parar.
Después
empezó «Your Song», de Elton John, y la melodía se me metió en el pecho como si
me desarmara por dentro. Con los auriculares puestos, sentí que me ardían los
ojos, como si cada nota encendiera una chispa que no sabía si era tristeza o
alegría. No llegué a llorar del todo, pero tampoco podía contener la sonrisa
que me temblaba en los labios, como si en esa canción se mezclara lo que nunca
tuve con lo que, por un instante, parecía estar ahí conmigo.
Esa
noche comprendí que quizá mi padre no era un espejismo inventado, sino un ser
de carne y silencio, extraviado en la intemperie de mi vida. No me habló con
palabras, pero me dejó un mapa secreto, dibujado con canciones, para que algún
día pudiera hallarlo.
Y
ahora, cada vez que vuelvo a poner ese cassette, la soledad se me achica.
No es
que me devuelva a mi papá, ni que borre los años que nos arrancaron como
páginas de un diario.
Pero me
regala la certeza de que, de algún modo secreto, él estuvo en todos mis
cumpleaños, en cada playa iluminada, en cada nochebuena con olor a pan dulce y
en cada invierno humeante de sopa.
Ya no
necesito explicar su voz: la escucho en las trompetas de Sinatra, en los coros
de Serú Girán, en el piano sincero de Elton John.
Y me
digo que algún día —cuando la verdad se atreva a cantarse sola— vamos a poner
ese compilado en el equipo más grande del mundo, y lo dejaremos sonar hasta que
la primera luz del amanecer nos encuentre todavía bailando.
Gracias Karina Freire por invitarme a esta hermosa charla en @larutamdq. Fue un
verdadero placer conversar sobre escritura, talleres, el rock y esas palabras
que nos habitan.
Gracias
por abrir un espacio donde la literatura y la sensibilidad tienen lugar. Me voy
lleno de gratitud, ideas y ganas de seguir compartiendo.
En este
fragmento, Claudio Lassiar responde con calidez y admiración a una oyente que
elogia a Faltaba Más. Sus palabras, cargadas de respeto y emoción, destacan la
esencia del programa y el homenaje a Jorge Pucinelli. Un reconocimiento sincero
que dice más de lo que parece.
Jorge
Pucinelli, hombre de radio hasta el último latido, hoy emprendió su viaje definitivo, donde el aire es
eterno y las voces nunca se apagan.
Confió
en nuestro programa desde el primer minuto y nos recordaba, con sabiduría, que
“el aire es sagrado”. Al final de cada emisión, su guiño era un simple
emoticón, pero para nosotros era la señal luminosa de su aprobación.
Jorge llegó hasta mí cuando el tiempo se medía en suspiros y monitores, cuando mi voz
estaba guardada detrás de los cristales de terapia intensiva. Lo supe después,
al pasar a sala, cuando el abrazo nos devolvió la vida entera en un solo gesto.
Gracias por tanto,
Pucci. Tu voz seguirá viajando, un susurro que no se apaga, una herida luminosa
en el aire…
Aquel
hombre de radio —voz de las tardes de domingo marplatense, forista sin estridencias en el dial de los que aún escuchan— tenía un nombre que sonaba entre sus
pares, pero en Retiro no era nadie. Allí, entre valijas ajenas y bocinas sin
nombre, el cuerpo empezó a escribir su propia carta de auxilio. Primero
fueron las palpitaciones, como un tambor desbocado en el pecho.
Luego, una
sombra sorda en el brazo izquierdo, la debilidad del aire, el mundo ladeado.
Cayó en silencio, sin dramatismo, como caen los comunicadores cuando no hay
micrófono cerca. Lo internaron. Nadie sabía su nombre en esa sala blanca y
urgente. Nadie recordaba su frase de cierre en los programas de los domingos.
Ni los oyentes de antaño, ni los seguidores que alguna vez dejaron un corazón en
su muro de Facebook.
Y
entonces, en medio de esa soledad digital, apareció ella. Ella, su ángel
guardián. Su madre del corazón. La que no sabía mucho de redes sociales, pero
sí de trayectos de amor que se miden en kilómetros y no en likes. Viajó ochocientos.
De ida y vuelta. Sin pedir permiso ni dar explicaciones. Con la certeza terca
de quien conoce el valor de estar. Lo encontró con el alta en la mano y la
mirada baja. Él no dijo mucho, porque a veces la emoción no cabe en las
vocales. Pero pensó: menos mal que la tengo a ella. Y comprendió, al verla
cruzar la puerta de la Clínica Anchorena en rond de jambe, que no hay algoritmo que
abrace, ni historia viral que te levante del piso.
¿Quién
necesita más amigos en Instagram o Facebook, si hay una sola persona capaz de
subirse a un micro y cruzar media provincia por tu voz herida? ¿De qué sirven
las notificaciones si no hay nadie que venga a buscarte cuando no podés volver
solo? Porque hay cariños que no publican stories, pero escriben epopeyas en la
vida real.
Y ese
hombre de radio —dueño de tantas voces prestadas— descubrió, por fin, la verdad
más simple: que a veces, el único programa que vale la pena escuchar es el que
suena cuando alguien dice: “Tranquilo, ya llegué. Ahora nos vamos a casa.”
Onitnas
no sabía que estaba solo. O peor: creía que estaba acompañado. Creía que los
aplausos que sonaban en su cresta desteñida, por cada caño que tiraba en el
potrero de tierra dura, eran reales. Pero no. Eran efectos especiales de su altivez en 5.1.
Los que
lo rodeaban lo miraban con un adhesión silenciosa, una distancia temerosa. Lo
festejaban cuando ganaban por él, sí, claro. Pero después… después se iban a
comer hamburguesas con otro. Y a él lo dejaban con sus caños, su “talento”… y
su combo imaginario.
Ese
otro era su ex amigo. No tenía los mismos botines de boutique, más cercanos al desfile que al córner, ni la aptitud que
Onitnas había heredado sin saber de quién —y sin molestarse en averiguarlo— Pero tenía algo que no se compra ni se farmea: carisma.
El ex
amigo no entraba: descendía al campo, como si el césped lo esperara y el equipo respiraba mejor, como si de pronto
hubieran abierto las ventanas. Nadie quería ser su sombra, pero todos querían
estar cerca suyo. Era de esos que, cuando perdían, tiraba una broma que les
arrancaba una sonrisa… incluso al técnico. De esos que te levantaban después de
una patada y te daban una palmada en el hombro, como diciendo “ya fue”.
En
cambio Onitnas, cuando perdía, buscaba pelea. Porque claro, en su mundo, el
problema nunca era él. Siempre el joystick, el árbitro o el césped. Aunque el campo fuera de tierra.
—¡No se
la pasás a nadie, Oni! —le habían dicho una vez.
—¿Y
para qué? ¿Para que la pierdan? —había escupido él, como si el pase fuera una
traición.
El
fútbol no se lo perdonó. Tampoco los pibes. Lo dejaron de invitar.
Hoy
Onitnas celebra inmóvil, desde su trono de plástico, con el joystick sudado como
único testigo de su hazaña. Viste la casaca de Bouzat, impecable, virgen de fango, intacta de goles, como un talismán que nunca pisó la historia.Su voz
se estrella contra una pantalla fría, como si el rival pudiera oírlo.
Onitnas clama
en soledad ante una ventana de hielo que no devuelve eco. Suma victorias pixeladas, tropas
en el Clash Royale, goles en el FIFA, likes de dudosa procedencia. Nadie
lo etiqueta, nadie le reacciona: sus mensajes son gambetas al aire, historias
que nadie ve. Su
WhatsApp es un vestuario vacío y en Instagram no entra ni el viento del
algoritmo.
Mientras
tanto, su ex amigo entrena en la Quemita, con camiseta blanca y roja, soñando
—no desde la cama, sino desde el barro— con debutar en la primera de Huracán.
Lo arropa el equipo. Lo escoltan su novia fiel como promesa de fuego, una
familia que abraza con ternura y palabras justas, y su paso angelado,
hipnótico, que ilumina sin hacer sombra. Lo sostiene una tribuna invisible que
le reconoce algo más importante que la gambeta: su forma de estar en el mundo.
Onitnas no sabe hablar, por eso discute.
No sabe amar, por eso hiere.
No sabe abrazar, por eso amenaza.
No sabe elogiar, por eso insulta.
Onitnas
no juega en equipo, porque todavía no descubrió que en el fútbol —como en la vida— no
se gana solo.
¿Va al
colegio? Sí. Se llama Roberto Arlt. Pero Onitnas probablemente cree que ese tal
Arlt fue un corredor de TC 2000 o un técnico de la B Metropolitana. No leyó al
genio de Arlt. No sabe que en su novela más famosa, Los siete locos, todos sus
personajes están rotos, pero hasta los más rotos se necesitan entre sí para no
hundirse. No sabe que una parte de la prosa de Arlt fue escrita para él; para
el pibe que podría ser un crack, pero no entiende que se juega con otros. Para
el pibe que le teme al afecto más que a la derrota. Aunque claro, con joystick
en mano y auriculares puestos, es fácil confundirse: el corazón también se
puede mutear.
¡Qué
pena, Onitnas! No por lo que le falta, sino por todo lo que ya tiene… y
todavía no sabe. El talento ya lo tiene. El equipo,
todavía lo espera… como se espera al bondi que ya pasó, pero uno se queda por
si vuelve. La
vida, también. Aunque empieza a impacientarse.
“En el caos de sus locuras y tormentos, los
personajes se aferran unos a otros como náufragos; rotos, sí, pero unidos,
porque incluso en la destrucción, la soledad pesa más que el desorden
compartido.” Los Siete Locos | Roberto Arlt (1929)