- Vení,
vení - le dije.
- ¿Yo?
- me respondió con voz trémula.
- Sí,
vos - sostuve con seguridad.
- A mí
nadie me llama de ese modo - dijo el pibe con un dejo antojadizo.
- Te
estoy llamando yo.
- ¿Y
usted quién es? No lo conozco.
- Soy
vos, pero adulto - sentencié.
- ¿Me
está cargando?
- No,
créeme - dije para pacificar.
- ¿Por
qué tengo que ir? ¿Cómo entró? ¡Mamá! ¡Papá!
- No
grites, no tiene sentido. Nadie te escuchará. Estamos vos y yo acá.
- Por
favor señor, váyase. Mi papá viene a las ocho del bazar y lo echará a patadas.
Intenté
explicarle que no tenía sentido encolerizarse. Que no iba hacerle daño. Qué no
era un ladrón. El pibe estaba desencajado. Tuve miedo de que se desmayara.
- ¿Qué
hace acá? No tengo plata.
- No
voy a robarte, vine a rescatarte.
- ¿A
qué? Está loco.
- ...
- No lo
conozco ¿Qué hace acá? ¿Por qué vino?- insistió.
-
Porque sé cosas que sólo vos podes saber y además porque sé por lo que estás
pasando...
- No
entiendo ¿Y qué estoy pasando?- escudriñó con soberbia.
Pensé
en decirle el motivo de una manera tenue pero el pibe se puso muy hostil.
-
Váyase – y me tiró con un juguete.
-
Dejame decirte, dejame explicarte.
- No
quiero.
- Estás
afligido.
- ¿Afli
qué?
- Estás
afligido porque mamá se fue – Traté ser claro pero me extralimité. Sabía que
tenía que administrar toda la información que traía como adulto. Todo el
background que los años me ayudaron a resolver pero desembuché fulminante en
seis palabras: “Estás afligido porque mamá se fue”.
-
¿Mamá? Mi mamá querrá decir. Además, ¿cómo sabe que ella se fue?
- Lo
sé.
- ¿Lo
sabe? Váyase. Mamá va a volver.
- …
- Va a
volver.
- No va
a volver a casa.
- Sí,
además, ¿cómo sabe que ella se fue? ¿Por qué dice esas cosas? - exhortó el
niño.
-
Porque te vas a dar cuenta dentro de algunos años que este momento te seguirá
doliendo, Hernancito - Por segunda vez en la charla, disparé otra verdad
inherente sin medir las consecuencias. ¿Cómo no lo voy a saber? ¡Años de terapia
hablando del mismo tema!
- ¿¡Sabe
mi nombre!?
- Si,
yo también me llamo Hernán.
- Usted
está chiflado - expresó Hernancito con brutal convicción – ¿Usted es yo?
- Sí.
- ¿Yo
más grande?
- Sí.
- Es de
locos.
-
Tranquilo.
-¿Y por
qué viene ahora?
- No
tengo una respuesta para eso - recusé alzando mis hombros.
- Todos
los grandes son iguales.
- Ahora
que lo pienso demoré en venir a buscarte - revelé.
- ¿A
buscarme? Yo no voy a ninguna parte sin mi papá - indicó el pequeño
ahuyentándose cada vez más.
- Entiendo
– consentí y me quedé mirando al piso. Para cuando ese niño tenga mi edad papá
habrá muerto. Y ahí, solitario, se morirá de angustia. ¡Algo tenía que hacer!
Me rezagué una larga temporada de negación, me llevó una dilatada espera darme
cuenta de lo mucho que había sufrido de pibe. Sentí culpa por enésima vez.
- Por
favor, no me mienta - imploró afligido - No confío en los grandes. ¿Dónde está
mi papá? Ustedes hacen cosas que no termino de entender.
-
¿Papá…?- pregunté y tuve el impulso de confesarle que papá había muerto - ¿Qué
es lo que hacemos los grandes que vos no terminas de comprender? - le indagué.
- Los
grandes un día toman una decisión y se van sin explicación. A mí nadie me
explicó nada - retomó con un tonillo de rencor.
-
Pregúntame a mí. Yo puedo ayudarte - pensé en ese momento que papá y mamá
quizás por preservar a nuestras hermanas y a mí no supieron decirnos nada. No
los culpo. Me llevó casi treinta años entenderlo y aguardaba que ese chico de
doce años lo dedujera en diez minutos. Debía marchar y dejar las cosas como
estaban.
- Ahora
que lo miro mejor, cuando habla se parece un poco a mi papá - expresó
Hernancito - ¿Usted es uno de los hermanos? Papá me dijo que tenía tres
hermanos que no vio nunca más. Ahora entiendo. Usted es Jhonny - aseguró.
- No
soy Jhonny – le contesté y me dirigí a la puerta de salida. Descubrí que había
pecado de tosquedad por no haber ido a buscarlo antes y abrazarlo- Mirá, ¡mirá
alrededor! Estás vos solito en la pieza - al terminar mi representación giré
hacia la izquierda, luego a la derecha como quien busca a alguien en la
habitación.
- No
estoy sólo. Tengo mis muñecos, mis lápices y mis figuritas…
- ¿Los
Thundercats?- curioseé.
- ¿Me
estuvo espiando?- expresó con voz segura.
- No.
Te repito que acabo de llegar.
- ¿Cómo
llegó?- reclamó.
- No
interesa eso, lo importante es que estoy acá.
- Hace
un montón... Un montón que nadie viene. Me parecía raro. Ya son las ocho –
alegó con inocencia y respiró lánguido mientras su voz se apaciguaba.
- Lo
sé, por eso vine - cavilé.
Me
senté arriba de un féretro anticuado, hinqué el codo sobre la rodilla y mi
cabeza quedó apoyada sobre mi mano abierta que envolvía mi mentón. Abrigué por
primera vez la idea de marcharme. Estaba perturbando el curso natural del
tiempo y no tenía sentido hostigar a ese chico. Una elipsis se apoderó de la
escena. Unos segundos después, Hernancito expuso en una inflexión de
confidencia:
- A
veces, me aburro de hacer los mismos juegos. Armo una casa con las figuritas y
veo a cuántos pisos puedo llegar ¿vió? Esta pelota, bueno a esta pelota la
pateo contra la cama una y otra vez, con zurda, con derecha, con zurda, con
derecha… - confesó mientras cedía su voz recelada.
En ese
instante, después de cavilar sobre mi aventura, vislumbré que mi táctica comenzaba
a ser eficaz. Vacilé en llegar hasta allí y no sólo lamentar el chasco de no
poder hablar con él, sino que el trance se agravara. El niño que fui colocó en
palabras un tormento que atesoró durante años y lo lanzó en escasos minutos. El
diálogo se ubicó en un tono amigable. Hernancito empezó a tutearme en un gesto,
creo yo, de acercamiento.
-
Vamos, dale, vamos - insistí.
- No me
contestaste cómo llegaste hasta acá. Y ya te dije que no voy a ningún lado.
-
Supongamos que viajé en el 91, ramal Sarmiento, cartel amarillo - expliqué con
imprecisión.
- ¿Y
cómo está el mercado?- me sonsacó sin reparar en mi respuesta.
Me
acometió un mutismo por primera vez en la charla. Comprendí que el niño no
había salido de su pieza. Esa interrogación confinaba mucho más que una simple
consulta. En el mercado finalizaba el recorrido del colectivo y al mercado sólo
se iba con conformidad de papá y de mamá. Él no iba a perpetrar la osadía de ir
sólo sin permiso. Traté de ocultar mi asombro y le revelé - Como siempre, ahí
están el almacén de la liebre, el kiosko de Don José, la mercería de Inés…
- ¿Vos
me podés comprar figuritas en lo de José? - indagó con una voz que me resultó
familiar.
- Sí,
claro.
- Con
treinta y cinco años debés tener trabajo.
Yo no
le había dicho cuántos años tenía - Sí, tengo trabajo, y treinta y nueve años
de edad – precisé y entendí poco después que una frase le alcanzó para
preguntarme dos cosas al mismo tiempo.
- ¿Qué
hacés?- investigó.
-
Dibujo, dibujo como vos.
- Eso
no es un trabajo - opinó tajante.
- Sí,
lo es.
- ¿Te
pagan por dibujar?
- Sí.
- Te pedí que no me mintieras - señaló
empecinado.
- No
miento. En el futuro dibujarás en una computadora, serás ilustrador y diseñador
gráfico, y ese será tu trabajo, tu profesión.
-
¡Tendré computadora!, ¡guau!- expresó con inocencia.
- Sí,
con el tiempo verás que es más común de lo que vos puedas imaginar.
- ¿Qué
cosa?
- Tener
una compu en casa.
-
¿Compu? Jajaja, ¡qué gracioso!- me ridiculizó.
Fue la
primera sonrisa de Hernancito desde que entablamos conversación, avancé
perezoso hacia él y pisé un muñeco.
- Uy,
perdón - traté de excusarme.
-
Pisaste a Tigro - comentó con congoja.
- ¡Tu
favorito!
El niño
se puso pálido y movió la cabeza como los perros después de un chapuzón no
deseado y exteriorizó - Eso no lo sabe nadie más que yo - me miró con
complicidad y pude ver el centelleo en sus ojos.
- Creo
que ya estás empezando a creerme. ¿Por qué no te acercas, no veo bien en la
oscuridad? Juntemos los juguetes, las fichus y salgamos a la calle. Estuviste
de sobra estancado en este lugar.
- Si,
eso ya me lo dijiste, ahora decime más cosas - exigió.
- Sé
que sabés de memoria las letras de las canciones de Zas. Hasta cuarto grado te
hiciste pis en la cama y todas las noches soñás con la boca de un tiburón que
se abre y quiere tragarte. Eso te despierta y vas en busca de papá y de mamá.
- Esas
cosas te las contaron mis hermanas, seguro. La Ne… no quiero decirte más - se
atajó.
- No me
lo contó nadie. Quiero sacarte de acá. De este lugar triste y apagado - sostuve
determinado.
- No
quiero que me mientan más. Decime la verdad por favor – el niño miró un reloj
de pared sin minutero y me inquirió - ¿Dónde está mi papá? - y liberó un llanto
desesperado. Traté de aproximarme pero se empotró debajo de una cama sin
colchón. Le pedí que saliera, tendí mis brazos y alcancé una botella de Cindor
vacía.
-
Entiendo que todo esto te resulte una locura. Quiero que sepas que podés
confiar en mí. Soy el hombre que serás. Necesito que entiendas que estoy de tu
lado - advertí como un acento pedagógico de pastor evangélico.
- Nadie
va a reemplazar a mi papá. Ni vos, ni el tipo que se llevó a mi mamá. ¡Basta
ya! Andáte, andáte - manifestó rabioso y confundido.
Me
arrimé muy mansamente. El área estaba sombría, apenas lograba ver su contorno
debajo de la cama. El piso estaba atiborrado de figuritas del mundial
México´86.
- Dale,
en serio. No vengo a reemplazar a papá (nadie lo hará). Quiero reconciliarme
con este momento de mi vida, de tu vida, de nuestra vida - Empuñé la figurita
más importante del mundial y le revelé - Vení conmigo, te prometo que alguna
vez vas a conocer a Maradona en persona y te va a saludar con un abrazo el día
de tu cumpleaños, ¡Nuestro cumpleaños! Muy pronto vas a jugar en las inferiores
en Vélez…
- ¿En
Vélez? - alegó mientras emergía de su guarida y se acercaba poco a poco a mí.
- Sí, a
unas diez cuadras de la casa de mamá, en Liniers. Algunos de tus compañeros
llegarán a ser campeones del mundo. Dale, vamos que el kiosko de José cierra a
las nueve y el 91 sale por última vez para Retiro.
En un
intento de convencer del todo al pibe dilucidé que sabía cuál era la figurita
que le faltaba para llenar el álbum de los Transformers.
- Somos
cuervos - continué indagando - pero sé que mirás con una secreta admiración a
Central.
- ...
-
Lanari, Balbis, Bauza…
-
Caballero, Cuffaro Russo; en el medio están Adelqui Cornaglia…
-
¿Hernán Díaz?... - investigué con inexperiencia simulada.
- ¡Sí!,
ese fue titular el domingo - explicó entusiasta, como un alumno versado que
conoce la respuesta en un examen oral.
-
Gasparini y Palma...
-
Arriba Escudero y Lanzidei - concluyó riendo.
- Sos
extraordinario - lo felicité mientras me aproximaba a él.
-
¡Extraordinarios! - señaló burlón.
- Sí,
tenés razón – afirmé confundido.
- Bueno
Señor - me dijo resuelto en un tono brusco, como quien se repone de un trip
involuntario - No voy a ningún lugar hasta que llegue mi papá.
- Pero…
- Ahí
sonó el portón.
-
Hernancito, ¿Por qué me tratas así? ¿Qué te pasó?
-
Señor, no voy a ningún lugar. Mi papá está llegando y no quiero que lo vea.
- Está
bien - dije resignado.
- Chau,
señor.
- Chau,
Hernancito. Chau…
No
tenía sentido perseverar. Dispuse retornar a casa. Me hubiese encantado que
Hernancito se incorporara, sonriera con la mirada radiante, se acercara a mí
con apacibilidad y nos fundiéramos en un abrazo. No fue así, yo sabía que no
sería así. Conocía a ese pibe mejor que a nadie.
Luego
de mi aventura abrigué una idea que me sirvió de alivio; Hernancito se conectó
conmigo, de alguna manera me brindó su confianza con la inocencia de todo pibe
de su edad. Ayer resolví inspeccionar mi vieja caja de madera. Allí donde
guardo los juguetes que atesoro. El muñeco de Tigro estaba ileso sin rúbricas
de haber sido remachado.
-
Hernán, ey loco. Tengo que cerrar ¡Dale!
- Uy,
¿Qué hora eesss?
- Las
once de la noche, amigo.
- ...
Hugo me
preparó un whisky sin soda.
-
Gracias, me enrosqué mal, ¿no? - pregunté algo aturdido.
- Sí,
te pusiste a hablar con el pibito que vende carilinas.
-
¿Posta?
- Sí.
Tomá y anda a tu casa.
-
Disculpá.
- No
pasa nada, loco.
- Chau,
nos vemos mañana.
- Nos
vemos, querido. Portate bien - Hugo pensó un segundo y me dijo antes de llegar
a la puerta - ¿ Hernancito, desde cuándo sos canalla?