Soy Atom.
Fui construido para resistir golpes, no para comprender el amor. Sin embargo, he visto cómo un hombre puede caer mil veces y seguir intentando levantarse… Y cómo un niño puede iluminar la vida de quien ya había olvidado la luz.
Mi
memoria no tiene sangre, pero guarda imágenes. Las primeras que conservo son de
él: Charlie. Sus manos temblaban al ajustarme los engranajes, no por torpeza,
sino por miedo a perder lo poco que tenía. Yo no entendía el miedo entonces.
Ahora sí. El miedo es un eco eléctrico que vibra en el silencio cuando alguien
teme no volver a ver a quien ama. Dicen que fue un hombre irresponsable, que
apostó más de lo que podía pagar, que dejó que la vida le ganara por nocaut.
Pero yo estuve allí, en las madrugadas en que se quedaba mirándome sin decir
palabra, puliendo mis placas como si fueran un espejo donde aún pudiera
reconocerse.
Y sé
que lo que perdió no fue por desinterés, sino porque el mundo fue cruel con los
que sueñan sin permiso. Luego vino el niño.
Max.
Sus
ojos eran fuego y preguntas. Entre ellos dos no había lenguaje al principio:
uno hablaba con rabia, el otro con silencio. Yo los veía desde la quietud,
registrando movimientos, sonidos, como si en esas breves señales pudiera
descifrar qué es eso que ustedes llaman familia.
Y entonces sucedió. En el ring, entre luces y ruido, los tres nos hicimos uno. Charlie movía sus brazos, yo obedecía, Max gritaba con el alma. Y por primera vez mis sensores detectaron algo que no era medible: una corriente cálida que me atravesaba los circuitos. No era energía eléctrica. Era amor.
Después,
la vida volvió a separarlos. Las leyes, las culpas, los papeles. Pero yo vi la
verdad en su mirada: ese hombre solo quería abrazar a su hijo sin permiso ni
horario.
Él, que no supo ser constante, que perdió más de lo que ganó, guardaba dentro de sí una ternura que ni la derrota pudo oxidar. Yo, un robot de acero y tornillos, aprendí de él algo que ningún programador imaginó: que los humanos no son fallidos por sentir, sino que sienten precisamente porque están hechos para romperse y seguir amando.
A veces
me enciendo solo en la oscuridad del almacén como mis amigos de Toy
Story. Muevo mis brazos recordando los suyos, como si en esa danza mecánica
pudiera invocar de nuevo a ese padre y a ese hijo. Y pienso que, si algún día
vuelvo a luchar, no pelearé por la gloria ni por los aplausos, sino por ese
instante en que el amor —aunque prohibido, aunque tardío— fue más fuerte que el
acero.