Selva
era hermosísima. Una noche en la puerta de la Federación de Box resolví
encararla. En la charla me confesó que vivía en una pensión, se había ido de la
casa del padre cuando tenía catorce años. El viejo la cagaba a palos. Me dijo
que no le diera bola, que había fumado mucho.
- Mirá,
yo pensé en pegarme un viaje... Lo pensé posta, boludo... Y en un tiro escuché
una canción en la radio ¿entendés?, ¡y ya loco! me quise quedar un toque más,
¿entendés?, un toque.
Tarareó
la melodía del tema, afinaba muy bien. Me sorprendí al escucharla.
Nos
vimos dos veces en la semana. Un día lunes en un hotel de Yerbal y nuestro
segundo encuentro, creo que fue un jueves, en su casa de Barracas. Tenía dos
perras. La más chiquita se había encariñado conmigo. Se llamaba Joni, como Joni
Mitchell. Selva preparó la mesa y cenamos sin hablar. Pasamos al living y la
charla comenzó con total naturalidad. Recuerdo que sus piernas contrastaban con
el sofá color ladrillo. Rondamos por muchos temas. La música claramente, la
política, la literatura... Cuando llegamos a la Revolución Cubana surgió alguna
que otra polémica. Teníamos dos o tres tópicos en los que solíamos disentir.
Salteamos el postre y un café doble bajó los decibeles. La púa del disco se estancó
y el silencio no estuvo nada mal. Busqué mirarla pero no lo logré. Pestañeaba
muy seguido al hablar, estaba tan sumergida en sus pensamientos que ya no le atañía
el interlocutor. Cuando los párpados recobraban su ritmo original, sus ojos se
entristecían. Pasamos la noche juntos y quedamos en vernos el sábado siguiente
en el Viejo Correo.
Ella no
fue, nadie supo decirme donde estaba o no quisieron decirme. Paraba con unos
pibes de Huracán de la facción José C. Paz en un nudo del barrio Espora. Los
quemeros no veían con buenos ojos a los que les zarpaban minitas de su banda. Yo
tenía diecisiete años, era un pichón de burgués jugando a ser rocker de
excursión por la vida marginal de los sin jopo en el auge del uno a uno. Ella
vivía de lunes a lunes de gira, sin preocuparse por nada. Me contaron que una
noche en la villa de Cobo, le tocó perder.
Recién
busqué la canción, la que tarareó Selva en la Federación de Box. Decidí dejarla
un toque nomás... Sólo un toque como ella decía.
El
fraseo de Joni Mitchell cantando “Woodstock” me transportó a esa noche en el
cordón de Castro Barros. Entendí que ahí, sin sillas ni manteles, me sentía
vivo, sin la parquedad de caerle bien a nadie. Era el que quería ser, usurpando
la calle, tomando un Algarves corazón con una mujer de tan sólo diecinueve años
que escupía su verdad y me invitaba a patear tableros.
Selva
era de esas minas que te mueven la aguja, que se van sin despedirse y nos dejan
rengos de buenos momentos entre tanta gente sin swing. Hoy estoy sitiado de un
gentío que se indigna mirando el Martín Fierro por televisión, que deja su
salud a las puteadas en una platea, que se enoja con los árbitros, verduguea al
trapito y lo después lo twitea. Selva fue de esas personas que todos conocemos
alguna vez. Aparecen, se van, nos atraviesan el alma y hoy puedo recordar en
una canción, en una sublime cadencia.