Por fin
estoy listo para ponerlo en palabras. O eso creo. O eso intento.
He
escrito sobre muchas pérdidas. Me acostumbré, de algún modo, a traducir el
dolor en palabras. Es mi oficio. Mi refugio. Mi manera de sostenerme cuando el
mundo tambalea.
Escribí sobre la muerte de mi madre.
Un duelo con nombre y apellido,
con certificado sellado
y flores vencidas en una sala sin tiempo.
La muerte tiene formas:
rostros que bajan la mirada,
manos que se posan en la espalda,
silencios que pesan más que el llanto.
Uno se sienta, se deja caer.
Y entonces llegan las frases heredadas:
“Es la ley de la vida”, dicen.
Como si envolver el dolor
en palabras antiguas
bastara para que duela un poco menos.
También escribí sobre el final de un amor.
Ese instante en que uno deja de sentir
y el otro queda colgado,
haciendo equilibrio
en una cuerda floja que ya no conduce a nada.
Lo escribí con furia y con ternura,
como quien rasga una carta
pero guarda los pedazos.
Con la verdad desnuda entre las manos.
Porque el amor se acaba,
aunque nos resistamos.
Porque a veces uno se va sin mirar atrás,
y el otro se queda
preguntando en silencio…
pero sobrevive.
Y sobre el rechazo, también escribí.
Esa mujer que no me amó,
a pesar de mis flores,
de mi torpeza entusiasta,
de mis trucos fallidos para hechizarla.
“No somos una monedita de oro”, me repetí,
intentando darle forma al desdén.
No le gusté. Así de simple.
Y sin embargo, lo escribí
con una sonrisa ladeada,
como quien se ríe después de tropezar.
Porque ahí el dolor tiene rumbo,
tiene cara, tiene gesto.
Una indiferencia concreta
que uno puede sentar a la mesa
y mirar de frente,
aunque no devuelva la mirada.
Pero hay un duelo que me ha dolido más
que todos los anteriores.
Uno que aún me cuesta nombrar.
No por ser más cruel,
sino por no tener un momento exacto,
una grieta,
un adiós.
No hubo muerte.
Ni ruptura.
Ni despedida.
Hubo… crecimiento.
Ver crecer a mi hijo
ha sido lo más hermoso que me pasó.
Y, al mismo tiempo,
lo más dulcemente insoportable.
No sabía que la alegría podía doler.
Que se podía llorar
por una carcajada,
por un diente de leche
abandonando su sitio,
por una palabra inventada
que un día ya no vuelve más.
Diojo. Vede. Illo. Iul. Baco. Aja…
Pequeños milagros en extinción.
Sílabas que guardo
como quien atesora un fósil
de lo que alguna vez fue
mi bebé.
Al
principio todo era novedad: los primeros pasos, las primeras palabras, los dibujos
sin forma que yo guardaba como si fueran obras de arte. Y lo eran. Para mí, lo
eran.
Yo era su mundo. Me llamaba “papi” con una voz finita y temblorosa, como si el amor pudiera escucharse. Me esperaba en la puerta. Me abrazaba por el cuello como si pudiera salvarse de todo agarrándose fuerte de mí. Me pedía cuentos. Me interrumpía todo el tiempo. Me necesitaba. Yo estaba ahí.
Hoy, también está. Pero está distinto.
Ahora
me dice “pa”, como quien recorta el afecto para que no se note. Me responde con
el delay de la indolencia. Ya no me necesita para dormirse. Ya no me pregunta
por qué el cielo es azul, ni me pide que le enseñe a atarse los cordones. Ahora
se los ata sin pensar, mientras mira el celular.
Y yo, en silencio, vivo un duelo del que nadie habla.
No hay
con quién enojarse. Nadie hizo nada malo. Ni él. Ni yo. Solo sucedió. El tiempo
hizo su trabajo, como un escultor paciente que va tallando nuevas formas en el
rostro de mi hijo.
Yo me
quedé abrazando al niño que fue. Y él se fue yendo de a poco, sin despedirse.
Porque crecer no tiene ceremonia.
A veces
lo miro y busco en su cara los restos del niño que fui. O el niño que fue él.
No sé. Me miro en él, y también me pierdo.
Me consuelo mirando fotos. Gracias a Dios filmé muchos videos. Su voz de antes. Su risa de antes. Su forma de decir mi nombre, Daly. Su manera de correr. Todo está guardado. Pero ya no está. Y no sé qué hacer con eso.
¿Tener
otro hijo?, me preguntan.
No, no,
no.
¿O sí?
No lo sé.
No creo que quiera otro hijo. Quiero a ese hijo. Al de antes. Al que me decía “mirá, papi” por cualquier cosa. Al que se enojaba porque el sol no salía justo cuando él quería salir a jugar. Quiero al que se dormía en mi pecho. Al que lloraba cuando yo me iba.
Nadie me preparó para este duelo.
Para esta pérdida sin tragedia,
para esta alegría envuelta
en papel de despedida.
Si pudiera elegir —y lo digo de verdad—
sería papá de un niño
toda la vida.
No pediría más.
Cuidaría ese tiempo
como quien riega un jardín secreto,
con manos suaves
y ojos asombrados.
Lo haría mil veces.
Porque es lo mejor que sé hacer.
Porque ahí, en ese mundo diminuto,
encontré una versión de mí
que no sabía que existía.
Ser papá me salvó.
Y ahora tengo que aprender
a amar de otra forma.
A soltar.
A mirar desde lejos.
A acompañar sin invadir.
A quererlo sin red.
Este es el duelo que no supe escribir.
El que duele sin herida.
El que deja al alma en puntas de pie
frente a la puerta que se va cerrando
despacito…
desde el otro lado.
El duelo que no escribí... hasta hoy.
Nadie nos prepara para ese duelo...nadie lo aclara, ni lo insinúa...de eso no se habla...y como cuesta, a veces duele...y otras te llena de ternura y orgullo...la vida misma en su más natural expresion
ResponderEliminarSoy Silvina 🥰
ResponderEliminarMuchas gracias, Silvina!!
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