CAPITULO XII
Mucho antes de rodearme de lo mas sórdido del conurbano profundo fui un pibe que sucumbió en la mudez de la pubertad. Sentí que una forma de la muerte se revelaba ante mi y abofeteaba a un chico indefenso.
COLORES VERDADEROS
Luego de la partida Amparo, la reclusión me transportó a indagar en baúles y pliegos, en sumas restas cartas que jamás envié, manuscritos, letras perpetuadas en borradores con espiral y hojas desenterradas de su umbral. Una aventura que tiene delicias y tristezas. Cuando el canal era un río, cuando el estanque era el mar escribía en diarios.
— ¿Juega Maurito?
— ¿Quién era Luis?
— El Gusti,…
— ¿Qué le dijiste?
— Que tenías tarea, Ra.
—Gracias Luisito…
Así pasaban las tardes de verano. Retirado. Prendido a los lápices y las historietas. La calle aún era una amenaza. A la pelota jugaba solo en el patio. Ensayaba con la pierna izquierda una y otra vez sobre una mancha de humedad. Después del diluvio del 85 perdí la referencia de esa marca. ¿Será por eso que hice pocos goles de zurda?
Mientras el jarrito de aluminio avivaba la leche y los perros ladraban al caballo del vendedor de pan casero, leía y dibujaba. No hacia otra cosa. Eran los ochenta. Mi única salida: comprar velas. Velas, jugo y pan. El sábado cambiaba por velas, coca y pan.
Vivíamos sin luz. Los cortes de energía eran parte del paisaje. Después supe que el gobierno decidió programar los cortes. Y con ellos, la vida se transformó definitivamente. Cuando retornaba la luz oía en el noticioso: Central Hidro eléctrica de Embalse Río lll, Central Nuclear de Atucha. Incendio en la red de distribución de El Chocón. Atucha, El Chocón ¿Qué es eso? ¡Cuántos personajes hermosos para dibujar! ¡Atuchaman vs el Chocón de acero!
Aquellos días y noches sin luz propiciaron las horas de ocio. Leía todo lo que llegaba a mis manos. Yo no arranqué con Rayuela. No fui un lector plus ultra. Leía como quien cirujea en la cultura.
Cuando yo era chico, aplaudía y entraba a las casas.
— Permiso, Don Francisco.
— Pasá Maurito, pasá.
Don Francisco tenía historietas. Yo estaba fascinado con un pilón que empleaba para disimular una abertura sin revocar. Me acuerdo de “Super Lopez”, “Felix el gato”, “Casper”, “Meteoro”, “Daniel el travieso”, “El super Ratón”, “Magoo”, “Periquita”, “El oso Yogui” y “Huckleberry hound”. “La pequeña Lulu”, “Benito Boniato”, “El hombre bionico”, “Din Dan”, “Pepe Gotera y Otilio”, “Copito” y “Archie”. Leía una por día.
De pibe me gustaba hablar con la gente grande. Creo que al pibe que fui le gustaría hablar conmigo. Porque yo ya soy gente grande.
Tenía una admiración secreta por las personas que sabían hablar. ¿De dónde sacaban tantas palabras? ¿Cómo se hace para hilvanar un pensamiento con otro sin caer en el vacío? Leyendo — diría Don Francisco — leyendo todos los días.
Una tarde emprendí la aventura de dibujar mis propios personajes. Ideaba un universo. Era vivir en una especie de matrix. Me conectaba e iniciaba el viaje hacia el primer boceto.
Rafeaba dibujos sin ton ni son que brotaban uno tras otro. Primero una escena, un globo y un texto escueto. En realidad un argumento forzado para justificar la posición de los personajes que me habían salido. Todavía no había incorporado la idea de perspectiva y el escorzo. Los dibujos estaban empotrados en el papel. Esos párrafos se amoldaban a mis primeras ilustraciones. Cuando el dibujo me convencía lo pasaba en limpio y luego lo coloreaba. Era el momento del regocijo. Colorear un dibujo propio era como el “sí” de la chica que me gustaba.
Un profesor de la Escuela Superior de Artes Visuales Martín Malharro numeraba que un diseño gráfico funciona si puede prescindir del color. ¿Acaso nuestra existencia es un diseño que relega el color para funcionar?
Recuerdo que dibujaba imbuido más en los dibujos animados que en las historietas. Un bugs bunny con un brazo de metal. Combinaba a Mazinger con Tom y Jerry. Meteoro con Antifaz. La cabeza no tenía límites. Faltaba técnica pero sobraba corazón.
Todos los dibujos eran goles al ángulo para mi papá. El coleccionaba las hojas Rivadavia en su carterita de cuero. En su velatorio me enteré por Mario, su compañero de trabajo, que exponía los dibujos en el horario del almuerzo.
— ¿Qué decía Mario, decía algo? — le pregunté para llenarme de sus palabras y montar sobre escombros una historia que me sirva para no hundirme en el fango.
—No, no. Los mostraba nada más… Con una alegría que no le entraba en el pecho. Este hombre — dijo Mario sin perder de vista el ataúd — te quiso un montón, pibe.
Del test vocacional, se desprendió que debía estudiar en un secundario con orientación plástica. Años después, en la Malharro regrese a los lápices, a la tinta, a las historietas. Durante cinco años estudié ilustración y diseño gráfico. Retrocedí al placer de hacer y fundirme en el tiempo presente.
¡Qué necesarias fueran las devoluciones de los docentes para avanzar! En paralelo asistí a talleres como el de Ariel Olivetti, que señaló algo bueno sobre mi trazo. En la jornada “Haceme un dibujito” conocí a Carlos Nine, un monstruo de la acuarela, la ambigüedad y la exageración. En ese marco, descubrí los cursos de ilustración de Enrique Breccia, un talento increíble.
Breccia fue una verdadera revelación. Nos enseñó una técnica mágica: El uso del enmascarador. Enrique bocetaba en lápiz. Luego, con su plumín entintaba con ese líquido acuoso. Tomaba los pinceles, las tintas y procedía a pintar, a diferencia del maestro Nine que empleaba acuarela; Enrique explotaba la tinta china de color sobre el soporte. Usaba los colores con desfachatez lejos de las leyes de armonía, tonalidad y el buen uso de los colores primarios y secundarios. Un personaje de Breccia podía tener una luz verde sobre el pómulo que se fusionaba en una transparencia en violeta sobre la frente y darle carácter de colores cálidos a una paleta de colores fríos.
Una vez finiquitado el procedimiento de entintado, Enrique dejaba secar el papel Fabriano LR. Recuerdo que en la primera clase levantó la mirada, y como un hechizero comenzó a deslizar sus dedos sobre el papel. Levantó el enmascarador sobre la zona donde había decidido ubicar la luz y poco a poco esa goma se disipaba. La imagen tomaba tres dimensiones. Fue presenciar la ejecución de un grabado pero al revés. Sus pulgares fueron las gubias sobre una madera ficticia.
Incorporé la técnica y retome el dibujo con el arrojo de los años de los cortes de luz. No paraba de dibujar y entintar. A los 24 años recibí el título de Ilustrador profesional y nunca ejercí. Regalé todos mis pinceles, mis rotring y mis acuarelas a mamá. Las tintas se secaron. El dibujo había perdido el verosímil. Pensaba demasiado antes de empezar. Perdí al pibe y con él todo el resto. El hecho creativo se desmoronó como una pila de naipes. Sobraba técnica pero faltaba corazón.
En mi infancia dibujaba porque las palabras no encontraban el repecho donde deslizarse. Hablaba con imágenes y los diálogos en un globo. El único globo que admití a pesar de ser funebrero.
En el comienzo de mis treinta naufragaba entre laburos equivocados. Pensé que nunca más acertaría con mi vocación. Tropecé, sin buscarlo, con la radio. — Vos vas a hacer radio el día del arquero— me decía uno que es preferible olvidar.
Hoy golpearon la puerta de la radio.
— ¿Juega Maurito? — indagó el Gusti.
Alguien abrió. Ya no está Luisito para justificar mi reclusión y los dibujos en la carterita de cuero de papá tomaron vida con el enmascarador de Enrique Breccia e imagino su voz en la hora del almuerzo canturreando "True Colors" de Cyndi Lauper: Veo tus colores reales, brillando a través de todo. Veo tus colores reales, y por eso te quiero. Así que no tengas miedo. ¡Vamos! mostrá tus colores verdaderos… Hermosos, hermosos como el arcoíris.
MURIALDO
Repasando todas mis macanas, recuerdo que prometía no volver a cometerlas. "No más burlas a Luisito cuando papá y mamá no me vieran, no más piedrazos en la siesta, ni tirar cohetes a los gatos". Con once años resolví dejar de hostigar a los cuises y a las ranas en cada inundación. Había alcanzado a cazar solo dos sapillos. En mi sumario además contaba con el robo de nísperos y moras del patio de Doña Celia y tres fichas de metegol del pool de Tahuichi.
Evoco el pavor que sentí al quedar en penitencia en la dirección de la escuela primaria. Una tarde de invierno el micro escolar se fue, yo me quedé dormido en el sillón de la directora. Ni Ana María, la maestra, ni Don Alfredo, el chofer, ni Dina, encargada de cuidarnos, vinieron por mí. A quienes nos portábamos mal nos separaban hasta que llegaron nuestros padres a buscarnos. Mis compañeros salieron como todos los días y me gesticulaban al pasar. Yo no podía correr la mirada de la pared. Se hizo de noche y seguía en el colegio. Mis viejos trabajaban, un dato que no tuve en cuenta.
En la oficina privada de la Directora repasaba uno por uno los cuadraditos de cerámica tipo venecitas de color celeste, azul y gris. Los enumeraba de arriba a abajo y de izquierda a derecha hasta llegar con mi requisa al perchero vacante al lado de la imagen del patrono del colegio, San Leonardo Murialdo, que me no quitaba el ojo de encima.
Comencé a
memorizar un cuadro que estaba justo enfrente.
“Adherir a la
defensa de la dignidad del ser humano, asumiendo la tarea docente con conciencia social, como responsables de la formación de los niños, en
los distintos aspectos de su persona, en
el contexto cultural
que les toque
actuar, comprometiéndose con la igualdad y la justicia.”
Consideré por la mirada de Murialdo que no sería digno de tomar la primera comunión. Siempre pensé que la hostia me daría el impulso suficiente para ir hasta el colegio de mujeres, el Instituto San José, y declarar mi amor a una morocha que viajaba con nosotros en el micro.
Pasada una hora, después lo supe, me vinieron a buscar. Lloriqueando envolví a mi papá en un apretón. Estaba tan contento de verlos como asustado por lo vivido. Mi papá me fulminó con la mirada, mi mamá fue más indulgente. No preguntaron nada. Yo venía de una seguidilla de travesuras que culminó con una penitencia prolongada. Alzaron la mochila en silencio, saludaron al sereno y nos fuimos.
PICHI
Los mejores pensamientos de mi vida los tuve en mis paseos ociosos. Recorría treinta y seis cuadras hasta la casa de Pichi, la profesora de inglés. Desde esa época camino para tratar de entender. Con la plata del boleto compraba cuatro chicles Bazooka de menta, los masticaba todos a la vez para vedar el sabor áspero que me arremetía hasta la mandíbula, pero el resabio paralizaba mi voluntad. Empezaba a descubrir el idioma, leía fluido pero mis habilidades no lograban quitar mi dolor. Perdí el entusiasmo.
En realidad, no necesitaba conocer otra lengua, sólo pedía saber la verdad en castellano.
La adolescencia sacudía los postes de mi infancia. En ese otoño inquebrantable comencé la secundaria. Retornaba del colegio al mediodía y quería contarle todo a mamá sobre mis compañeras y los profesores. Estaba aterrado; mamá se había ido.
Una tarde pretendí ser como los demás. Fui a bailar a la matiné con el Lechu pero no me dejaron entrar. Tenía trece años, parecía de once. Desde esa noche, me amparé en la radio, en la traducción de canciones de Martika y The Bangles mientras escuchaba la Z-95.
Do you feel my heart beating
do you understand
do you feel the same
am i only dreaming
is this burning an eternal flame.
LA CENA
Recuerdo la calma sepulcral durante la cena. Se cocinó la decisión de la ida de mamá de manera rápida y fulminante. No me dió tiempo para juntar mis juguetes.
Concluyeron poco a poco los juegos de mesa y los domingos de picadas con vermut. La televisión amordazó el sonido de los motores del TC. La casa perdió la tonalidad del regocijo de un hogar.
Los noventa enlutaron los tintes vivaces que supe percibir de niño y todo se tornó amarronado. La partida de mamá fue el pitazo de Codesal antes del penal ejecutado por Brehme. Cuando la pelota tocó la red sentí la estacada súbita que se tragó del todo mi inocencia en los párpados apesadumbrados del Goyco. No sé qué fue más terrible. Si el mutismo del estadio olímpico de Roma o la falta de definiciones en el living de casa.
SESIÓN
— Lo único que quiero es destruir de una vez por todas ese recuerdo.
— Lo reprimido no se crea, ni se destruye, Mauro. Se niega, se proyecta, se transfiere, se sublima o se racionaliza.
— ¿Y qué estaríamos haciendo?
— Estamos pensando juntos, tratando de racionalizar lo que pasó. La ausencia de palabras no fue un problema para tus padres. Para vos, sí. Claramente.
En la ultima sesión, salí desandando
sobre las devoluciones de Renato. Su nuevo consultorio sobre la avenida San Juan me resultaba extraño, su mudanza fue otra forma de despedida.
San Juan es espaciosa e iluminada. Al marcharme me encontré con la aglomeración
de gente que circula, la columna inacabable de automóviles que desfila en
inquebrantable marcha, bocinas estrepitosas y el chillido de los semáforos
sonoros es un porrazo para los sentidos. ¿Acaso alguien sabría que estaba tomando la decisión de desertar
de la terapia?
SAN CRISTOBAL
Mi barrio es muy distinto. Al sur y al
norte puedo disfrutar de dos espacios verdes: la Plaza Garay, a sólo media cuadra y la
Plaza Alfonsina Storni, más abierta que serpentea la autopista 25 de mayo.
Espacios variopintos donde ensaya una murga en la previa del carnaval, un bebé
emprende sus primeros pasos, dos señoras mayores cuerean al que pasa, un puber
coloca una tuca en una cajita de fósforos para consumir lo que queda y un
transa cogotea como espectador de un partido de Grand Slam. Acertar con tantos
árboles alrededor es un privilegio, sobre todo en verano.
Tanteé varios
lugares para afirmarme a disfrutar de un cortado y escribir. En el café impasible
de la YPF de San Juan y Solís esbocé algunas líneas para una novela, pero aún
es muy precoz especular en un libro de largo aliento. El lugar posee
la serenidad que preciso y una vista a la avenida inmejorable, a saber, ver y
que no me vean.
Si de voyeurismo
se trata, allí está mi vecino Evaristo, el único con quien intercambié un
diálogo. Evaristo no supo decirme dónde encontrar un buen bar. Él para en la
cuadra, de allí no se mueve. Para mi vecino pasé de ser el inquilino al
"muchacho" del 1º C. El tipo es chusma y cizañero, con sagacidad
aísla del coloquio de palier a los inquilinos cuando se arriman.
— ¿Compraste o alquilas, pibe?
— Compré, Evaristo — le dije sin pensar.
— Te felicito.
Mi vecino
es jubilado. Manejaba un taxi. El tipo se planta en la vereda, sube y baja a la
bicisenda y carpetea todos los movimientos como el mono de Toy Story 3. Es
poliglota. Dialoga con pensionadas que desfilan al supermercado chino de
Cochabamba, cartoneros, pungas, prostitutas y policías de la
comisaría 16 en la jerga que el parloteo requiera. La condescendencia que
desarrolla con la ley es repelente.
Todas las
mañanas lo saludo cuando salgo a trabajar. Para él, siempre estoy o muy
abrigado o muy desabrigado. ¡Ni hablar si esta nublado! « ¿Y el paragua?»
— ¿Por qué no
duerme un rato más?
—¡Ya voy a
dormir cuando me pongan el traje de madera! — dice mirando al cielo — ¿Cuándo
te vas a afeitar esa barba? — remata.
Cada mañana, de
modo autómata, me arrojo hacia la boca del subte. Paso por la Plaza Alfonsina
Storni. Siempre advierto un perro negro de mirada triste en la entrada de
Virrey Cevallos. La primera vez que lo distinguí entre la gente estaba comiendo
de la basura. Me dio lástima y ensayé un meneo para acariciarlo. El animal me
enseñó sus dientes puntiagudos. Natural, no se toca a un perro desconocido
cuando come.
El fin de semana
pasado, después de varios intentos, accedió a aproximarse retraídamente. Yo estaba
vestido con una remera, bermuda y zapatillas. Es extraño, en la semana no me
pasa cabida.
En un soplo
vislumbré la subjetiva del perro negro: debe ver un hombre desencajado
circulando con camisa, un bolso y cara de pocos amigos. Como los perros callejeros,
cuantos más palos recogimos, menos cedemos. ¡Lo entiendo a Noche! Ah, le puse
Noche porque tiene el pelo de color canela en la cara y las patas pero el lomo
es de color negro azulado. Tiene los ojos como dos botones oscuros y pequeños
que miran muy atentos. Noche accedió a mis agasajos.
En la semana
paso a las corridas por la plaza subsanando en mi cabeza lo que hice y rumiando
en lo que haré. Los sábados estoy con Valentín en modo presente. Estoy en su
frecuencia.
Este domingo
llevaré la última novela de Sándor Márai, una birra y leeré bajo la sombra de
un ombú en la plaza para perros.
Noche conquistó
solito su lugar. Ya lo veo venir. Se aproximará y permanecerá a mi lado. —
¡Hola!, no me mires así. ¿Qué te pasa? ¿Trajiste comida? Solo galletitas. No me
gustan. ¿Adónde dejaste el disfraz? — Él sabe estar en silencio. Es un buen
anfitrión.
¿QUÉ NOMBRE LE
PUSISTE?
Mientras leía en
uno de los bancos de la plaza oí una conversación.
— ¿Es tuyo?
¿Estás seguro, no?
— Mavale.
— ¿Estás seguro
que no muerde?
— Sí, doña.
Quédese tranquila.
— Bueno, mañana
te traigo la plata.
— Sí, sí. Porque
me los sacan de lamano ¿vió? Esta raza es muy buscada.
— ¿Qué raza es?
— Es una pulenta, doña.
— ¿Estás seguro
que no muerde, no? Mirá que tengo nietos chiquitos.
— Está todo bien. Ladra cuando lo bardea otro
perro nada má´. Si pinta algún cobani de la 16. ¿Uste´es del barrio, no?
— Si, ¿por qué?
—¿Conoce al viejo
de Cevallo?
— No, no. Eh, Evar...
— Seee. Ese
vigilante... Ese botón nos manda la trulla cuando estamo´ con los pibe´...
— Es un buen hombre.
Bueno, quizás tuvo una mala experiencia con algún policía, pobrecito. No es
nada. Bueno querido, mañana te traigo el dinero ¿Cómo se llama? ¿Qué nombre le
pusiste?
Deliberé en
garabatear algo en mi cuaderno. No se me ocurre nada. ¿Por qué será que el único
motor para escribir sea por cosas que no están? Casi siempre escribo de faltas
más que de sobras. Uso como arcilla para montar mi escritura las cosas que he
perdido: el amor, la ilusión, la juventud, la fé poética. ¿Cómo sería la poesía
satisfecha, la poesía del hombre que ha conseguido todo en la vida? Extraño a Noche. Por lo pronto tengo un impulso para escribir. Hace un tiempo que rebuscaba
un estímulo.
Evaristo, que
todo lo sabe, me contó que una señora a la que él le arrastra el ala “adoptó”
un perro de la calle.
— ¡Vos sabes que
no parece callejero! — me dijo.
Justo ayer
observé cómo la señora paseaba por San Juan con Noche atado por una correa.
¡Qué garrón! Al principio dudé. La encaré resuelto e improvisé una explicación.
Pretendí revelarle que había sido estafada. La vieja ortiva empezó a vociferar
como una loca y unos segundos se arrimó un policía.
Le manifesté al
oficial que me había equivocado y me fui ante la mirada de Noche. Fue como si
me expresara “tengo comida y casa. Andá. Me pudrí de revisar los tachos.
Discúlpame, amigo, el sistema me derrotó”
Su atisbo me lo
indicó todo. Ningún otro ser humano me había mirado así desde que me mudé.
Entre los vecinos sólo me he cruzado con miradas furtivas, o de momentánea
alegría, miradas de superficie, más o menos mentidas. Miradas inquisitivas.
Noche me miró a los
ojos largo tiempo y esperó que yo le correspondiera con una mirada igualmente
honesta, honrada, profunda, interesada, curiosa, digna. Con una mirada perruna.
La vieja con su
dinero compró un muy buen perro, el cariño por Noche y el tiempo dirán si compró
además el meneo de su cola.
Capítulo
XIII (final) → https://bit.ly/3oUe8uc