Rivas
llegó al pañol del segundo subsuelo e hizo el anuncio oficial con la solemnidad
que lo caracterizaba. La empresa después de varios meses de desabastecimiento y
falta de pago de horas extras había comprado dos paños rojos para la lustradora.
-Haurat,
mire bien. Una baldosa y media… Así, así. Una baldosa y media ¿tamo´?- fueron
sus indicaciones. Mi tarea consistía en empezar a lustrar por una baldosa y
volver por la mitad de la baldosa siguiente y repetir el procedimiento en cada
uno de los niveles del Shopping “Los Gallegos”, el patio de comidas, el Cinema,
el salón principal, el primer y segundo subsuelo y lograr de esta manera el
brillo deseado. El paño rojo, más abrasivo que el blanco, haría el resto.
Después
de varios meses de virutear las escaleras, zocalear las vidrieras, cepillar con
arrecín la playa de estacionamiento y encerar; esa noche de mayo había llegado
mi esperado ascenso. Me despedía del secador, los trapos, el frío en las manos,
el jato y la cera. El otoño marplatense me encontraba en el cenit de mi carrera
en Clean Works. Era mi momento, el período del lustre. A partir de esa noche
aquellos baldosones fueron un espejo.
En el
horario del comienzo del programa de Carlita Ritrovato, llegué a Star Hall, el
restaurant más careta del patio de comidas. Enchufé la Taski, acomodé los
cables y cargué dos pilas eveready al walkman que tenía sujetado al cinturón,
pegadito al movilink y a un handy. Con el uniforme poco recatado de la empresa
-un violeta apagado y un amarillo furioso- sumado a todos los aparatos colgados
en la cintura parecía un superhéroe en la convención de Batman´s de Cha cha
cha.
Cada
mañana modulaba a la oficina para dictar los presentismos mientras mis
compañeros terminaban con los detalles: plumerear, barrer y dejar las máquinas
en punta para la noche siguiente.
Ya no
tendría que alarmarme por mis manos. En menos de un mes recuperé algo de piel.
Esa grieta entre el dedo pulgar y el índice, donde calzaba el secador durante
seis horas diarias, finalmente terminó de cicatrizar. Recuerdo que en la
cursada de pintura en el preparatorio para ingresar a la carrera de Diseño
Gráfico, Ana Camponovo observó mis manos y me dijo: ¿Esas marcas no las hicieron
los pinceles, no es cierto? No, le contesté. Trabajo en limpieza de noche,
profe.
Tengo
muy presente la primera noche de lustre. Tenía medio paquete de Boots y un
cigarillo Malboro light con una pitada de mujer que rescaté de una mesa de
Munchi´s.
Sergio,
ascendido a encargado de las cuatro playas de estacionamiento, traía puchos del
Autódromo, un barrio periférico de Mar del Plata. Cigarrillos "Made in
Tabesa", que en realidad venían de Paraguay. Los vendía a un peso el
paquete o nueve pesos el cartón. Tenía su clientela entre el staff de limpieza,
los muchachos de seguridad y algunos de mantenimiento. También estaba Quique
Arias, un mitómano del barrio Belgrano, él compraba los Star. Rubén compraba
los Premier y yo prefería los Boots o los Te, sí, Te, así se llamaban.
El
flamante mandamás de las playas de estacionamiento, oriundo de Chacabuco, había
comprado un terreno junto a su novia, en el barrio La Zulema y necesitaba un
ingreso extra. Sólo la primera semana de cada mes fumábamos Malboro.
El que
lustra los pisos trabaja toda la noche solo. A diferencia del encerado que se
hacía entre dos. Si bien podía escuchar música, la primera hora de lustre
extrañé las charlas con Martín, el formoseño.
-Poca
cera negro, eh. Poca cera – me decía cada quince minutos.- ¿So´casado negro?,
¿qué hacé laburando de noche, entonce´? Un pesado.
En el
departamento que alquilaba en la calle Falucho, después de mi ascenso, mientras
preparábamos un práctico de Comunicación para Teresita De Marchi, Eduardo me
pasó un cassette tdk de sesenta. Siempre estábamos pendientes de las nuevas bandas.
De lo último que sonaba.
- Tomá,
escuchate esto, Raúl- me dijo.
-¿Quiénes
son?-
- El
Soldado.
-
¿Quiénes? No los juno.
- Es el
primer disco. Canta el indio en dos temas.
- ¡¿El
indio Solari?!
- Sí.
- Joya,
lo voy a escuchar.
Esa
noche con la Taski y la música de “El Soldado” en mis oídos, me comí la cancha.
Le pedí a Walter Acevedo que trapee en dos pasadas con cera pura. La 8M sin
rebajar en agua es espesa y al momento de trapear cansa más los brazos. Walter
a regañadientes aceptó mi directiva.
Eran
cerca de las ocho de la mañana. Había girado el cassette para escuchar el lago
B. Tenía pilas de repuesto. El sol se enclavaba por la vidriera de Alpine Skate
de Rivadavia. Al llegar con la lustradora a Riadigos comenzó una melodía. El
paño rojo se desplazaba como un trineo en la nieve. El piso del salón
resplandecía más que nunca. Rivas llegó temprano e inspeccionó la tarea. No
hizo ningún comentario. Eso significaba que estaba todo bien. Al tipo no le
sacabas una palabra de aprobación jamás.
Al
llegar a Sauro, vi la camioneta de la empresa que se iba por diagonal
Pueyrredón. Me senté a la orilla de la fuente de agua, debajo de la escalera
mecánica, frente a Express. Ahí donde las cámaras de seguridad no me podían
tomar. Enrollé los cables de la Taski, prendí el Malboro light y lo pité con
ganas. Me acordé de ella, como siempre, como cada noche. La pude ver caminar
por el salón, como si Buenos Aires y Mar del Plata fueran una sola ciudad, como
si Avenida Luro desembocara en la esquina de Agüero y Córdoba y ahí acobachado
sin poder ser filmado, pude soñar. Como quien se esconde ante las cámaras, ante
la realidad de los monitores, ante el ojo que mira, ante la otredad que
intimida y no nos deja ser. Una vez más la música me acompañó en un soplo indisoluble.
Sonaron los primeros acordes de “Polvo y Blues" y yo fui feliz. A veces
las cosas simples tienen felicidad dentro.