26 de noviembre de 2013

POCA CERA







Rivas llegó al pañol del segundo subsuelo e hizo el anuncio oficial con la solemnidad que lo caracterizaba. La empresa después de varios meses de desabastecimiento y falta de pago de horas extras había comprado dos paños rojos para la lustradora.
-Haurat, mire bien. Una baldosa y media… Así, así. Una baldosa y media ¿tamo´?- fueron sus indicaciones. Mi tarea consistía en empezar a lustrar por una baldosa y volver por la mitad de la baldosa siguiente y repetir el procedimiento en cada uno de los niveles del Shopping “Los Gallegos”, el patio de comidas, el Cinema, el salón principal, el primer y segundo subsuelo y lograr de esta manera el brillo deseado. El paño rojo, más abrasivo que el blanco, haría el resto.
Después de varios meses de virutear las escaleras, zocalear las vidrieras, cepillar con arrecín la playa de estacionamiento y encerar; esa noche de mayo había llegado mi esperado ascenso. Me despedía del secador, los trapos, el frío en las manos, el jato y la cera. El otoño marplatense me encontraba en el cenit de mi carrera en Clean Works. Era mi momento, el período del lustre. A partir de esa noche aquellos baldosones fueron un espejo.
En el horario del comienzo del programa de Carlita Ritrovato, llegué a Star Hall, el restaurant más careta del patio de comidas. Enchufé la Taski, acomodé los cables y cargué dos pilas eveready al walkman que tenía sujetado al cinturón, pegadito al movilink y a un handy. Con el uniforme poco recatado de la empresa -un violeta apagado y un amarillo furioso- sumado a todos los aparatos colgados en la cintura parecía un superhéroe en la convención de Batman´s de Cha cha cha.
Cada mañana modulaba a la oficina para dictar los presentismos mientras mis compañeros terminaban con los detalles: plumerear, barrer y dejar las máquinas en punta para la noche siguiente.
Ya no tendría que alarmarme por mis manos. En menos de un mes recuperé algo de piel. Esa grieta entre el dedo pulgar y el índice, donde calzaba el secador durante seis horas diarias, finalmente terminó de cicatrizar. Recuerdo que en la cursada de pintura en el preparatorio para ingresar a la carrera de Diseño Gráfico, Ana Camponovo observó mis manos y me dijo: ¿Esas marcas no las hicieron los pinceles, no es cierto? No, le contesté. Trabajo en limpieza de noche, profe.
Tengo muy presente la primera noche de lustre. Tenía medio paquete de Boots y un cigarillo Malboro light con una pitada de mujer que rescaté de una mesa de Munchi´s.
Sergio, ascendido a encargado de las cuatro playas de estacionamiento, traía puchos del Autódromo, un barrio periférico de Mar del Plata. Cigarrillos "Made in Tabesa", que en realidad venían de Paraguay. Los vendía a un peso el paquete o nueve pesos el cartón. Tenía su clientela entre el staff de limpieza, los muchachos de seguridad y algunos de mantenimiento. También estaba Quique Arias, un mitómano del barrio Belgrano, él compraba los Star. Rubén compraba los Premier y yo prefería los Boots o los Te, sí, Te, así se llamaban.
El flamante mandamás de las playas de estacionamiento, oriundo de Chacabuco, había comprado un terreno junto a su novia, en el barrio La Zulema y necesitaba un ingreso extra. Sólo la primera semana de cada mes fumábamos Malboro.
El que lustra los pisos trabaja toda la noche solo. A diferencia del encerado que se hacía entre dos. Si bien podía escuchar música, la primera hora de lustre extrañé las charlas con Martín, el formoseño.
-Poca cera negro, eh. Poca cera – me decía cada quince minutos.- ¿So´casado negro?, ¿qué hacé laburando de noche, entonce´? Un pesado.
En el departamento que alquilaba en la calle Falucho, después de mi ascenso, mientras preparábamos un práctico de Comunicación para Teresita De Marchi, Eduardo me pasó un cassette tdk de sesenta. Siempre estábamos pendientes de las nuevas bandas. De lo último que sonaba.
- Tomá, escuchate esto, Raúl- me dijo.
-¿Quiénes son?-
- El Soldado.
- ¿Quiénes? No los juno.
- Es el primer disco. Canta el indio en dos temas.
- ¡¿El indio Solari?!
- Sí.
- Joya, lo voy a escuchar.

Esa noche con la Taski y la música de “El Soldado” en mis oídos, me comí la cancha. Le pedí a Walter Acevedo que trapee en dos pasadas con cera pura. La 8M sin rebajar en agua es espesa y al momento de trapear cansa más los brazos. Walter a regañadientes aceptó mi directiva.
Eran cerca de las ocho de la mañana. Había girado el cassette para escuchar el lago B. Tenía pilas de repuesto. El sol se enclavaba por la vidriera de Alpine Skate de Rivadavia. Al llegar con la lustradora a Riadigos comenzó una melodía. El paño rojo se desplazaba como un trineo en la nieve. El piso del salón resplandecía más que nunca. Rivas llegó temprano e inspeccionó la tarea. No hizo ningún comentario. Eso significaba que estaba todo bien. Al tipo no le sacabas una palabra de aprobación jamás.

Al llegar a Sauro, vi la camioneta de la empresa que se iba por diagonal Pueyrredón. Me senté a la orilla de la fuente de agua, debajo de la escalera mecánica, frente a Express. Ahí donde las cámaras de seguridad no me podían tomar. Enrollé los cables de la Taski, prendí el Malboro light y lo pité con ganas. Me acordé de ella, como siempre, como cada noche. La pude ver caminar por el salón, como si Buenos Aires y Mar del Plata fueran una sola ciudad, como si Avenida Luro desembocara en la esquina de Agüero y Córdoba y ahí acobachado sin poder ser filmado, pude soñar. Como quien se esconde ante las cámaras, ante la realidad de los monitores, ante el ojo que mira, ante la otredad que intimida y no nos deja ser. Una vez más la música me acompañó en un soplo indisoluble. Sonaron los primeros acordes de “Polvo y Blues" y yo fui feliz. A veces las cosas simples tienen felicidad dentro.













20 de noviembre de 2013

BAJO FLORES










Ariel tiene 28 años y todavía vive con su madre. En su habitación atesora cientos de discos grabados en cassettes y videos musicales. Tocaba el bajo en una banda de heavy metal.
Su papá es vendedor y viaja todo el tiempo. Su mamá vive al cuidado de su hermanita menor que padece osteogénesis imperfecta. Ariel comenzó varias carreras. Hizo el CBC cuatro veces pero sin ninguna pasión. Sólo por mandato.
Comenzó a tocar la guitarra a los doce años. Se inició en el folclore. Con zambas y chacareras aprendió sus primeros acordes. Ya en la adolescencia continúo con el típico cancionero de rock nacional hasta que Martín, su amigo guitarrista, le acercó un disco de Black Sabbath. De ahí en más, quiso tocar el bajo.
Ariel vive en el tercer piso de un edificio antiguo sobre Avenida Directorio, a pocos metros de San Pedrito. Un departamento de cuatro ambientes, sin grandes lujos pero bien amplio, con una terraza considerable.
Junto a Martín decidieron armar su propia página de facebook y publicar un aviso solicitando un batero de heavy metal o trash metal. Se presentaron cuatro muchachos. El segundo de ellos, que era el de menos onda, fue el admitido. Su batería, la más completa de los postulantes, tiene doble bombo y platillos Zildjian, sabe leer música y vive a siete cuadras del  departamento de Ariel.

- Tenés razón, no era el mejor - expuso Ariel. Tiene el pelo corto. No da heavy, pero… ¿De qué me sirve un chabón que vive en Luis Guillón? ¿Cómo hace para venir a ensayar hasta acá?
- Pero este pibe parece un oficinista - dijo Martín.
- Eso se puede corregir. Le ponemos los pantalones chupines para los shows.
- ¿Y el pelo corto?
- Una peluca, de última. No va a ser la primera vez, ¿no?- expresó casi sonriendo.
- Sí, que sé yo. Además es profe en el colegio de mi hermana.
- ¿¡Queeé!? ¿cómo sabés?- inquirió Ariel saltando de su silla.
-Ayer le envié una solicitud de amistad. Me aceptó al toque. Y le stalkeé la página.
- ¿Qué hace ahí?- insistió Ariel.
- Da clases de música en tercer año. Le pregunté a Sol. Me contó que es re deforme, pobre. Onda que todos se ríen de él. ¿Escuchaste cómo habla? Es re aparato.

El papá de Ariel le compró a su hermana la parte del departamento que le correspondía a ambos. Es una herencia de sus padres escribanos.
Américo, encargado del edificio, conoce al papá de Ariel y a su tía desde que eran chicos. Los cuidaban junto a su finada esposa cuando los escribanos trabajaban. Como no tienen hijos, fueron como los tutores de las dos criaturas. Américo no es ningún santo. Le conviene hacerse el sota con la familia por los vinos que recibe del papá de Ariel cada vez que viene de Mendoza y alguna propina cuando les cuida la casa. Américo es un bebedor empedernido y desde que quedó viudo se baja dos botellas de vino por noche. Tiene setenta y dos años. Es amigo de un gremialista de peso en el Sindicato de Encargados de Edificios, el mismo que truchó unos papeles para congelar su jubilación. Retirado y jubilado perdería la vivienda, los tongos con la administración y está prendido en la cometa con los arreglos en el edificio, llámese plomeros, gasistas y electricistas.
Américo, como cada mañana, salió a limpiar la vereda. Ariel lo encaró.
- Américo, ¿todo bien? ¿Qué onda, cagaron otra vez los perros del segundo?
- Sí. Ya hablé con la señora pero parece que no entiende. ¿Qué le cuesta salir con la bolsita, no?
- Es verdad. Américo, una consulta. ¿Usted tiene todavía el contacto con la gente esa de Suterh?
- No entiendo, Ariel.
- Los chabones del gremio. Los que alquilan el anfiteatro. ¿Se podrá arreglar con ellos para tocar ahí?
- ¡No, Arielito! El anfiteatro del gremio es para charlas y conferencias. No es un sitio para que toquen los conjuntos, ¿comprendés?
Ariel lo miró, pensó e improvisó un argumento.
-¿Sabe qué pasa, Américo? La onda sería hacer un recital benéfico para juntar fondos para los chicos con osteogénesis imperfecta.
- ¿Oste qué?
- Osteogénesis imperfecta, Américo. Es un trastorno genético. Los huesos de quienes sufren la enfermedad pueden fracturarse de la nada, por el mínimo golpe. Lo que tiene mi hermanita.
- Mira, Ariel, no seas picarón. Con la enfermedad no se embroma y menos de un familiar. Tenés que madurar alguna vez. Tu padre a tu edad ya era todo un hombre. Hecho y derecho.
Ariel no insistió. Américo sabe por diablo pero más sabe por viejo.
A la semana siguiente, la mamá de Ariel recibió un llamado de la empresa donde trabaja su marido. El papá de Ariel manejaba su auto por la ruta nacional 7. Antes de llegar a San Andrés de Giles un camión que venía en sentido contrario se pasó a su carril y lo chocó de frente. Aparentemente el camionero se habría quedado dormido. El Peugeot 206 quedó aplastado. El padre de Ariel murió al instante.
Ariel pensó en encerrarse a tocar el bajo y escuchar música al mango para olvidar lo sucedido. Pero fue inútil. Recordó la última charla con su papá. Más que palabras fueron como fotos, como polaroids de sensaciones. Imágenes que emergen ante lo fatal. Un flash back ineludible.
De ahora en más su vida ya no sería la misma. Descartó la posibilidad de continuar con el proyecto de su banda de rock. Su mamá junto a su hermanita, desamparadas y sin recursos, necesitaban de su ayuda más que nunca. Él debía cambiar su forma ver las cosas, ponerse al hombro la familia. Buscar un trabajo para pagar los gastos que su madre no podría solventar sola.

Un mes después de la tragedia pudieron vender el departamento de cuatro ambientes por un contacto de Américo en una inmobiliaria y se mudaron a pocas cuadras, sobre un pasaje, a un PH de dos ambientes. Ariel, antes de mudarse, tomó la decisión de tirar muchas cosas valiosas para él. En la nueva casa ya no habría tanto lugar. Se deshizo de más de quinientos cd´s de audio grabados y cientos de videos. Se quedó con unos pocos a modo de souvenir.  Fue doloroso para él. En cada compact disc se iba una anécdota, una historia, una vivencia además de una melodía. Sin mucho esfuerzo podía recordar quién fue la persona que le grabó cada uno de ellos, la imagen de un viaje en tren de una punta a la otra de la ciudad en busca de un nuevo disco. En la mayoría de cd´s reconoció su letra manuscrita. Es ahí donde pudo visualizar cómo modificó su forma de escribir con el paso de los años. En el grafismo pudo ver la dedicación y la importancia que tenían esos discos para él. No fue nada fácil ver todos esos años de material dentro de una bolsa de consorcio.
Luego de la música le llegó el turno a los apuntes de todas las carreras que comenzó y no terminó. Durante años pensó  “los guardo porque alguna vez voy a volver a leerlos”. Ese día nunca llegó, pasó más de una década y ahí estaban, amarillentos, con polvo y algunos casos hasta ilegibles.
Concluyó la tarea con una pila de papel seleccionada a un costado del living. Le llevó toda una tarde de domingo. Afuera lloviznaba, lo que le daba un clima más conmovedor y épico al asunto. Mientras tanto, su madre inventaba un nuevo juego con su hermanita y la pava apoyada por enésima vez en la hornalla calentaba el agua para unos mates.
Separó y seleccionó entre diez y quince hojas de decenas de apuntes. Kilos de papel que en cada mudanza son lo que más pesa junto a los libros. Abrió de a una las bolsas de consorcio y quedó todo listo para tirar.

- A veces, desprenderse de las cosas del pasado es un signo de madurez – decía su papá.
Todo tiene su etapa y alguna vez tuvo que llegar esa tarde. Todo ese material se fundió dentro de unas bolsas de residuos y formó parte de la carga de un cartonero que pasó por la puerta del edificio de Directorio y ese domingo logró una cantidad de papel que en el pesaje final sumó unos mangos más para llevar a su casa.
Cuando paró de llover, Américo salió a la vereda a colgar las jaulitas de los canarios y encontró a Ariel en el hall con lágrimas en sus ojos.
- Y pibe, ¿cómo te sentís?- indagó sin poder disimular su emoción.
- Bien Américo. Creo que bien – contestó Ariel cabizbajo.

El encargado histórico del edificio de Directorio, donde se crió el papá de Ariel, lo miró mientras se alejaba hacia las escaleras y pensó en lo orgulloso que estaría su padre de ver a su hijo tomando los rieles de la familia.
Américo, en realidad, es medio hermano del abuelo de Ariel. Pero como no había estudiado una carrera, no había terminado ni siquiera la primaria fue marginado a la portería. En el barrio dicen que mastica la verdad desde hace más de cincuenta años. Su hermano, el abuelo de Ariel, le pidió que nunca hablara sobre el asunto y a cambio lo acomodó en el sindicato. Sentía vergüenza de Américo y su mujer. Los esquivaba y evitaba que los vieran juntos. Quienes conocen bien la historia comentan que su mujer, primero, y el vino, después, fueron los únicos testigos de su dolor.
El profesor de música de la hermana de Martín volvió a sus menesteres. Si bien lo siguen cargando por su forma de hablar, él parece no darle importancia al asunto. Es un músico de conservatorio que adora enseñar en los colegios. La adolescencia es un momento de la vida, donde la crueldad de nuestros actos y nuestras palabras no mide las consecuencias a corto, mediano o largo plazo. Al menos ahora tiene una alumna de tercer año que estará de su lado, la hermana de Martín. Sol lo vió tocar en la sala de ensayo y cambió su forma de pensar a partir de ese día.
Mientras tanto, la promesa del rock pesado, Ariel, el bajista de Flores, le daba la bienvenida a una nueva etapa. Antes de salir de su viejo cuarto miró hacia un rincón y descubrió una frase de una canción escrita en liquid paper sobre una pared pintada de negro que decía: Todo lo que amamos profundamente se convierte en parte de nosotros mismos.

Ariel encaró hacia la puerta, se colgó el bajo y cerró su habitación para siempre.                                      






17 de noviembre de 2013

CUERVOS












-¡Qué linda pendeja!- me dijo Richard al salir de su oficina–. Esta clienta no tiene un mango pero la atiendo igual. ¿Viste lo que es?
- Sí, la verdad que es hermosa. ¿Sabés a quién me hace acordar?.
-No, ni idea.
-A Selva, Richard. A Selva del Condon Clú.
-No podés... No podés acordarte de esa mina, Abelito.
-¡Cómo no me voy a acordar, doc! Si era un bombón.
-Dale, dale Abel. ¿Me esperás dos segundos que tengo un cliente más y vamos, sí?

Selva era preciosa. Una noche de lluvia en la puerta de la Federación de Box decidí encararla. En la charla, Selva me contó que vivía en una pensión. Se había ido de la casa del padre cuando tenía catorce años. El viejo la cagaba a palos. Me dijo que no le diera bola, que había fumado mucho.
-Mirá, yo pensé en pegarme un viaje... Lo pensé posta, boludo... Y en un tiro escuché una canción en la radio ¿entendés?, ¡y ya loco! me quise quedar un toque más, ¿entendés?, un toque – me dijo Selva como deletreando sus palabras.
Tarareó la melodía del tema, afinaba muy bien. Me sorprendí al escucharla.
Nos vimos dos veces en la semana. Un día lunes en el hotel de la calle Yerbal donde me hacían una rebaja y nuestro segundo encuentro, creo que fue un jueves, en su casa de Barracas. Tenía dos perritas. La más chiquita se había encariñado conmigo. Se llamaba Joni, como Joni Mitchell.
Selva preparó la mesa y cenamos sin hablar. Pasamos al living y la charla comenzó con total naturalidad. Me acuerdo que sus piernas contrastaban con el sofá color ladrillo. Paseamos por muchos temas. La música notoriamente, la política, la literatura... Cuando llegamos a la Revolución Cubana surgió alguna que otra polémica. Teníamos dos o tres tópicos en los que solíamos discrepar. Salteamos el postre y un café doble bajó los decibeles. La púa del disco se detuvo y el silencio no estuvo nada mal. Busqué mirarla pero no lo logré. Parpadeaba muy seguido al hablar, estaba tan sumergida en sus pensamientos que ya no le interesaba el interlocutor. Cuando los párpados recuperaban su ritmo natural, sus ojos se apesadumbraban. Pasamos la noche juntos y quedamos en vernos el sábado siguiente en el Viejo Correo. Ella no fue, nadie supo decirme dónde estaba o no quisieron decirme. 

-¿Me aguantás un segundo, Abel? Atiendo a este pesado y vamos a buscar a los nenes, ¿dale?

Richard es colega. Fanático de San Lorenzo como yo. Lo conozco de la adolescencia. Tiene su propio estudio y le va muy bien. Además es el papá de Lautaro, el mejor amigo de mi hijo Bernabé.

-Listo, Richard. Dale tranqui mientras reviso los mails.

Me senté en uno de los sillones del estudio. Fingí mirar mi celular pero no podía dejar de pensar en Selva. Me acuerdo que la mina paraba con unos pibes de la hinchada de Huracán en un nudo del barrio Espora. Los quemeros no veían con buenos ojos a los que les zarpaban minitas de su banda. Yo era un pichón de burgués, jugando a ser rocker. De excursión por la vida marginal de los sin jopo en el auge del uno a uno. Ella vivía de lunes a lunes de gira, sin preocuparse por nada. Me contaron que una noche en la villa de Cobo le tocó perder.
Busqué en mi iphone la canción, la que tarareó Selva en la Federación de Box.
Me puse los auriculares y decidí dejarla un toque nomás... Sólo un toque como ella decía. El fraseo de Joni Mitchell me trasladó a esa noche de lluvia cuando la conocí. Entendí que ahí, en la calle, sentados en el cordón, mojados, sin sillas ni manteles, me sentía vivo, sin la necesidad de caerle bien a nadie. Era el que quería ser, tomando un vino con una mujer que escupía su verdad y me invitaba a patear tableros. Selva era de esas mujeres que se van sin despedirse y nos dejan rengos de buenos momentos entre tanta gente sin swing.

Richard salió de su oficina y mientras despedía a su último cliente del día, miraba su celular con mucha ansiedad.

-Bueno señor, quédese tranquilo. Mi socio va a llevar su caso, ¿eh?. Es lo mejor que tenemos en el estudio en materia de Derecho Penal. Un jurista prestigioso, no se preocupe. Hasta luego.
- Vamos Richard, los chicos ya salieron del club– le dije mientras cerraba su oficina.
- ¿Qué hora es? ¡Uh, no! Se me hizo tardísimo. ¿Te puedo pedir un favor? ¿Podes ir vos por los chicos? Estoy hasta las manos.
-Pero, ¿por qué? ¿Qué te pasó?
-Me olvidé que tengo que ir a buscar a Yazmín.
- ¿Yaz qué?
- Yazmín. Es una pendeja de un juzgado que conocí ayer. ¡No sabés lo que es! Un caramelo.
-¿Y qué le digo a Silvia?- le pregunté.
-Sos mi amigo, ¿no? Inventate algo, que sé yo. Che, ¿sabés qué estaba pensando…? Tenés razón, la clienta de hoy se parece mucho a Selva. Te conté, ¿no?
-¿Qué cosa?
-Ah, ¿no te conté, Abelito?. Ella estaba enamorada de mí. Cuando se fue a vivir a Córdoba me pidió que no te dijera nada. Hizo trascender ese episodio de la villa y todo eso para que no la busques.
-Richard, la puta madre que te parió. Vos sabías y no me dijiste nada. Yo la quería en serio.
-"La quería en seerio". Vamos, pasaron veinte años, Abel. Dale, dale. Dale que los pibes se preocupan. La histérica de Silvia empieza a mandarme wassapp. Solucioname este quilombo, por favor. ¿Puedo confiar en vos? Hoy por mí. Mañana por ti ¿no?... Hola, ¿hola? ¡hola!, ¿Yazmín? Sí princesa…, sí, sí, tuve un quilombito... Estoy a cinco cuadras.