26 de diciembre de 2022

MADURAR HACIA LA INFANCIA



«Hay quien cruza el bosque y sólo ve leña para el fuego» 
Leon Tolstoi









No voy a mentir, no tengo que mentir. Ya sé la verdad. Me lo dijo mi mamá cuando estaba en segundo. Mi papá se enojó porque mi mamá me lo dijo poquitos días antes de Navidad. "¿Qué te costaba esperar unos días?" En la carta de segundo te pedí que ellos no peleen. Quiero dos muñecos, dos porfa. Uno bueno y uno malo. Si me traes uno solo me aburro. No hay lucha. Yo quiero que mis muñecos peleen. Mi mamá y mi papá no, como te pedí en segundo. Ah, ¡Estoy contento, ya no pelean!
En el boletín traje seis sobresalientes. La seño y la directora me felicitaron. Mi mamá y mi papá también. Mi papá escribe historias. Yo le pregunté si te escribió. Me dijo que sí. "Mi primera carta fue a Papa Noel". Te pidió un playmobil y el muñeco de Han Solo. ¿Se lo trajiste? ¡ja!

No sé qué más era… Ah, lo vi llorar en el cine. ¿Eso te lo puedo contar? Ya sé que no existís pero, bueno, serías como un amigo invisible. O no, mejor se lo cuento al padre José. Me confesé con el padre. En cuarto tomo la comunión. Mejor te lo cuento a vos. Sí. Mi papá lloró. Poquito, era una gotita nomás.

Él no me vio me parece, estaba con los lentes. Fuimos a ver "El Último Jedi". Estuvo buenísima. ¡La mejor película del mundo! Papá compró para 3D con un solo pochoclo. Comió más que yo. ¡Le iba a decir!... Lo del pochoclo no... Me explicó. Siempre me explica lo de la plata. No tenía para comprar dos. Le iba a decir lo de la gotita pero... sonrió también. Fue cuando Luke lo vio a Archu. Le pregunté cuando se secaba las manos en el coso que sale vientito... Faltaba poco para que termine la peli y me dieron ganas de lo segundo...

— ¿Pa, porque lloraste?
— No lloré...
— Sí. Vi la gotita...
— Ah, sí, eh... Cuando Luke lo miro a...

— ¿Te puso triste?
— No, hijo. Feliz, me puso feliz… Vamos que termina...

                                                                                ***

Luke volteó hacia su derecha y levantó la capucha de su túnica. Allí estaba Arturito. Firme, como los amigos que están en línea cuando tu mundo se derrumba. Procuré que Valentino no me viera, me tapé la cara pero no lo pude evitar. Fue como revivir un abrazo de Ortega Sánchez con Perazzo. Arturito no le regañó nada: Los años de ausencia, las distancias forzadas por la coyuntura galáctica, ni las contradicciones de la trama. ¡Claro! Además de ser un androide, es un amigo. 
Pude ver el centello en la expresión del segundo robot más entrañable de mi infancia (el primero es Mazinger Z) en la pantalla del Cinemark. Fue como un chisporroteo imperceptible en la luz de su proyector holográfico. La última vez que los vi juntos en una sala fue en 1983 en el ex cine Gran Lugano. Pasaron treinta y cuatro años, los mismos años que nuestro país conquistó la democracia. 
El domingo fui consciente que no estábamos viendo una película más. No eran los Minions, ni los Vengadores. Allí estábamos paralizados y atentos en nuestras butacas. Padre e hijo forjando nuestra historia. Una película en estado presente. Descubrí el trapicheo de mi percepción escena por escena. ¡Con lo que me cuesta armar un full!


                                                                                ***

Observaba a Kylo Ren, el hijo de Han Solo, malmirado por su performance en el episodio VII y repasé ¿cuántos años residí atravesado por el lado oscuro? ¿De la fuerza? ¡No!, de una pulsión hacia una melancolía que me inmovilizaba en el tiempo. Kylo Ren mató a Han Solo atravesándole su sable laser. Yo maté al hombre que fui. Kylo es un niño herido. Creció con odio y allí reside su aparente poderío. Quise abrazarlo. ¡Estuve tan lindante a su actitud! ¿Cómo no entenderlo? 
Me acomodé en mi asiento y deduje que hoy estoy más cerca del tío macanudo que empuja a su sobrino a tomar vino con soda, guiña un ojo y sonríe exponiendo todas sus caries, que del niño lacerado, que perpetúa un reclamo en una repartición desprovista de mesa de entradas. Los tíos macanudos, especie en extinción, son como jedis mundanos que se esfumaron con los vecinos que pedían hielo, los piropos y las canchas de paddle. A veces pienso que somos sobrinos huérfanos de tíos retirados de largas mesas y parloteos familiares que se apagaron poco a poco y se encienden en la luz del chat del flamante iPhone modelo guachoguaresneik.  

                                                                                ***

Salimos muy felices del cine. Valentino compuso al tun tun unas alocuciones de los más disparatadas mientras retornábamos a casa. Es muy gracioso escucharlo fantasear. Prefiere los personajes que no hablan, le gusta montar su propio guión y conjeturar que expresarían si el imaginara el argumento. A Valentino los coloquios de conflictos de poder le cansan, porque no los entiende. Como esa gente que no exige saber de buena tinta cómo está concebida la Coca Cola pero la saborea de todos modos. Valen se llevó los lentes negros. Simulando ser ciego, clavó una imitación de Yoda memorable. No sabía si retarlo por el robo o reírme por el acting.

                                                                               ***

Con la saga de Star Wars descubrí que el cine es genial para transportarse hasta otros universos. Lo mismo que lograron Jack London o Stevenson en el campo de la literatura. George Lucas, el hacedor de las guerras de las galaxias, trazó sus "veinte verdades" starwarianas. 
Luke, en el episodio VIII, aprovechó el cambio de conducción  y resolvió dejar de lado los dogmas. Se retiró a un templo Jedi emplazado en una isla en medio del océano. Una especie de puerta de hierro con vista al mar donde meditar, acertar con el sentido de la vida y esperar la muerte. Allí fue encontrado por Rey, una padawan con afán de redimir el tiempo perdido. Rey trató de convencerlo para que abandone la isla y vuelva al ruedo espadachín. Luke, en un arrojo de enajenación prendió fuego los libros sagrados. ¡Se pudrió el rancho! 

Mientras rasgueaba estas líneas recordé al Skywalker de "A New Hope", un granjero indeciso y considerado con su maestro Obi Wan tan disímil a este Luke, experimentado y decidido, que le reconoció a Yoda que en su puta vida leyó los libros de la Orden Jedi. Luke, en una alegoría maravillosa, pateó el tablero, desenvainó su espada laser para iluminar el pasado con la luz del presente y partió sin bombos y platillos. 

                                                                               ***

Por lo antes expuesto, en un arresto de monomanía, decidí cometer mi acto de indisciplina navideña e interferir la carta de mi hijo:

Estimado Papá Noel, creo que me he portado bien el último año. Usted dirá. 
Le solicito me consigne sólo una caja de fósforos y una cuota de audacia. Resolví cauterizar mis libros para poder asumir nuevas enseñanzas. Desaprender lo aprendido. Esquivar los agravios. Madurar hacia la infancia, como el título de las obras completas de Bruno Schulz. Mis libros reales no se asarán en la hoguera. Quédese tranquilo. Sólo arderán en la fogata las hojas residuales con mis cicatrices rancias para transmutar en una rosa de cobre. Es por ello, camarada Santa, y extendiendo el patrón del maestro Skywalker, espero que escuche mi recado y ansío acertar ésta medianoche con la cajita de fósforos y un fajo de bravura junto al árbol de Navidad. 
No sé qué más era… Ya sé que no existe, me lo dijo mi madre cuando estaba en tercer grado pero bueno... ver es creer, pero sentir es estar seguro.

                                                                            ***


— ¿Pa, me puedo poner los lentes?
— No, Valen. Te va a hacer mal a los ojos.
— ¿No se puede ver la calle 3D? — me dijo riéndose.
— No, no… Si, se puede – pensé.
— ¿Con los lentes?
— Con otros lentes. Son unos que se forman en el ojo.
— ¿Cómo?
— Claro, se desarrollan con los años. Cuando cumplas cuarenta vas a ver la vida en 3D.
— ¡Dale, Pa! Decime la verdad.
— La verdad es esa. A ver ¿Qué es ver en 3D?
— No sé, como en el cine, eso.
— Es cuando ves alto, ancho y profundidad — dije gesticulando con los brazos — Yo solo veía alto y ancho…
— ¿Y qué es la profundidad?
— La profundidad es… es ir como Luke hasta una isla, lejos de todo y descubrir cuál es tu misión en la vida.
— ¡Dale! ¿Eso es la profundidad?
— Sí, algo así. Esa experiencia te ayuda a ver en 3D sin los lentes.
— ¿Y vos, fuiste a una isla, pa?
—  Sí…
— ¡Ufa! Porque no me llevaste? ¡Qué malo!
— Estuve en un lugar, pero no como el de la peli. Cerré los ojos, así, concentrado y fui a una montaña… Me la imaginé…
— Cuidad… — alcanzó a decir Valen y me tropecé con una baldosa floja.
—  … y te vi a vos, me vi a mí y pensé: ¿cuánto hace que no miro una película…? Quiero decir que miro y pienso sólo en la película y... nada más.
— …
— La respuesta fue... Fue hace treinta y cuatro años.
— Pero pa, es un montón. ¡Con los minions te reíste!
— Sí, es verdad.
—  Yo cuando miro una peli... miro, como pochoclos, tomo coca...
— Por eso fui a esas montañas, para volver a mirar como a los nueve años.
—  No entiendo.

Paramos un taxi en Puerto Madero.

—  Buenas noches. Hasta San Juan y Entre Ríos, por favor.
—  Pa, no entendí – insistió Valen.
—  Cuando fui a esas montañas, sentí paz y entendí que para ver en 3D, primero tenía que vivir mucho, vivir cosas quiero decir. Llegar a los cuarenta, tranqui, y volver a mirar con los ojos del niño de nueve... que fui.

El taxista abrió los ojos y me miró por el espejo — ¿Tiene cambio, muchacho? — me preguntó con inquietud.

—  Sí, tengo — respondí
—  No entendí nada, pa. Te quedabas en los nueve y listo — comentó mi hijo y el taxista largó una carcajada — ¿tenés plata?, ¿me compras una coca? — pidió Valen mientras descendíamos del taxi y se calzaba sus lentes 3D.
— ¡Muchacho, muchacho!
— Si…
— ¿Ésta caja de fósforos es suya?


Tomé la caja, la observé dos segundos y le retribuí el gesto de gratitud con una guiñada de ojo al tiempo que le acomodaba la capucha a Valen. En ese instante, mientras el auto se retiraba, pensé que posiblemente los tíos macanudos no se extinguieron del todo. Ellos vagan por una galaxia cosmopolita montados en trineos albinegros con una proclama en su delantera que reza: Libre. Libre con letras blancas sobre un fondo rojo purpúreo.







20 de diciembre de 2022

OYENTES, EL CORAZON DE LA RADIO





 “Qué pequeña es la luz de los faros de quien sueña con la libertad”

Joaquín Sabina



Esta semana me preguntaban ¿Qué es hacer un programa de radio? ¿Qué es lo que se siente? ¿Cuál es la sensación?

En principio hacer un programa de radio es redimir el regocijo de la mesa larga con familiares que ya no están. Hacer un programa de radio trae el aroma a queso rallado que excedía un cubilete, el agua burbujeando y los ravioles que se sumergían y emergían con idéntico hervor. 

En la radio vivimos en tiempo presente porque mañana es sólo un adverbio de tiempo. Me siento privilegiado de haber encontrado en la radio a mis amigos, a Nene, a Dieguito Lizarazu, a Evangelina, a Gloria Alderete, al Chelo Hagen. Dicen los que saben que la amistad no se agradece, se corresponde. Espero estar a la altura.

Más allá de lo que suceda al aire los siento verdaderos amigos. — El aire es sagrado— me dijo Jorge Puccinelli, y ¡cuánta sabiduría en sus palabras! Al encenderse el cartel purpúreo de aire, se ilumina el estudio con la luz que alumbra ésta sangre de hoy. El aire del vivo es adrenalina, encantamiento, vértigo y magia.

 


Somos muy feliz al recibir los mensajes de Norma de San Carlos, Marisa y Fernando de Lobería, Paula y Cristian de Lugano y Maite de Balcarce. Mario, Lidia, Gloria, Gabriela, Vito, Vicente de la Feliz y Seba de España, entre otros. Muchísimos oyentes que encienden la radio y sintonizan el programa desde Capital Federal a Barcelona, desde Tres Arroyos a Benito Juárez, pasando por Pinamar y San Cayetano. Maite nos escribe desde la pampa serrana — queda corto el programa, quisiéramos escucharlos más tiempo — y nos encanta saberlo. Por privado me han preguntado acerca de la actualidad, los temas que colman los portales, los canales de televisión y los diarios. No puedo esquivar el bulto.

Durante muchos años cubrí como periodista parlamentario el Congreso de la Nación. Recorrí horas y horas por los pasadizos y recovecos del Palacio en el barrio de Balvanera. Calles donde pululan los cafés y la rosca como partículas en el viento. Me apasionaba mi trabajo de periodista, lo hacía con profesionalismo. Escribí cientos de crónicas sobre proyectos de ley, de resolución y pedidos de informes. Siempre a la búsqueda de los textos de dictámenes en mayoría y minoría reñidos en comisiones y sesiones maratónicas de hasta veinte horas de debate. De manera autómata me asomaba por el palco de prensa y advertía las fisonomías de los diputados y senadores de la Nación para conjeturar si habría o no quorum. A veces las maravillas de la vida se nos escapan por la cómoda trampa de la rutina. En esas locuciones incrustas no he topado jamás con soplos que emparden al espíritu de los oyentes de “Faltaba Más” en particular y de la radio en general.

 


Un síntoma de que te acercas a una crisis nerviosa es creer que tu trabajo es tremendamente importante. Cuando uno vive situaciones enmarañadas empieza a valorar las cosas simples y vitales. Una mañana entendí que la ansiedad no está acá, está en el futuro. En esas horas revelé que lo significativo no era mi trabajo, no eran el tratamiento de leyes ni el análisis de la letra chica. Lo cardinal era ver sonreír a Julián y comprendí que la paz comienza con una sonrisa.

La radio me dio mucho más de lo que puedo brindar y sobre todo los oyentes, el corazón de la radio, que nos escuchan con tanta atención. Pienso en Nene, productora de Faltaba más, curadora de canciones, madre del alma, compañera, quien me sostuvo cuando el vacío y la orfandad envolvieron mis días con un manto sombrío. Ella me sirvió un té de durazno, corrió las cortinas y como ritual de iniciación frotó la lámpara de su erudición y me dijo —Tenes que volver a la radio, es lo que te gusta. Tu vieja lo hubiese querido así —

Seleccionamos juntos canciones y moldeamos cada emisión, sección por sección. ¿Cómo venís con el programa? ¿Ya tenés las canciones? ¿Cómo venís con los textos? me pregunta Nene. Juntos creamos una redacción móvil en algún café de la ciudad para producir el mejor programa posible.

Durante dos horas con Nene (hoy cumple 83 años) y Dieguito Lizarazu no nos perdernos de las pequeñas alegrías de la vida mientras otros esperan la gran felicidad. Hacemos el programa por oyentes como Mariquita que con sus 93 abriles aprendió a tocar el piano y tiene mucho más para contarnos que todas las crónicas que podamos compartir cada domingo. 

La épica de una novela belicosa o un cuento enternecedor puede que tengan una ascendencia calificada pero cuando la historia es narrada con la humanidad conmovedora de la oralidad, cuando la historia está franqueada por la piel del intérprete siento que desmantela todo juicio, se queman todos los papeles de la académica pacata y guardiana de la “buena escritura”.

A veces me pregunto si ¿en la filiación de cada oyente con las historias, las reflexiones y la musicalización están reflejados sus anhelos? Aunque quede ridículo que lo diga, con simplicidad, uno siempre anda buscando los orígenes, su identidad. Les agradezco el infinito e incondicional acompañamiento de cada domingo. Más allá de la religión que cada uno pueda profesar quiero desearles felices fiestas. 

Hasta el año que viene. Recuerden que la poesía, se encarne donde se encarne, tiene que trabajar recuperando la alegría. Gracias!

 


8 de diciembre de 2022

PALABRAS QUE QUEMAN

 

1

Era muy difícil tropezar con un milagro en un lugar con tantas necesidades. A veces, el destino se ríe de las probabilidades. 

Después de varios años, dejé atrás los pasillos del Congreso, carpetas con dictámenes, borradores de proyectos de ley, pedidos de informe. Una mañana de febrero salí eyectado de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación. Cuando deserté del periodismo parlamentario sentí un gran alivio. Al salir por Riobamba, un revoltijo de discursos y tonadillas botaban en mi cabeza. Había concluido otra etapa.

 2

El volantazo me llevó a trabajar como asesor en los barrios de emergencia porteños. Luego me sumé al equipo de Arte en barrios donde se generában festivales, eventos, salidas, visitas guiadas y cine móvil como caballito de batalla.

Meses después, el gobierno nacional desembarcó con otro programa: El Estado en tu barrio. Con un compañero fuimos designados cómo el enlace de los referentes con el funcionarato. Un rol interesante que tenía como objetivo garantizar la paz social.

A ella la conocí en esos díasUna mujer guapa e inteligente. Disfrutaba de verla, conversar con ella y trabajar coordinados. En síntesis, todo salió muy bien. No hubo rebotes y eso era lo importante. Ambos programas tuvieron un cierre de año vitoreando el éxito de la gestión.

3

En pandemia dejé de verla. Solo sabía de ella por las redes sociales. Una tarde, en una de sus stories de Instagram, publicó una foto de un libro quemándose en un vertedero de Fraga, Chacarita. Reconocí la esquina y la portada. Era un ejemplar de «Adiós a las armas» de Ernest Hemingway. Reaccioné a su historia y ella me respondió — no lo leí —, y yo le escribí — te lo voy a regalar.

4

Luego de un año de aislamiento, se definió mi pase y cumplí con mi palabra. Conseguí un ejemplar de la novela del escritor y periodista estadounidense y le pregunté dónde podía ubicarla. Nos encontramos una tarde soleada en el comienzo de marzo. Me reencontré con mi primer trabajo en Capital. Como en los cuentos circulares regresé al lugar donde comenzó mi periplo. El mismo organismo donde me desempeñé como data entry de un censo de hoteles dónde se alojaban familias en situación de calle.

5

Al llegar me sorprendí por la ausencia de organizaciones sociales en la puerta principal ¿Dónde estaba el MOI, el movimiento de ocupante e inquilinos? ¿Dónde estaba el MTL, el movimiento territorial de liberación? 

Toqué el timbre y un empleado de seguridad me mostró el camino. La dependencia persistía inalterable. En una oficina del primer piso floreció ella con su pelo recogido por encima del rostro. Su belleza fue aparición, no apariencia. Recuerdo su vestido negro estampado con un cincelado de flores que bordeaba su figura. Ella se acercó. Yo, floté.

6

Ella me saludó con un abrazo cordial y sentí su aroma. Su perfume sigue siendo la forma más intensa de su recuerdo.

— Mucha suerte, Raly — me dijo mirándome a los ojos. 

— Gracias, tengo algo para vos —  le respondí.

Apoyé sobre la mesa una bolsa de regalos con un ejemplar del libro de Hemingway. 

7

A diferencia de los operativos, donde el trato era más formal, pude abordar la charla sabiendo que ya no nos vinculaba una relación laboral. 

Ella resultó ser muy leída. Allí estábamos sentados, uno al lado del otro, sin horarios y con los teléfonos muteados. Lo que a priori sería un encuentro de unos minutos prosperó en una tertulia de una hora y media. Paseamos por diferentes temas: escritores, poemas, canciones y la vocación de jugar en la trinchera.

8

Mientras el sol descendía por los techos del edifico de AySA se consumó nuestro encuentro. Ella tenía cosas que hacer y yo le agradecí por su tiempo. Me retribuyó — gracias por el libro — mientras yo había desplegado todo lo que tenía. Permanecer un rato más podría ser resbaladizo. Estaba a cinco minutos de enamorarme y mí espíritu ya se perfilaba con vista al mar. 

Al salir, llamé al teléfono rojo. 

— Estuve en Desarrollo. Fui a verla, le llevé el libro. Ya sabe de mí cambio de destino. Me felicitó. Estaba hermosa, divina, ¿yo? Nervioso pero muy feliz. 

Esa sería una de las últimas charlas con mí madre.

9

¿Cómo llegué hasta ahí?  Porque ella inmortalizó en una foto un libro que mutaba de la encuardenación a las cenizas. En esa hora y media me invitó a discurrir sobre Albert Camus, Cristina Peri Rossi e Idea Vilariño. Me envolvió en su candidez como esencia de poesía. ¿Lo hubiese vivido de no haber dejado atrás el saco y la corbata? Es contrafáctico. Solo sé que acerté en la gestión con una mujer encantadora que me cercó la manzana envuelta en pelos rizados.

10

Ella me estimuló a la lectura del autor de «El viejo y el mar» y me aproximó a su obra a través de una historia de Instagram. Pasaron dos años (según me notifica la aplicación) Ayer terminé de releer un capítulo de «Adiós a las armas» y me dormí pensando en ella. Entre sueños representé su sonrisa a caballo de la resolana del atardecer otoñal que asomó por la Callao del Sur. 

Al despertar, decidí escribir sobre nuestro encuentro. No quise perder su imagen que personificó la previa de un nuevo ciclo en mi vida. Necesitaba ponerle palabras para que la evocación no se desvaneciera como las cenizas de un libro, el mismo que se disipó en la combustión de un basural de Fraga, Chacarita. El mismo barrio donde muchos imprescindibles duermen el sueño de los justos.

 




- ¿Le da usted valor a la vida? -Sí. -Yo también. Porque es todo lo que poseo y mi mayor deseo es poder ir celebrando mis aniversarios.

Adiós a las Armas