1
Era muy
difícil tropezar con un milagro en un lugar con tantas necesidades. A veces, el
destino se ríe de las probabilidades.
Después
de varios años, dejé atrás los pasillos del Congreso, carpetas con dictámenes, borradores de proyectos de ley, pedidos de informe. Una mañana de febrero salí eyectado de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación. Cuando
deserté del periodismo parlamentario sentí un gran alivio. Al salir por Riobamba, un revoltijo de discursos y tonadillas botaban en mi cabeza. Había concluido otra etapa.
2
El volantazo me llevó a
trabajar como asesor en los barrios de emergencia porteños. Luego me sumé al equipo de Arte en barrios donde se generában festivales, eventos, salidas, visitas guiadas y cine
móvil como caballito de batalla.
Meses
después, el gobierno nacional desembarcó con otro programa: El Estado en tu barrio. Con un compañero fuimos designados cómo el enlace de los
referentes con el funcionarato. Un rol
interesante que tenía como objetivo garantizar la paz social.
A ella la conocí en esos días. Una
mujer guapa e inteligente. Disfrutaba de verla, conversar con ella y trabajar
coordinados. En síntesis, todo salió muy bien. No hubo rebotes y eso era lo importante.
Ambos programas tuvieron un cierre de año vitoreando el éxito de la gestión.
3
En
pandemia dejé de verla. Solo sabía de ella por las redes sociales. Una tarde,
en una de sus stories de Instagram, publicó una foto de un libro quemándose
en un vertedero de Fraga, Chacarita. Reconocí
la esquina y la portada. Era un ejemplar de «Adiós a las armas» de
Ernest Hemingway. Reaccioné a su historia y ella me respondió — no lo leí —, y
yo le escribí — te lo voy a regalar.
4
Luego de un
año de aislamiento, se definió mi pase y cumplí con mi palabra. Conseguí un ejemplar de la novela del escritor
y periodista estadounidense y le pregunté dónde podía ubicarla. Nos encontramos una tarde soleada en el comienzo de marzo. Me reencontré con mi primer trabajo en Capital. Como en los cuentos circulares regresé al lugar donde comenzó mi periplo. El
mismo organismo donde me desempeñé como data entry de un censo de hoteles dónde se alojaban familias en situación de calle.
5
Al llegar me sorprendí por la ausencia de organizaciones sociales en la puerta
principal ¿Dónde estaba el MOI, el
movimiento de ocupante e inquilinos? ¿Dónde estaba el MTL, el movimiento
territorial de liberación?
Toqué
el timbre y un empleado de seguridad me mostró el camino. La dependencia persistía inalterable. En una oficina del primer piso floreció ella con su pelo recogido por encima del rostro. Su belleza fue aparición, no apariencia. Recuerdo su vestido negro estampado con un cincelado de flores que bordeaba su figura. Ella se acercó. Yo,
floté.
6
Ella me
saludó con un abrazo cordial y sentí su aroma. Su perfume sigue siendo la forma más intensa de su recuerdo.
— Mucha suerte, Raly — me dijo mirándome a los ojos.
— Gracias, tengo algo
para vos — le respondí.
Apoyé sobre la mesa una bolsa de regalos con un ejemplar del libro de
Hemingway.
7
A
diferencia de los operativos, donde el trato era más formal, pude abordar la charla sabiendo
que ya no nos vinculaba una relación laboral.
Ella
resultó ser muy leída. Allí estábamos sentados, uno al lado del otro, sin horarios y con
los teléfonos muteados. Lo que
a priori sería un encuentro de unos minutos prosperó en una tertulia de una
hora y media. Paseamos por diferentes temas: escritores, poemas, canciones y la
vocación de jugar en la trinchera.
8
Mientras el sol descendía por los techos del edifico de AySA se consumó nuestro encuentro.
Ella tenía cosas que hacer y yo le agradecí por su tiempo. Me retribuyó — gracias por el
libro — mientras yo había desplegado todo lo que tenía. Permanecer un rato más podría ser resbaladizo. Estaba a cinco minutos de enamorarme y mí espíritu ya se perfilaba con vista al mar.
Al salir, llamé al teléfono rojo.
— Estuve en Desarrollo. Fui a verla, le llevé el libro. Ya sabe de mí cambio de destino. Me felicitó. Estaba hermosa, divina, ¿yo? Nervioso pero muy feliz.
Esa sería una de las últimas charlas con mí madre.
9
¿Cómo llegué hasta ahí? Porque ella inmortalizó en una foto un libro que mutaba de la encuardenación a las cenizas. En esa hora y media me invitó a discurrir sobre Albert Camus, Cristina Peri Rossi e Idea Vilariño. Me envolvió en su candidez como esencia de poesía. ¿Lo
hubiese vivido de no haber dejado atrás el saco y la corbata? Es
contrafáctico. Solo sé que acerté en la gestión con una mujer encantadora que me cercó la manzana envuelta en pelos rizados.
10
Ella me
estimuló a la lectura del autor de «El viejo y el mar» y me aproximó a su obra a
través de una historia de Instagram. Pasaron dos años (según me notifica la aplicación) Ayer terminé de releer un capítulo de «Adiós a las armas» y me dormí pensando en ella. Entre sueños representé su
sonrisa a caballo de la resolana del atardecer otoñal que asomó por la Callao del Sur.
Al despertar, decidí escribir sobre nuestro encuentro. No quise perder su imagen que personificó la previa de un nuevo ciclo en mi vida. Necesitaba
ponerle palabras para que la evocación no se desvaneciera como las cenizas de
un libro, el mismo que se disipó en la combustión de un basural de Fraga, Chacarita. El mismo barrio donde muchos imprescindibles duermen el sueño de los justos.
- ¿Le da usted valor a la vida? -Sí. -Yo también. Porque es todo lo que
poseo y mi mayor deseo es poder ir celebrando mis aniversarios.
Adiós a las Armas