Llegué
al locutorio, el 3G en la ciudad funciona cada vez peor. Pedí una computadora
para revisar el correo y salvo una, estaban todas ocupadas. Me ubiqué al lado
de dos adolescentes, tendrían entre quince y dieciséis años, y mientras abría
la página de yahoo, una de ellas dijo - Che Fla, esto no termina más, hace diez
minutos que está descargando el programa.
Pensé
“estas computadoras deben ser muy lentas, reviso los asuntos en los correos
recibidos y si tarda mucho me voy”, pero la voz de esa chica rebotó en mi
cabeza: ¡DIEZ MINUTOS!
Giré y
pude ver la impaciencia en sus rostros y mi necesidad de leer los mails quedó
en un segundo plano. Recordé algunas esperas que tuve en mi vida, las que me
contaron y las que leí. Una seguidilla de anécdotas resurgió en mi mente. Como
un tranvía descarrilado a toda velocidad me fui de las vías y llegué hasta
Fabio, el flaco Fabio y su relato recurrente: cómo desde la ratonera en
Malvinas esperaban alguna directiva de sus superiores, mientras escuchaban los
estallidos de bombas y el vuelo rasante de los aviones ingleses. Si bien estuvo
en las islas sesenta días, describía esos momentos como eternos.
Irrumpe
otro recuerdo: los ojos vidriosos de papá luego de la derrota de Italo Luder
ante Alfonsín. Esa noche escuché por primera vez que tuvieron que esperar
dieciocho años para volver a nombrar a Perón. Hasta acá creí que lo peor que
podía esperar era el 91 ramal Sarmiento.
El
mismo trip me condujo a la imagen de Luisito, que recién pudo conocer a su
viejo a los seis años. Esperaba ese día con tantas ansias y yo no podía
comprenderlo, creo que ninguno de los pibes de la cuadra entendía su
sentimiento. Luisito lo idealizaba, siempre nos decía "Va a ver que cuando
vuelva mi papá los va a caga a palo".
La
última vez que lo vieron por el barrio,
fue en los campeonatos Evita, de fines de los setenta. Pancho, como le decían,
era wing izquierdo, tenía una estilo muy personal. Una mezcla de loco Houseman
por la insolencia en su juego y el gringo Scotta por la pegada fornida.
Me
contó el tío Juanqui que la final del torneo se jugó en La Noria, atrás de las
piletas. Un partido chivo entre Las Achiras y Urquiza. Finalizó dos a dos.
Luego de un alargue enredado (con el público dentro de la cancha) llegaron los
penales. Pancho definió la serie picando la pelota por encima del arquero.
Francisco
finalmente volvió una tarde de Navidad. El mito, el hombre que se atrevió a
picar la pelota en una final ya no era aquel wing izquierdo. Era un tipo
desairado y de aspecto abandonado. Tenía rasgos duros, una mirada triste y
hostil, tierna por momentos y filosa por otros. Párpados caídos y una cicatriz
límpida le franqueaba el ojo. Apareció en un Dodge Polara. Nunca voy a olvidar
la cara de ese pibe de seis años; era todo felicidad.
Las dos
amigas sentadas junto a mi box finalmente lograron descargar el bendito
programa. La espera que fue motivo de tanto fastidio e impaciencia llegó a su
fin. Pensé: “ellas pueden instalar o desinstalar cuando quieran, en cambio en
la vida real no existe el CTRL+Z (Deshacer) y tampoco se puede resetear o
reiniciar siempre, hay momentos que cuando se pierden ya no vuelven más”.
Comprendí, en ese momento, la angustia de Favio por no recibir una directiva en
la ratonera y el desaliento de papá ante una derrota electoral. Pero sobre todo
recordé el Dodge Polara con Luisito y su papá, en esa Navidad tan esperada.
Ellos dos juntos otra vez. Quizás Pancho no sea el mejor ejemplo para un pibe,
quizás no debió picar la pelota sobrando al rival, quizás no debía irse un día
para no volver. El mito dice que jugo de wing y vivió en Sarmiento. No lo sé.
Lo que sí sé es que fue y será el mejor regalo para ese pibe.