Llegué
a la guardia de la Clínica sujetándome la cabeza con ambas manos, como si
pudiera contener el dolor dentro de mi mollera. Sentía que un relámpago se
había quedado atrapado entre mis sienes, fulgurando con cada latido de mi
corazón. Nunca había sentido nada igual.
Las
luces blancas del hospital lastimaban mis ojos. Apenas podía sostenerme en pie
cuando una enfermera me tomó del brazo y me guió a una camilla. "Quédese
tranquilo", me dijo, aunque la palabra "tranquilo" parecía
inalcanzable. Me acosté y cerré los ojos. No sé cuánto tiempo pasó, pero de
pronto, todo se volvió una sombra densa y húmeda.
Cuando
desperté, el mundo era otro. Los rostros a mi alrededor eran desconocidos y
borrosos. Un médico hablaba con tono pausado, como si cada palabra estuviera
calibrada para no quebrarme: "Tuviste un ACV. Logramos disolver el coágulo
a tiempo. Ahora estás en terapia intensiva."
El peso
de sus palabras cayó sobre mí con la lentitud de una piedra en el agua. No
podía mover el brazo izquierdo, ni la pierna. Las neuronas que murieron por
falta de oxígeno no fueron tantas, pero las suficientes para recordarme que ya
no era el mismo. El tiempo en la terapia fue un largo túnel sin relojes. Me
acostumbré a contar los días por la cantidad de veces que venían a cambiarme la
vía o a tomarme la presión. Pasé de la desesperación al miedo, del miedo a la
resignación y de la resignación a un leve atisbo de esperanza cuando los dedos
de mi mano izquierda respondieron, aunque torpes, a mi voluntad. El sábado me
dieron el alta, pero la ciudad no era la misma. Todo seguía en su lugar, pero
yo era otro. Un hombre con un cuerpo que debía reaprender, con un cerebro que
tartamudeaba en la memoria, con una sombra de dolor que venía y se iba sin
previo aviso.
Volver
al taller será el mayor desafío. ¿Cómo enseñar sobre palabras cuando las
palabras a veces se me escapan? Pero los alumnos me esperan, y la radio
también. Hoy volví a encender el micrófono, mi voz tembló. Sentí el peso de lo
perdido, pero también el alivio de lo recuperado. Había vuelto a nacer, aunque
esta vez con una cicatriz invisible que me recordaba la fragilidad de la
existencia. Pero también su milagro.