Encontrar
a un familiar, a la primera novia o a un amigo de la infancia en las redes
sociales, está lejos de ser una aventura. Es poca o nula la injerencia del
azar. Asoma una foto, un botón azul que dice aceptar y de manera mágica esa
imagen contesta y se logra un nuevo contacto. Así de simple. Así fue como
llegué a Orly. Me invitó a ser su amigo y lo acepté. Tres días después recibí
un mensaje privado. El flaco me pidió que pase por el barrio para tomar un
birra y hablar un rato. Dudé al principio, pero finalmente acepté y quedamos en
encontrarnos en el pool de Tahuhichi.
A
Orlando lo conozco desde siempre. Se crió conmigo. Hace muchos años que no
sabía nada de su vida. Mientras viajaba en el remis recordé el baby fútbol, los
carnavales en el barrio, las bombuchas, Interama y los discos de los Stones.
Jugábamos juntos en el mismo equipo en los campeonatos Evita. Atajaba el flaco,
¡cómo olvidarse de esos partidos! Al subir a la autopista 25 de Mayo, irrumpió
el paisaje de la cancha de Las Achiras, rodeada de casas precarias. En el
entretiempo, traían al banco unos bidones de agua tibia, tomábamos con ganas y
terminábamos todos descompuestos. Como en todo barrio, había rivalidad, sobre
todo entre Vicente López y Sarmiento. Etapa de las primeras novias y la
conmoción del primer cosquilleo cuando una chica te gustaba. Era difícil
admitirlo frente a los pibes. Era una muestra de debilidad. Había que
enamorarse de queruza. Cada uno tenía su técnica. En mi caso, no la encaraba. A
la mina que me gustaba, le tiraba con las bombuchas a errar o me quedaba
inmóvil cuando me tiraban a mí o buscaba pelea todo el tiempo para demostrar de
un modo poco ortodoxo algún interés.
Finalmente
llegué al barrio. Pagué el remis y fui directo al pool. Saludé a Tahuhichi.
Busqué en las mesas, miré hacia atrás y ahí estaba mi amigo de la infancia,
parado sólo. En el mostrador, frente a Orly, tres botellas de cerveza vacías,
un papel, el cenicero lleno de colillas y un porrón recién servido. Me acerqué
a él muy despacio.
-¡Qué
hacés Migue!, tanto tiempo, tantos años, ¿no?- balbuceó.
-
¡Flaco!, ¿Qué hacemos, papá? ¿y eso? – le dije mientras le daba un abrazo.
- Una
carta Miguel, una carta. Me animé a escribir ¿viste? A escribir lo que siento
por Euge, por Eugenia ¿te acordás de ella?
Lo miré
y con algo de lástima que no pude disimular, le pregunté -¿A Eugenia? ¿Para
qué? Hasta donde yo sé, está casada con el loco Julio ¿De qué hablas?
El
flaco me miró con desconsuelo y continuó - Estoy enamorado de ella y decidí
escribir esta carta. ¿Te leo o me vas criticar vos también?
Entendí
en ese instante, que era un tema recurrente cada vez que se escabiaba.
-¡Dale
Orly! -le dije. No seas injusto conmigo, hace una banda que no te veo. Cantame
la justa.
- Está
bien, vos me conoces de pibito. No te rias, por favor. Léela, son cinco
minutos, cabezón- culminó.
El
Flaco Orly nunca creyó que iba a llegar ese día. En términos futbolísticos,
diría que tiró la pelota para adelante durante mucho tiempo. Convengamos que no
es fácil confesar el amor a una mujer casada, sobre todo para él. La palabra
nunca fue su fuerte. Mucho menos al momento de expresar sus sentimientos. En
dos ocasiones se animó a escribirle a Eugenia. Una en su estadía en Madryn y
otra en su parada en Quequen. Pero aquellas cartas no llegaron a ser enviadas
por miedo a la respuesta. Resignación o aceptación, no lo sé. Era más
placentero para él extender una espera perpetua, pero su ilusión chocó con la
realidad y llegaba a un desenlace.
Yo
estaba ahí, parado al lado de Orly, frente al pool, donde pasamos grandes
momentos de nuestras vidas, sin entender muy bien qué hacía. ¿Por qué me había
llamado a mí? Pensé en pirarme. Encontrar una excusa para irme, pero resolví
quedarme. Esa tarde fresca y nublada de otoño, Orly dispuso confesar todo su
amor por esa mujer, en una carta. Yo percibí que para Orly, esa tarde, no era
un día más. Esa tarde, de alguna manera, comenzaba su duelo. He aquí un
extracto de la carta escrita por mi amigo:
“… te
preguntarás qué diferencia hay con las otras veces que te escribí. Hay una,
ésta vez sólo tengo que decirte gracias. Gracias por este amor. Con la llegada
de mi primera hija, recrudeció una sensación de plenitud que había perdido, que
había desaparecido en mí. Amarte me convirtió en mejor tipo. Sentirme enamorado
me motivó, me dio fuerzas en los malos momentos, me hizo levantar cuando
parecía caerme.
En la
película Forrest Gump, hay una escena donde el tipo relata todo lo lindo que le
tocó vivir y Jenny, su mujer, le dijo -ojala hubiera estado allí contigo- y
Forrest le contestó – estabas.
Siempre
estuviste en mis pensamientos, Euge. En Madryn, en Quequen. En las guardias de
la colimba, cuando murió mi viejo, cuando nació Lourdes. ¡Siempre! Me di cuenta
que es más cómodo vivir en mi mundo interior, donde todo es posible. Pero
siento que se terminó.
Tenía
que convencerme alguna vez y empecé a aceptar que tu aprecio no es
enamoramiento y tu cariño no es amor. Reconocer de una vez por todas que lo mío
es una obsesión, una utopía que transformó mis días grises y opacos en colores
y brillo. Perdón, pero tenía que escribirte. Acá quedo expuesto. Desnudo ante
vos, pero esta desnudez es mucho más sana que el ahogo. Una ilusión que
transcendió y que durante mucho tiempo quise tapar. Me hace mierda verte, no lo
tomes a mal. Prefiero que no me contestes y dejemos todo acá. Es la única
manera que tengo de comenzar a transitar este duelo, de lo contrario voy a
quedar preso de mis sentimientos y no voy a poder superar que nunca… jamás…
serás mi mujer. Te amo. Orly”
Mientras
me reponía de las palabras del flaco, de su carta escrita con el corazón en la
mano. Orly me pidió insistentemente que yo se la entregara a Eugenia. Él no se
iba a animar. Acepté. La agarré y la guardé en el bolsillo del pantalón. Caminé
dos cuadras. En el trayecto pasé por la casa de mis viejos. Me dijeron que está
muy cambiada, yo no quise mirar. Llegué al Pasaje Púan, toqué el timbre de la
casa de Euge pero no funcionaba. Golpeé la puerta dos veces y me atendió el loco
Julio. Se sorprendió por mi visita. Estiré mi mano y le dije
-
Julio, estoy de paso por el barrio y no quería dejar de saludarte. ¿Euge? ¿Y
los chicos?
-Todo
bieeenn- me respondió – ¿ vo´, bien? la Euge no está, amigo.
Al
mismo tiempo que se sacaba un escarbadientes de la boca y se rascaba su
prominente panza. Con mucho cuidado, para que no distinguiera mi verdadero
propósito, volví a guardar la carta con el sobre, que había sacado de mi
bolsillo. Me despedí y me encaminé hasta remisería. Subí al auto y mientras me
alejaba del barrio, vi una pintada en un paredón que decía: Villa Celina es
como la marihuana. Se planta y pega.
Pensé en Orly, en sus palabras, en la decisión de comenzar su
duelo, en el bardo del loco Julio y mientras buscaba la carta en mi pantalón me
dije a mí mismo - En el barrio, todavía hay lugar para los poetas.