Corría el verano de 1986, Jesús Rodríguez,
diputado nacional, Tito Pandolfi, un referente de la circunscripción 22,
tramitaban a través de la Secretaria de Deportes la posibilidad de viajar a la
Ciudad Feliz a muchos pibes de los clubes de la zona Sur.
Mar del
Plata era la meca para nosotros: el escenario de las copas de verano, los
partidos heroicos de Boca-River, la chilena del Enzo a Polonia, los Abuelos en
Latex, Sumo y Virus en el Rock in Bali. Sobre todo el mar. Llegar al mar.
Yo me preguntaba
como el agua se podía mover sin nada atrás, como un motor sin grupos
electrógenos y sin generadores de luz. Debo
confesarles que con la comitiva de clubes no alcanzamos el estadio
mundialista ni los boliches de Constitución. Llegamos a una especie de Sunny
Side. ¿Recuerdan esa guardería de Toy Story 3 donde todo parecía impecable? Eso
sí, mucha amabilidad en el recepción y después, la realidad.
El asilo Unzue fue
nuestro Sunny Side sin Loxon ni Bebote pero con la promesa de bañarnos en el
mar pero cuando arrolló la noche todo fue diferente.
Habíamos llegado al antiguo hogar para niños y
niñas pobres Asilo Saturnino Unzué. Tenía nueve años, ese verano cumpliría
los diez. Todo se ve deformado a esa edad.
Por las noches una celadora recorría por los
pabellones. Con una rama aporreaba las varillas de los caños de las camas
cuchetas. El mensaje era categórico: había que dormir. Recuerdo que la comida
era insuficiente. Al mar no lo veíamos ni en figuritas.
Junto a Pochelo de José Soldati y El Ismael de
Lomas de Lugano, solicitamos llamar a nuestras casas. Disqué 6225790 y ¡chau amigo!
¿Se acuerdan que el comisionado de Ciudad Gótica tenía
un teléfono rojo que era atendido directamente por Batman? Bueno, más
o menos fue así fue la cosa.
Cuando escuché la voz de papá me sentí el ruso
Siviski tirando una pared con Insua. Fue como jugar con el cinco. Aquella experiencia en el asilo Unzue estampó el
verano del 86. Empecé a apreciar las milanesas, las sábanas estiradas y el
Sandy de chocolate de postre.
Después de cuatro días de tormento retornamos a
Buenos Aires en tren. En Constitución salieron a nuestro encuentro los
familiares de los que pudimos volver.
Pasaron dos años. Que en la mirada de un pibe es
muchísimo. Llego el fatídico verano del 88, que tan bien retrata el escritor
Camilo Sánchez en su libro “La Feliz”, un verano que puso a la ciudad en la
palestra. Y así con ese sabor amargo terminaban los ochenta.
La paciencia y la oportunidad. Todo llega cuando
tiene que llegar.
LOS NOVENTA
Cuando promediaba la década del noventa retorné a
la ciudad después de los Juegos Panamericanos del 95. Fue Mar del Plata la que
me sumergió en la lectura, mientras canal 8 emitía “Botones y moños” y el canal
10 repetía la programación del 13 de Buenos Aires. Video Clubs, libros y
cartas. Y es acá donde quiero detenerme: las cartas, quizás “Relatos porteños
con vista al mar” nació en aquel 95 cuando de modo usual concurría a la
agencia de correo de Rawson y Sarmiento. Despachaba cartas donde relataba mi permanencia
marplatense: Los Redondos en Go!, Dolina en el Torres de Manantiales, las clases
de pintura en la Escuela de Artes Visuales Martin Malharro, donde conocí a tanta
gente talentosa y cálida en esos inviernos crudos a fuerza de pedal.
Escribir sin tanto Púan en el lomo me proveyó la
impunidad de los pibes que dibujan sin saber hacia dónde ir en el papel. Me
formé para dibujar reconociendo hacia dónde ir, conjeturando donde impresionar,
donde componer la tensión, el contraste y sin embargo mis ilustraciones eran deslucidas,
sin vida, sin tono.
LOS 2000
En la primavera de 2002 Seba Mulero, marplatense,
me propuso abrir una cuenta de Hotmail (yo tenía la de yahoo) para poder
chatear por el extinto Messenger y allí parloteábamos horas.
Seba ya residía en
Barcelona, ciudad que sería mi próxima estadía si no fuera por una posibilidad de laburo y la enfermedad de papá.
Permanecí impasible con el pasaporte en la mano y opté con la cabeza de burgués
mesurado y temeroso, la posibilidad de un trabajo ¿seguro?
Seba, desde Cataluña,
fue el faro para cifrar mis días post 2001 donde se quemaron los papeles
y con título en mano no conseguía hacer pie. Recuerdo que archivaba
en un diskette de 3 ½ “para Seba 14” y le reseñaba en no menos de tres o cuatro
carillas algunas anécdotas.
— Seba, la mina del bondi me pateo (6 carillas)
— Me separé de la mama de July.
— Contame un poco más — me decía por Messenger. ¡15
carillas!
Fui desarrollando un músculo que no se detuvo hasta
nuestros días.
Si bien se mira, llegue a Mar del Plata para
presentar mis libros. Libros de relatos, cuentos y ensayos, y alguna poesía,
sin embargo, debo revelar que en realidad fue una coartada para encontrarme con
tanta gente que quiero, los mismos de siempre y nuevos amigos que se suman a
este viaje.
Arribé a Mar del Plata después de 32 años y ya no demando
un cospel de Entel para llamar al 6225790 y reclamar que me vengan a buscar, a solicitar
un abrazo porque lo acerté en un encuentro literario.
Hallé en la escritura, el mejor abrazo al que puede
aspirar un artista. Hace más de una década archivé mis lápices, acuarelas y
pinceles. En la tarde previa a la presentación me reposé donde me gusta jugar. Esbocé estas
líneas, porque en cada párrafo todavía sigo jugando como en aquel verano de
1986, a pesar de Jesús Rodríguez, de Tito, del Unzue, a pesar de algunos
tropiezos. Es cierto, pasaron 32 años. Acá estamos. Demasiado jóvenes para
morir y demasiado viejos para el rocanrol. No es fácil ser joven, pero ser
adulto, tampoco. Yo, por lo pronto, hice un bollo con el plano... pero sigo
buscando el tesoro…