18 de febrero de 2016

MI FUENTE DE TREVI








El comentario de Dante Zavatarelli se apagó de golpe. Oí las voces de mis viejos con retumbos en el comedor. Los rostros de mis hermanas contorneados por el resplandor de unas velas encendidas, es el único registro visual que retengo de una noche de domingo donde los cortes de luz nos tenían a maltraer. Habían pasado sólo unos minutos del comienzo de "Todos los goles".

El apagón nos dejó expuestos. Yo me quedé callado, con las manos entrecruzadas sobre la mesa larga del comedor. Me gustaba estar ahí como espectador en las tertulias de los grandes. Observaba. Aprendía. Además era una manera elegante de enmascarar el temor que me asaltaba al momento de ir a la pieza solo.


De a poco se acercó la parentela. Familiares que se alojaban en casa por tiempo indeterminado gracias a la excesiva dadivosidad de papá. La charla de esa noche fue de gabinete extendido: mi abuela, comadres, compadres, tías y tíos. Chismes intrascendentes mechados en castellano con un guaraní aporteñado y operaciones de vesícula que centralizaron el temario de la velada hasta que se acabó el vino.


La tía Isabel se encargó del postre: una nutrida ensalada de fruta conservada en la pileta de lona con un bloque de hielo rolito que ofició de heladera. La abuela Gregoria primero y el tío Juanqui después, cerraron el orden del día evocando al abuelo Julián. Sus idas y venidas por las calles de Fox de Iguazú como vendedores ambulantes de santos y estampitas; personajes de Resistencia y Fernando de la Mora detonados por la cirrosis; desencuentros en Curuzú y viajes enmarañados con mercadería de santerías de dudosa procedencia, para colocar en Comodoro y generar una oportunidad de negocios atada con alambre. 
Historias chiquitas relatadas a lo grande. 
Yo quería ver los goles. Está claro. Sin embargo, tengo la sensación que esa noche nació mi afición por encontrarme con personas que tengan apetito de escuchar y sobre todo de saber contar.

Eduardo Galeano decía que iba por los estadios de fútbol rogando una jugada hechicera, una chilena, un sombrero. Coincido con el gran escritor uruguayo. Yo no pierdo las esperanzas de trastabillar en una charla o leyendo un relato con un quiebre de cintura bochinesco que me sorprenda. Hallarse con lo inesperado es mejor que esperar lo imposible.

La primera vez que sentí algo inesperado en un estadio de fútbol fue el gol de media cancha de Walter Perazzo al Argentinos Juniors de Borghi y Batista. El gol de Perazzo es la fuente de Trevi de mi niñez. Hasta el árbitro le dió la mano. 
Mi ídolo máximo de San Lorenzo me introdujo en la literatura en el campo de juego de Atlanta e ideó una poesía fantástica en el círculo central. Una historia personificada por la pelota consolidando en la red los puntos suspensivos de una prosa y clamor de la multitud azulgrana para concluir con una rima inmejorable en el arco de Vidallé.

Tuve la suerte de ir a la cancha ese domingo 15 de diciembre de 1985. La falta de luz de aquella noche de tertulia no me permitió apreciar el gol por televisión. No era necesario, lo había visto en vivo junto a mi viejo y leería el cronista como cada martes en El Gráfico. El recuerdo de todo hombre es su literatura privada.




Febrero´2016. La Revista El Gráfico dio su adiós impreso de crónica, goles y leyenda…




Boedo



Berazategui


2 de febrero de 2016

ALEKSEI DE OBERÁ


Mucho antes de la inauguración del barco flotante de Puerto Madero y el auge de los casinos de Capital Federal y el Gran Buenos Aires, Bernabé se encauzó a Retiro. Esperó hasta la aurora el primer micro a la costa y al llegar a la terminal de ómnibus de Mar del Plata no buscó un albergue donde reposar. Bajó por la calle Las Heras hasta el Casino Central, su destino final. A la zaga del edificio emblemático y majestuoso del Hotel Provincial moraba el mar como el efectivo regente de la ciudad, así y todo, Bernabé nunca se le animó, jamás pisó la arena.

Un cigarrillo suelto, una caja chica de fósforos Fragata y los billetes arremangados en la media de nylon era todo su bagaje. Prefería andar con lo puesto. Excesivo era el peso que cargaba cada día como albañil en un bolso henchido de herramientas.

Bernabé era un crack al momento de revocar y levantar paredes, pero al concluir su jornada laboral todo en su vida comparecía en falsa escuadra.

Viajaba a "la feliz" dos viernes por mes. Un sábado almorzaba un menú ejecutivo en el restaurant Montecatini y un domingo se ocultaba del guarda en el baño del vagón turista. Todo dependía de la jugada maestra. Bernabé acunaba una teoría: los números salidores.

 - Después de veinticuatro bolas tenés que apostar todos los números que salieron tres o más veces durante los primeros veinticuatro números anotados – le reveló a un grupo de parroquianos en la pizzería del Cholo.

Bernabé se plantaba en el mostrador, tenía su lugar. Si alguien conquistaba su banqueta esperaba hasta que se desocupe para pedir. Era cabulero de raza, como todo jugador.

 

En el verano de 1996 retornó a Oberá, allí coronó su peregrinaje. El misionero tenía una deuda pendiente: recuperar el tiempo perdido con sus hijos.

- El sábado anduvo Misiones por acá, se vino a despedir - dijo el Cholo entusiasmado -. Se tomó dos birras y le pintó el guaraní. Dijo una frase, no sé qué significa.

- ¡Vaya a saber, Cholo! Mientras no lo haya puteado - le dijo el Tata en joda, siempre con respeto y sin tutear a su tío.

- No sé, ahí la dejó escrita. Algo del ruido en la panza, qué sé yo. Viste que la pasó mal de pibito.

- Sí, algo me contó – aseveró el Tata, que solía hacerle compañía al Cholo cuando ya no quedaban clientes por atender.

- Me pidió una jarra de vidrio y preparó el tereré. No quiso tomar más cerveza, no quería viajar en pedo. Me cebó dos o tres. Estuve cagando finito varios días ¿vos sabés? – reconoció el hacedor de la mejor pizza a la piedra del barrio Santa Cecilia.

- ¡Ellos están acostumbrados! Nosotros nos clavamos tres birras y todo bien. ¡Con un tereré cagamos fuego! ¿En qué anda Misiones, Cholo?

- Se compró una parrilla en un remate. Se llama Mendieta, parece que es un lugar importante en Posadas. Eso sale mucha guita. No sé cómo hizo.

- Capaz que es posta, Cholo. La pegó en la ruleta por ahí. Vaya a saber. Siempre decía que su sueño era tener un restaurant, ¿no?

-Sí, es verdad. Esperemos que sí. ¿Sabés cómo la peleó este muchacho? Lo juno hace tantos años... Tu viejo lo conoció.

- ¿Mi viejo?

- Sí. Escuchame, vos que fuiste al colegio, fíjate qué carajo dice en la servilleta esa –dijo el Cholo.

El Tata aturdido leyó Tye Okororōrō, so o kangue tepe he* y le reveló a su tío que debajo del servilletero había cuatro tickets con acceso al palco vip para el partido de Independiente con Boca que jugaría Maradona. Carlitos Fren, amigo de Diego y asiduo a la pizzería, se emocionó por el gesto cuando se lo describieron.

 

Bernabé vivía en Paso del Rey, dejó a su familia en Misiones al cuidado de su hermana, conocía al Cholo de su época en Merlo cuando se vino a radicar a Buenos Aires. El albañil, que perdió a su mujer en el parto de su segundo hijo, jugó mano a mano con la rula, y antes que la postrema bola lo despoje del último centavo, arriesgó su futuro a un pleno. ¿Fue la ley de los números salidores? ¿Cómo saberlo? La esfera se detuvo en el número 24 y Bernabé resultó ganador. El viudo que fue padre y madre ganó una fortuna de un saque. Miró con complicidad al croupier y vislumbró que era su última jugada.

La pizzería del Cholo cerró hace unos años. Hoy es una rotisería donde la gente compra y se va. Turistas que marchan apremiados a cenar y sin sobremesa saltan al teatro, toman un helado de parado y siempre a las corridas para hacer todo y no deleitarse con nada.

Quienes pararon en la pizzería de la esquina de Sarmiento y Falucho a mediados de los noventa, a la inversa de estas épocas, encontraron allí no sólo un lugar donde comer y tomar. Estos peregrinos acertaron con un refugio, una palabra amiga, un abrigo en el crudo invierno marplatense. El misionero no fue un comensal más, era como de la familia.

En temporada circulan personajes de todo abolengo por la ciudad, paseantes que esperan acuciosos su pedido, adolescentes pendientes de su teléfono celular hechizados por el whatsapp y otros que aún encuentran un atractivo en el juego y aciertan en las máquinas de monedas una válvula de escape para acallar la desazón o simplemente salvar los gastos de vacacionar dos semanas. Sin embargo, ya no se ven trotamundos con el talante de Bernabé, ellos eran únicos en su clase; viajantes sin equipaje que marchaban por la vieja terminal de ómnibus de Mar del Plata con un único objetivo: timbear.

El hombre de la tierra colorada que confió su destino y sus sueños en la mano de un croupier tenía aprensión al fantasma de su niñez, a saber: tener que pedir limosna en la calle para comprar comida. El hombre que sólo tuvo ojos para su difunta mujer se cercioró el plato de comida diario y un negocio rentable para sus dos hijos.

“Sí, basta sólo con ser prudente y perseverante, aunque sea sólo una vez en la vida... y eso es todo. Basta sólo con mantenerse firme una sola vez en la vida y en una hora puedo cambiar todo mi destino” rumiaba Aleksei, el protagonista de la novela “El Jugador” de Dostoyevski. Bernabé había sobrellevado la pérdida de su Polina y sabía como el Dante que no hay mayor dolor que recordar los tiempos felices desde la miseria.





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