Mucho antes de
la inauguración del barco flotante de Puerto Madero y el auge de los casinos de
Capital Federal y el Gran Buenos Aires, Bernabé se encauzó a Retiro. Esperó
hasta la aurora el primer micro a la costa y al llegar a la terminal de ómnibus
de Mar del Plata no buscó un albergue donde reposar. Bajó por la calle Las
Heras hasta el Casino Central, su destino final. A la zaga del edificio
emblemático y majestuoso del Hotel Provincial moraba el mar como el efectivo
regente de la ciudad, así y todo, Bernabé nunca se le animó, jamás pisó la
arena.
Un cigarrillo
suelto, una caja chica de fósforos Fragata y los billetes arremangados en la
media de nylon era todo su bagaje. Prefería andar con lo puesto. Excesivo era
el peso que cargaba cada día como albañil en un bolso henchido de herramientas.
Bernabé era un
crack al momento de revocar y levantar paredes, pero al concluir su jornada
laboral todo en su vida comparecía en falsa escuadra.
Viajaba a
"la feliz" dos viernes por mes. Un sábado almorzaba un menú ejecutivo
en el restaurant Montecatini y un domingo se ocultaba del guarda en el baño del
vagón turista. Todo dependía de la jugada maestra. Bernabé acunaba una teoría:
los números salidores.
- Después de veinticuatro bolas tenés que
apostar todos los números que salieron tres o más veces durante los primeros
veinticuatro números anotados – le reveló a un grupo de parroquianos en la
pizzería del Cholo.
Bernabé se
plantaba en el mostrador, tenía su lugar. Si alguien conquistaba su banqueta
esperaba hasta que se desocupe para pedir. Era cabulero de raza, como todo
jugador.
En el verano de
1996 retornó a Oberá, allí coronó su peregrinaje. El misionero tenía una deuda
pendiente: recuperar el tiempo perdido con sus hijos.
- El sábado
anduvo Misiones por acá, se vino a despedir - dijo el Cholo entusiasmado -. Se
tomó dos birras y le pintó el guaraní. Dijo una frase, no sé qué significa.
- ¡Vaya a saber,
Cholo! Mientras no lo haya puteado - le dijo el Tata en joda, siempre con
respeto y sin tutear a su tío.
- No sé, ahí la
dejó escrita. Algo del ruido en la panza, qué sé yo. Viste que la pasó mal de
pibito.
- Sí, algo me
contó – aseveró el Tata, que solía hacerle compañía al Cholo cuando ya no
quedaban clientes por atender.
- Me pidió una
jarra de vidrio y preparó el tereré. No quiso tomar más cerveza, no quería
viajar en pedo. Me cebó dos o tres. Estuve cagando finito varios días ¿vos
sabés? – reconoció el hacedor de la mejor pizza a la piedra del barrio Santa
Cecilia.
- ¡Ellos están
acostumbrados! Nosotros nos clavamos tres birras y todo bien. ¡Con un tereré cagamos
fuego! ¿En qué anda Misiones, Cholo?
- Se compró una
parrilla en un remate. Se llama Mendieta, parece que es un lugar importante en
Posadas. Eso sale mucha guita. No sé cómo hizo.
- Capaz que es
posta, Cholo. La pegó en la ruleta por ahí. Vaya a saber. Siempre decía que su
sueño era tener un restaurant, ¿no?
-Sí, es verdad.
Esperemos que sí. ¿Sabés cómo la peleó este muchacho? Lo juno hace tantos
años... Tu viejo lo conoció.
- ¿Mi viejo?
- Sí. Escuchame,
vos que fuiste al colegio, fíjate qué carajo dice en la servilleta esa –dijo el
Cholo.
El Tata aturdido
leyó Tye Okororōrō, so o kangue tepe he* y le reveló a su tío que debajo del
servilletero había cuatro tickets con acceso al palco vip para el partido de
Independiente con Boca que jugaría Maradona. Carlitos Fren, amigo de Diego y
asiduo a la pizzería, se emocionó por el gesto cuando se lo describieron.
Bernabé vivía en
Paso del Rey, dejó a su familia en Misiones al cuidado de su hermana, conocía
al Cholo de su época en Merlo cuando se vino a radicar a Buenos Aires. El
albañil, que perdió a su mujer en el parto de su segundo hijo, jugó mano a mano
con la rula, y antes que la postrema bola lo despoje del último centavo,
arriesgó su futuro a un pleno. ¿Fue la ley de los números salidores? ¿Cómo
saberlo? La esfera se detuvo en el número 24 y Bernabé resultó ganador. El
viudo que fue padre y madre ganó una fortuna de un saque. Miró con complicidad
al croupier y vislumbró que era su última jugada.
La pizzería del
Cholo cerró hace unos años. Hoy es una rotisería donde la gente compra y se va.
Turistas que marchan apremiados a cenar y sin sobremesa saltan al teatro, toman
un helado de parado y siempre a las corridas para hacer todo y no deleitarse
con nada.
Quienes pararon
en la pizzería de la esquina de Sarmiento y Falucho a mediados de los noventa,
a la inversa de estas épocas, encontraron allí no sólo un lugar donde comer y
tomar. Estos peregrinos acertaron con un refugio, una palabra amiga, un abrigo
en el crudo invierno marplatense. El misionero no fue un comensal más, era como
de la familia.
En temporada
circulan personajes de todo abolengo por la ciudad, paseantes que esperan
acuciosos su pedido, adolescentes pendientes de su teléfono celular hechizados
por el whatsapp y otros que aún encuentran un atractivo en el juego y aciertan
en las máquinas de monedas una válvula de escape para acallar la desazón o
simplemente salvar los gastos de vacacionar dos semanas. Sin embargo, ya no se
ven trotamundos con el talante de Bernabé, ellos eran únicos en su clase; viajantes
sin equipaje que marchaban por la vieja terminal de ómnibus de Mar del Plata
con un único objetivo: timbear.
El hombre de la
tierra colorada que confió su destino y sus sueños en la mano de un croupier
tenía aprensión al fantasma de su niñez, a saber: tener que pedir limosna en la
calle para comprar comida. El hombre que sólo tuvo ojos para su difunta mujer
se cercioró el plato de comida diario y un negocio rentable para sus dos hijos.
“Sí, basta sólo
con ser prudente y perseverante, aunque sea sólo una vez en la vida... y eso es
todo. Basta sólo con mantenerse firme una sola vez en la vida y en una hora
puedo cambiar todo mi destino” rumiaba Aleksei, el protagonista de la novela
“El Jugador” de Dostoyevski. Bernabé había sobrellevado la pérdida de su Polina
y sabía como el Dante que no hay mayor dolor que recordar los tiempos felices
desde la miseria.