Hoy, el
reloj marcaba las once y cuarenta y cinco de la noche. Mi cumpleaños número
cuarenta y nueve había llegado a su fin, y me encontraba sentado en la pequeña
mesa del comedor, rodeado por la calma de una casa que, como siempre, respiraba
en silencio al final del día. La jornada había sido normal. Un desayuno común,
algunas llamadas de amigos y familiares, y una que otra sonrisa forzada,
porque, si soy sincero, desde la muerte de mamá ya había dejado de esperar
grandes sorpresas para mis cumpleaños. Ya no era un niño, ni siquiera un joven;
me conformaba con la tranquilidad, con la paz que me ofrecía la rutina.
Mi
hijo, Julián, un adolescente de dieciséis años, había sido el primero en
desearme un feliz cumpleaños por la mañana sin mucha emoción, como es usual en
su edad. Lo entendía. Los adolescentes son así, siempre ocupados en sus propios
mundos para interesarse demasiado en las celebraciones de los adultos. Cuando
la tarde avanzó y el sol comenzó a apagarse, me di por satisfecho con las
llamadas y los mensajes que había recibido. Ya estaba acostumbrado a que las
grandes festividades quedaran atrás en mi vida.
Al acercarse la medianoche, decidí que era hora de apagar las pantallas y las velas de una torta que preparé. En realidad, un bizcochuelo sencillo, que de alguna forma había sido el símbolo de mi día. Y lo soplé, más por costumbre que por emoción sin agotar el crédito de los tres deseos, estaba con mi hijo y era suficiente. Pero en ese mismo instante, algo en mi teléfono me llamó la atención. Era una notificación de Instagram. No era común que Julián me etiquetara en sus publicaciones, menos aún en un día como este. Me tomé un segundo, lo suficiente para preguntarme si era algo importante, o si solo había subido algo con los amigos como de costumbre. Abrí la aplicación con curiosidad, sin grandes expectativas. Entonces vi su mensaje, escrito en una frase simple pero tan llena de significado:
"Feliz cumple, Pa. Te amo."
Con esta frase más que valorar al hijo adolescente que escribe y postea, fue como si el chico ingiriera una pócima mágica, un gualicho divino para redimir por un segundo al niño que perdura vivaz como un huésped en su alma.
La
frase estaba acompañada de tres fotos. La primera, abrazado a mí mientras le
enseñaba a montar una bicicleta con rueditas. La segunda, después de un acto
del colegio donde personificó a Shreik, con su cara llena de carcajadas y yo,
un poco más joven, riendo también a su lado. Y la tercera, el primer día de
segundo año. La imagen era casi un reflejo de la distancia que había ido
creciendo entre nosotros, una distancia silenciosa pero palpable.
Mis ojos se empañaron un poco al ver esas fotos. No fue por nostalgia, ni por la emoción de ver el amor que había recibido, sino por algo más profundo. En ese instante, sentí que, aunque no siempre lo dijera, Julián me había dado el regalo más grande que podría esperar: el reconocimiento, el afecto, sin necesidad de palabras grandilocuentes ni gestos exagerados. En ese mensaje, en esas fotos, estaba todo lo que había necesitado en el día de mi cumpleaños.
Por un
segundo, sentí un nudo en la garganta. Lo miré a él, que estaba en su
habitación, con su música puesta a todo volumen, ajeno a la sorpresa que me
había dejado en la pantalla de mi teléfono. Me levanté de la mesa y caminé
hacia su puerta, pero me detuve en el umbral, sin saber si debía interrumpirlo
o si era mejor dejarlo tranquilo.
De
nuevo, miré el mensaje, y entonces comprendí. No necesitaba hacer nada más. El
simple hecho de que él hubiera tomado un momento de su día para pensar en mí, buscar
fotos para compartir ese pequeño pero significativo gesto, era suficiente. Incluso
en lo familiar puede haber sorpresa y asombro.
Regresé
a la mesa, encendí las velas una vez más, y con todas mis fuerzas, soplé con el
corazón lleno de algo que no había sentido en años: gratitud. Si, gratitud, eso
sentí. Tarareé manso como un secreteo una canción de la Velvet Underground: “sometimes i feel so happy, sometimes I feel
so sad”
No
importaba que el día estuviera por terminar. No afectaba que el reloj marcara
las doce. Ese mensaje, esa pequeña muestra de amor, era todo lo que necesitaba
para cerrar el ciclo de mi cumpleaños. Julián, sin saberlo, me había dado el
mejor regalo de todos: un recordatorio de que no importan los años ni las
distancias, porque siempre, en algún rincón de su corazón, él me llevaba
consigo.
Y, al
soplar las velas por tercera vez, sentí que no era solo un cumpleaños más. Fue
el cumpleaños en el que comprendí, finalmente, que la vida, aunque a veces se
nos olvide, está llena de pequeños regalos, y que, tal vez, los más grandes son
los que no necesitamos pedir.