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28 de febrero de 2022

LAS CARTAS QUE NO TE DIJE (I)




Los posteos desfilan, se adelgazan como las huellas de las gaviotas en las playas. La reclusión nos transportó en sincronía a indagar en baúles y pliegos, en sumas restas cartas que jamás enviamos, manuscritos, letras perpetuadas en borradores con espiral y hojas desenterradas de su umbral.

Esta aventura tiene delicias y tristezas.

Cuando el canal era un río, cuando el estanque era el mar escribíamos en diarios. Finalicé una historia. Mi tercer libro, será novela...


14 de junio de 2021

TUYO SIEMPRE

 






CAPITULO XIII

ÚLTIMA SESIÓN

 


— ¿Vos crees que terminé el duelo de Vera?

— El duelo es derrotar un fantasma para crear un recuerdo. —  me dijo Renato con una inflexión de despedida.

— Entonces, el duelo es el olvido.

— Al contrario, es sacarse de encima una presencia torturante para tener un recuerdo que cada tanto te sacará una sonrisa, un “menos mal que me fui de ahí”


Vera se había atornillado en mis entrañas como un virus, lo supe en el primer beso. Fue mi matadero y mi cruz. La advertencia de toxic alert arrolló la pantalla, pero no me importó.

Siempre hay una vacuna, una sesión o un párrafo para encapsular el ramalazo. Y si nada de todo esto es suficiente emprendo mi camino hacia la costa; el mar es un antiguo lenguaje que ya no alcanzo a descifrar.

Durante seis meses me enamoré de cómo era yo cuando estaba con ella. Hay amores que emergen sólo para fundar el hecho poético, otras veces hay pasiones que son sólo la purga de un alma eclipsada por un berrinche.

Con el boom de las redes sociales hubo una purificación de berretines sin zanjar que tuvieron una oportunidad. Fue peor el remedio que la enfermedad, lo único que trajo el acercamiento virtual fue revalidar que si la distancia persistió durante años, fue por algo. Ella no me nombraba, me decía "compañero" ¡Qué importante hubiese sido que me dijera por mi nombre! Ahora que lo pienso lo agradezco porque hubiese sido más espinosa la gesta del olvido.

Pensaba mantenerme abstemio pero sin ayuda fue imposible, en un momento de angustia concebí que la única solución fuera morirme. En el grupo de alcohólicos anónimos de la Iglesia de San Expedito conocí a Estela. Ella fue mucho más que una líder de grupo. Me entendía, había pasado por el mismo infierno. Me hizo comprender que el alcoholismo era una enfermedad. "Te seca el alma, Maurito"


¿A QUÉ HORA EMPEZÓ LA DESGRACIA II?

La primera vez que probé vino fue al lado de papá. A los diez años era el mejor lugar que se podía estar. Ahora que lo pienso no hubo una silla más preciada.

— Tomá, tomá un poquito.

— Pa, ¿Qué va a decir mami?

—  Nada, hoy no va a decir nada. Es un secreto entre vos y yo. Un chorrito nomás. Métele más soda. Es por hoy nomás.

El Termidor rebajado con soda no estaba nada mal. Ese miércoles “Grandes valores del Tango” salió grabado. Soldán leyó un discurso apenado. Cenamos en silencio. Nadie habló. Yo no quería hablar. ¡A ver si todavía se daban cuenta que había tomado vino! Mamá no lo sabía, papá sí. Era nuestro secreto.

Mi viejo me convido a participar en su dolor de alguna manera. Había fallecido Jorge Falcón. Era como velar a un familiar que jamás vimos mientras comíamos albóndigas con fideos de moño. Más de tres décadas para deducir ese gesto. Lo que daría por un vasito de vino más con él. ¡Lo que daría!

Una tarde de febrero, fuimos con papá a autorizar unas órdenes para sus remedios: el Lotrial, (“el Gran Lotrial”, parece un teatro de alguna localidad bonaerense) el Enarapril, cada vez que lo nombro canturreo… enarapril el ritmo tibio... de mi chiquito... y otros medicamentos más que ahora no recuerdo. A mi viejo ya le habían amputado una pierna, estaba embromado.

 — Vamos caminando — me dijo papá parado sobre sus muletas.

— ¿Te parece, pa?

— Sí. Vamos caminando.

La temperatura era asfixiante. Nos metimos en la pizzería “La Continental” de Belgrano y Entrerrios. Papá transpiraba como testigo falso. No podía tomar más, era una orden de su médico. Si lo dejabas se clavaba tres botellas de cerveza por día.

Pedimos la carta, se acomodó en su silla. Recuerdo que tenía los lentes de aumento empañados.

— Pa, tenes los lentes sucios. Los voy a lavar con jabón líquido.

—  ¿Dónde?

— Ahí en el baño. Quedan bárbaros como con el detergente…

 

Mi viejo atinó a sacarse los lentes. Lo hizo en cámara lenta.

— Ya vuelvo. Pedime tres empanadas de carne y algo para tomar – le dije. 

Sus ojos cansados detrás de los vidrios velados buscaban una aprobación. Me sentí poderoso en esa situación. Tenía que definir que íbamos a tomar mientras una pantalla transmitía un partido de la Bundesliga y afuera hacia treinta y cinco grados de sensación térmica.

Lo llamé al mozo, miré a mi papá desarmado, sin el poder de Grayskull de un colorado corto en sus manos. El mismo que sufrió la ida de mi vieja el mismo año de la muerte de su madre.

— Un vino tinto, agua con gas y mucho hielo — dije al tiempo que papá recuperaba el talante. Fue la última vez que tomamos juntos. Dos meses, veinte tres días y un par de horas después, se murió.

Gusti dice que el vino siembra poesía en los corazones. Yo no encontré menciones ni rimas con el Lotrial o el Enalapril en ninguna poesía. ¡Esas pastillas! Había un horario para tomarlas. ¿Cómo voy a poner una alarma para tomar un Malbec? Todavía no termino de tragar el caramelo de su ausencia. 

A veces la muerte libera, sobretodo del sufrimiento. Cuando uno sufre tanto le pide a Dios si cree y a Dios también si no cree que la parca llegue. Como algo que comparece para cortar las amarras del dolor. ¿Qué se nos pasará por la cabeza cuando nos llegué a nosotros?  ¿Seremos conscientes el día de la entrega final?

— ¿Qué es el alcohol? —  pregunté en el grupo de Estela.

— El infierno, es la soledad. El infierno no es el fuego, eh. Es el hielo absoluto. No hay abrazos ni nada que te contenga.


CUADERNOS

Culminé el tratamiento psicoanalítico por mi propia voluntad, decidí pasar en limpio mis cuadernos. No por una cuestión de libre albedrío, fue un acto de supervivencia ¡Cuántas anotaciones manchadas! La señal del estado en que he escrito. Hojas plomizas, ambarinas y trazos de tinta alimonadas, dan cuenta de una caligrafía imprecisa escoltada por una medida de whisky, un porrón o una copa de vino soldada a las libretas. Un día salí del filón. "Soltate. Sos demasiado amor para tanta ausencia", me decía el Gusti.

Algún día dejé de tomar en un vaso de vidrio. Un día dejé de pensar en el alcohol y meterme en problemas. Comencé a trabajar en la redacción de avisos publicitarios y erradiqué de mis pensamientos los hoyuelos de Vera. Un día recibí una foto de Amparo embarazada y circundada por un altozano de nieve en la Plaza Mayor. Algún día fue el día que jugué por última vez a la escondida, pero en ese momento no lo sabía. Así, con muchas cosas. Somos los que se van. La numerosa nube que se deshace en el poniente es nuestra imagen. Somos nube, mar, olvido. Somos también aquello que hemos perdido.



FIN

4 de diciembre de 2020

UNA VERDAD EN CASTELLANO

 




CAPITULO XII


Mucho antes de rodearme de lo mas sórdido del conurbano profundo fui un pibe que sucumbió en la mudez de la pubertad. Sentí que una forma de la muerte se revelaba ante mi y abofeteaba a un chico indefenso. 


COLORES VERDADEROS

Luego de la partida Amparo, la reclusión me transportó a indagar en baúles y pliegos, en sumas restas cartas que jamás envié, manuscritos, letras perpetuadas en borradores con espiral y hojas desenterradas de su umbral. Una aventura que tiene delicias y tristezas. Cuando el canal era un río, cuando el estanque era el mar escribía en diarios.

— ¿Juega Maurito? 

— ¿Quién era Luis?

— El Gusti,…

— ¿Qué le dijiste?

— Que tenías tarea, Ra.

—Gracias Luisito…

Así pasaban las tardes de verano. Retirado. Prendido a los lápices y las historietas. La calle aún era una amenaza. A la pelota jugaba solo en el patio. Ensayaba con la pierna izquierda una y otra vez sobre una mancha de humedad. Después del diluvio del 85 perdí la referencia de esa marca. ¿Será por eso que hice pocos goles de zurda?

Mientras el jarrito de aluminio avivaba la leche y los perros ladraban al caballo del vendedor de pan casero, leía y dibujaba. No hacia otra cosa. Eran los ochenta. Mi única salida: comprar velas. Velas, jugo y pan. El sábado cambiaba por velas, coca y pan.

Vivíamos sin luz. Los cortes de energía eran parte del paisaje. Después supe que el gobierno decidió programar los cortes. Y con ellos, la vida se transformó definitivamente. Cuando retornaba la luz oía en el noticioso: Central Hidro eléctrica de Embalse Río lll, Central Nuclear de Atucha. Incendio en la red de distribución de El Chocón. Atucha, El Chocón ¿Qué es eso? ¡Cuántos personajes hermosos para dibujar! ¡Atuchaman vs el Chocón de acero!

Aquellos días y noches sin luz propiciaron las horas de ocio. Leía todo lo que llegaba a mis manos. Yo no arranqué con Rayuela. No fui un lector plus ultra. Leía como quien cirujea en la cultura.

Cuando yo era chico, aplaudía y entraba a las casas.

— Permiso, Don Francisco.

— Pasá Maurito, pasá.

Don Francisco tenía historietas. Yo estaba fascinado con un pilón que empleaba para disimular una abertura sin revocar. Me acuerdo de “Super Lopez”, “Felix el gato”, “Casper”, “Meteoro”, “Daniel el travieso”, “El super Ratón”, “Magoo”, “Periquita”, “El oso Yogui” y “Huckleberry hound”. “La pequeña Lulu”, “Benito Boniato”, “El hombre bionico”, “Din Dan”, “Pepe Gotera y Otilio”, “Copito” y “Archie”. Leía una por día.

De pibe me gustaba hablar con la gente grande. Creo que al pibe que fui le gustaría hablar conmigo. Porque yo ya soy gente grande. 

Tenía una admiración secreta por las personas que sabían hablar. ¿De dónde sacaban tantas palabras? ¿Cómo se hace para hilvanar un pensamiento con otro sin caer en el vacío? Leyendo — diría Don Francisco — leyendo todos los días.

Una tarde emprendí la aventura de dibujar mis propios personajes. Ideaba un universo. Era vivir en una especie de matrix. Me conectaba e iniciaba el viaje hacia el primer boceto.

Rafeaba dibujos sin ton ni son que brotaban uno tras otro. Primero una escena, un globo y un texto escueto. En realidad un argumento forzado para justificar la posición de los personajes que me habían salido. Todavía no había incorporado la idea de perspectiva y el escorzo. Los dibujos estaban empotrados en el papel. Esos párrafos se amoldaban a mis primeras ilustraciones. Cuando el dibujo me convencía lo pasaba en limpio y luego lo coloreaba. Era el momento del regocijo. Colorear un dibujo propio era como el “sí” de la chica que me gustaba.

Un profesor de la Escuela Superior de Artes Visuales Martín Malharro numeraba que un diseño gráfico funciona si puede prescindir del color. ¿Acaso nuestra existencia es un diseño que relega el color para funcionar?

Recuerdo que dibujaba imbuido más en los dibujos animados que en las historietas. Un bugs bunny con un brazo de metal. Combinaba a Mazinger con Tom y Jerry. Meteoro con Antifaz. La cabeza no tenía límites. Faltaba técnica pero sobraba corazón.

Todos los dibujos eran goles al ángulo para mi papá. El coleccionaba las hojas Rivadavia en su carterita de cuero. En su velatorio me enteré por Mario, su compañero de trabajo, que exponía los dibujos en el horario del almuerzo.

— ¿Qué decía Mario, decía algo? — le pregunté para llenarme de sus palabras y montar sobre escombros una historia que me sirva para no hundirme en el fango.

—No, no. Los mostraba nada más… Con una alegría que no le entraba en el pecho. Este hombre — dijo Mario sin perder de vista el ataúd — te quiso un montón, pibe.

Del test vocacional, se desprendió que debía estudiar en un secundario con orientación plástica. Años después, en la Malharro regrese a los lápices, a la tinta, a las historietas. Durante cinco años estudié ilustración y diseño gráfico. Retrocedí al placer de hacer y fundirme en el tiempo presente.

¡Qué necesarias fueran las devoluciones de los docentes para avanzar! En paralelo asistí a talleres como el de Ariel Olivetti, que señaló algo bueno sobre mi trazo. En la jornada “Haceme un dibujito” conocí a Carlos Nine, un monstruo de la acuarela, la ambigüedad y la exageración. En ese marco, descubrí los cursos de ilustración de Enrique Breccia, un talento increíble.

Breccia fue una verdadera revelación. Nos enseñó una técnica mágica: El uso del enmascarador. Enrique bocetaba en lápiz. Luego, con su plumín entintaba con ese líquido acuoso. Tomaba los pinceles, las tintas y procedía a pintar, a diferencia del maestro Nine que empleaba acuarela; Enrique explotaba la tinta china de color sobre el soporte. Usaba los colores con desfachatez lejos de las leyes de armonía, tonalidad y el buen uso de los colores primarios y secundarios. Un personaje de Breccia podía tener una luz verde sobre el pómulo que se fusionaba en una transparencia en violeta sobre la frente y darle carácter de colores cálidos a una paleta de colores fríos.

Una vez finiquitado el procedimiento de entintado, Enrique dejaba secar el papel Fabriano LR. Recuerdo que en la primera clase levantó la mirada, y como un hechizero comenzó a deslizar sus dedos sobre el papel. Levantó el enmascarador sobre la zona donde había decidido ubicar la luz y poco a poco esa goma se disipaba. La imagen tomaba tres dimensiones. Fue presenciar la ejecución de un grabado pero al revés. Sus pulgares fueron las gubias sobre una madera ficticia.

Incorporé la técnica y retome el dibujo con el arrojo de los años de los cortes de luz. No paraba de dibujar y entintar. A los 24 años recibí el título de Ilustrador profesional y nunca ejercí. Regalé todos mis pinceles, mis rotring y mis acuarelas a mamá. Las tintas se secaron. El dibujo había perdido el verosímil. Pensaba demasiado antes de empezar. Perdí al pibe y con él todo el resto. El hecho creativo se desmoronó como una pila de naipes. Sobraba técnica pero faltaba corazón.

En mi infancia dibujaba porque las palabras no encontraban el repecho donde deslizarse. Hablaba con imágenes y los diálogos en un globo. El único globo que admití a pesar de ser funebrero.

En el comienzo de mis treinta naufragaba entre laburos equivocados. Pensé que nunca más acertaría con mi vocación. Tropecé, sin buscarlo, con la radio. — Vos vas a hacer radio el día del arquero— me decía uno que es preferible olvidar.

Hoy golpearon la puerta de la radio.

— ¿Juega Maurito? — indagó el Gusti.

Alguien abrió. Ya no está Luisito para justificar mi reclusión y los dibujos en la carterita de cuero de papá tomaron vida con el enmascarador de Enrique Breccia e imagino su voz en la hora del almuerzo canturreando "True Colors" de Cyndi Lauper: Veo tus colores reales, brillando a través de todo. Veo tus colores reales, y por eso te quiero. Así que no tengas miedo. ¡Vamos! mostrá tus colores verdaderos… Hermosos, hermosos como el arcoíris.


MURIALDO

Repasando todas mis macanas, recuerdo que prometía no volver a cometerlas. "No más burlas a Luisito cuando papá y mamá no me vieran, no más piedrazos en la siesta, ni tirar cohetes a los gatos". Con once años resolví dejar de hostigar a los cuises y a las ranas en cada inundación. Había alcanzado a cazar solo dos sapillos. En mi sumario además contaba con el robo de nísperos y moras del patio de Doña Celia y tres fichas de metegol del pool de Tahuichi.

Evoco el pavor que sentí al quedar en penitencia en la dirección de la escuela primaria. Una tarde de invierno el micro escolar se fue, yo me quedé dormido en el sillón de la directora. Ni Ana María, la maestra, ni Don Alfredo, el chofer, ni Dina, encargada de cuidarnos, vinieron por mí. A quienes nos portábamos mal nos separaban hasta que llegaron nuestros padres a buscarnos. Mis compañeros salieron como todos los días y me gesticulaban al pasar. Yo no podía correr la mirada de la pared. Se hizo de noche y seguía en el colegio. Mis viejos trabajaban, un dato que no tuve en cuenta.

En la oficina privada de la Directora repasaba uno por uno los cuadraditos de cerámica tipo venecitas de color celeste, azul y gris. Los enumeraba de arriba a abajo y de izquierda a derecha hasta llegar con mi requisa al perchero vacante al lado de la imagen del patrono del colegio, San Leonardo Murialdo, que me no quitaba el ojo de encima.

Comencé a memorizar un cuadro que estaba justo enfrente.

“Adherir a la defensa de la dignidad del ser humano, asumiendo la tarea docente con conciencia social, como responsables de la formación de los niños, en los distintos aspectos de su  persona,  en  el  contexto  cultural  que  les  toque  actuar, comprometiéndose con la igualdad y la justicia.”

Consideré por la mirada de Murialdo que no sería digno de tomar la primera comunión. Siempre pensé que la hostia me daría el impulso suficiente para ir hasta el colegio de mujeres, el Instituto San José, y declarar mi amor a una morocha que viajaba con nosotros en el micro.

Pasada una hora, después lo supe, me vinieron a buscar. Lloriqueando envolví a mi papá en un apretón. Estaba tan contento de verlos como asustado por lo vivido. Mi papá me fulminó con la mirada, mi mamá fue más indulgente. No preguntaron nada. Yo venía de una seguidilla de travesuras que culminó con una penitencia prolongada. Alzaron la mochila en silencio, saludaron al sereno y nos fuimos.


PICHI

Los mejores pensamientos de mi vida los tuve en mis paseos ociosos. Recorría treinta y seis cuadras hasta la casa de Pichi, la profesora de inglés. Desde esa época camino para tratar de entender. Con la plata del boleto compraba cuatro chicles Bazooka de menta, los masticaba todos a la vez para vedar el sabor áspero que me arremetía hasta la mandíbula, pero el resabio paralizaba mi voluntad. Empezaba a descubrir el idioma, leía fluido pero mis habilidades no lograban quitar mi dolor. Perdí el entusiasmo. 

En realidad, no necesitaba conocer otra lengua, sólo pedía saber la verdad en castellano.

La adolescencia sacudía los postes de mi infancia. En ese otoño inquebrantable comencé la secundaria. Retornaba del colegio al mediodía y quería contarle todo a mamá sobre mis compañeras y los profesores. Estaba aterrado; mamá se había ido. 

Una tarde pretendí ser como los demás. Fui a bailar a la matiné con el Lechu pero no me dejaron entrar. Tenía trece años, parecía de once. Desde esa noche, me amparé en la radio, en la traducción de canciones de Martika y The Bangles mientras escuchaba la Z-95.

 

Do you feel my heart beating

do you understand

do you feel the same

am i only dreaming

is this burning an eternal flame.


LA CENA

Recuerdo la calma sepulcral durante la cena. Se cocinó la decisión de la ida de mamá de manera rápida y fulminante. No me dió tiempo para juntar mis juguetes. 

Concluyeron poco a poco los juegos de mesa y los domingos de picadas con vermut. La televisión amordazó el sonido de los motores del TC. La casa perdió la tonalidad del regocijo de un hogar. 

Los noventa enlutaron los tintes vivaces que supe percibir de niño y todo se tornó amarronado. La partida de mamá fue el pitazo de Codesal antes del penal ejecutado por Brehme. Cuando la pelota tocó la red sentí la estacada súbita que se tragó del todo mi inocencia en los párpados apesadumbrados del Goyco. No sé qué fue más terrible. Si el mutismo del estadio olímpico de Roma o la falta de definiciones en el living de casa.


SESIÓN

— Lo único que quiero es destruir de una vez por todas ese recuerdo.

— Lo reprimido no se crea, ni se destruye, Mauro. Se niega, se proyecta, se transfiere, se sublima o se racionaliza.

— ¿Y qué estaríamos haciendo?

— Estamos pensando juntos, tratando de racionalizar lo que pasó. La ausencia de palabras no fue un problema para tus padres. Para vos, sí. Claramente.

En la ultima sesión, salí desandando sobre las devoluciones de Renato. Su nuevo consultorio  sobre la avenida San Juan me resultaba extraño, su mudanza fue otra forma de despedida. 

San Juan es espaciosa e iluminada. Al marcharme me encontré con la aglomeración de gente que circula, la columna inacabable de automóviles que desfila en inquebrantable marcha, bocinas estrepitosas y el chillido de los semáforos sonoros es un porrazo para los sentidos. ¿Acaso alguien sabría que estaba tomando la decisión de desertar de la terapia?


SAN CRISTOBAL

Mi barrio es muy distinto. Al sur y al norte puedo disfrutar de dos espacios verdes: la Plaza Garay, a sólo media cuadra y la Plaza Alfonsina Storni, más abierta que serpentea la autopista 25 de mayo. Espacios variopintos donde ensaya una murga en la previa del carnaval, un bebé emprende sus primeros pasos, dos señoras mayores cuerean al que pasa, un puber coloca una tuca en una cajita de fósforos para consumir lo que queda y un transa cogotea como espectador de un partido de Grand Slam. Acertar con tantos árboles alrededor es un privilegio, sobre todo en verano.

Tanteé varios lugares para afirmarme a disfrutar de un cortado y escribir. En el café impasible de la YPF de San Juan y Solís esbocé algunas líneas para una novela, pero aún es muy precoz especular en un libro de largo aliento. El lugar posee la serenidad que preciso y una vista a la avenida inmejorable, a saber, ver y que no me vean.

Si de voyeurismo se trata, allí está mi vecino Evaristo, el único con quien intercambié un diálogo. Evaristo no supo decirme dónde encontrar un buen bar. Él para en la cuadra, de allí no se mueve. Para mi vecino pasé de ser el inquilino al "muchacho" del 1º C. El tipo es chusma y cizañero, con sagacidad aísla del coloquio de palier a los inquilinos cuando se arriman. 

—   ¿Compraste o alquilas, pibe?

—   Compré, Evaristo — le dije sin pensar.

—  Te felicito.

Mi vecino es jubilado. Manejaba un taxi. El tipo se planta en la vereda, sube y baja a la bicisenda y carpetea todos los movimientos como el mono de Toy Story 3. Es poliglota. Dialoga con pensionadas que desfilan al supermercado chino de Cochabamba, cartoneros, pungas, prostitutas y policías de la comisaría 16 en la jerga que el parloteo requiera. La condescendencia que desarrolla con la ley es repelente.

Todas las mañanas lo saludo cuando salgo a trabajar. Para él, siempre estoy o muy abrigado o muy desabrigado. ¡Ni hablar si esta nublado! « ¿Y el paragua?» 

— ¿Por qué no duerme un rato más?

—¡Ya voy a dormir cuando me pongan el traje de madera! — dice mirando al cielo — ¿Cuándo te vas a afeitar esa barba? — remata.

Cada mañana, de modo autómata, me arrojo hacia la boca del subte. Paso por la Plaza Alfonsina Storni. Siempre advierto un perro negro de mirada triste en la entrada de Virrey Cevallos. La primera vez que lo distinguí entre la gente estaba comiendo de la basura. Me dio lástima y ensayé un meneo para acariciarlo. El animal me enseñó sus dientes puntiagudos. Natural, no se toca a un perro desconocido cuando come.

El fin de semana pasado, después de varios intentos, accedió a aproximarse retraídamente. Yo estaba vestido con una remera, bermuda y zapatillas. Es extraño, en la semana no me pasa cabida.

En un soplo vislumbré la subjetiva del perro negro: debe ver un hombre desencajado circulando con camisa, un bolso y cara de pocos amigos. Como los perros callejeros, cuantos más palos recogimos, menos cedemos. ¡Lo entiendo a Noche! Ah, le puse Noche porque tiene el pelo de color canela en la cara y las patas pero el lomo es de color negro azulado. Tiene los ojos como dos botones oscuros y pequeños que miran muy atentos. Noche accedió a mis agasajos.

En la semana paso a las corridas por la plaza subsanando en mi cabeza lo que hice y rumiando en lo que haré. Los sábados estoy con Valentín en modo presente. Estoy en su frecuencia.

Este domingo llevaré la última novela de Sándor Márai, una birra y leeré bajo la sombra de un ombú en la plaza para perros.

Noche conquistó solito su lugar. Ya lo veo venir. Se aproximará y permanecerá a mi lado. — ¡Hola!, no me mires así. ¿Qué te pasa? ¿Trajiste comida? Solo galletitas. No me gustan. ¿Adónde dejaste el disfraz? — Él sabe estar en silencio. Es un buen anfitrión.

 

¿QUÉ NOMBRE LE PUSISTE?

Mientras leía en uno de los bancos de la plaza oí una conversación.

— ¿Es tuyo? ¿Estás seguro, no?

— Mavale.

— ¿Estás seguro que no muerde?

— Sí, doña. Quédese tranquila.

— Bueno, mañana te traigo la plata.

— Sí, sí. Porque me los sacan de lamano ¿vió? Esta raza es muy buscada.

— ¿Qué raza es?

—  Es una pulenta, doña.

— ¿Estás seguro que no muerde, no? Mirá que tengo nietos chiquitos.

—  Está todo bien. Ladra cuando lo bardea otro perro nada má´. Si pinta algún cobani de la 16. ¿Uste´es del barrio, no?

— Si, ¿por qué?

—¿Conoce al viejo de Cevallo?

— No, no. Eh, Evar...

— Seee. Ese vigilante... Ese botón nos manda la trulla cuando estamo´ con los pibe´...

— Es un buen hombre. Bueno, quizás tuvo una mala experiencia con algún policía, pobrecito. No es nada. Bueno querido, mañana te traigo el dinero ¿Cómo se llama? ¿Qué nombre le pusiste?


Deliberé en garabatear algo en mi cuaderno. No se me ocurre nada. ¿Por qué será que el único motor para escribir sea por cosas que no están? Casi siempre escribo de faltas más que de sobras. Uso como arcilla para montar mi escritura las cosas que he perdido: el amor, la ilusión, la juventud, la fé poética. ¿Cómo sería la poesía satisfecha, la poesía del hombre que ha conseguido todo en la vida? Extraño a Noche. Por lo pronto tengo un impulso para escribir. Hace un tiempo que rebuscaba un estímulo.

Evaristo, que todo lo sabe, me contó que una señora a la que él le arrastra el ala “adoptó” un perro de la calle.

— ¡Vos sabes que no parece callejero! — me dijo.

Justo ayer observé cómo la señora paseaba por San Juan con Noche atado por una correa. ¡Qué garrón! Al principio dudé. La encaré resuelto e improvisé una explicación. Pretendí revelarle que había sido estafada. La vieja ortiva empezó a vociferar como una loca y unos segundos se arrimó un policía.

Le manifesté al oficial que me había equivocado y me fui ante la mirada de Noche. Fue como si me expresara “tengo comida y casa. Andá. Me pudrí de revisar los tachos. Discúlpame, amigo, el sistema me derrotó”

Su atisbo me lo indicó todo. Ningún otro ser humano me había mirado así desde que me mudé. Entre los vecinos sólo me he cruzado con miradas furtivas, o de momentánea alegría, miradas de superficie, más o menos mentidas. Miradas inquisitivas.

Noche me miró a los ojos largo tiempo y esperó que yo le correspondiera con una mirada igualmente honesta, honrada, profunda, interesada, curiosa, digna. Con una mirada perruna.

La vieja con su dinero compró un muy buen perro, el cariño por Noche y el tiempo dirán si compró además el meneo de su cola.


 Capítulo XIII (final)  https://bit.ly/3oUe8uc


23 de noviembre de 2020

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CAPÍTULO XI

 


En tres meses Amparo pasó de enviarme informes corregidos por un chat interno a caminar tomada de mi mano. En nuestra última salida enfilamos tumbados por los antros que yo solía frecuentar.

Faltaban cinco horas para la luz del día y doce, para tomar su vuelo de regreso a Madrid. ¿Por qué especular con la salida del sol cuando las sombras de la estación Constitución sostenían los pórticos de la noche?

Amparo estaba más preciosa que nunca. Contemplé tanto su belleza, que mi vista ya le pertenecía. Con su bolso acolchado, sandalias plateadas y un vestido negro bordeó los cordones de un arrabal fantasmagórico. Con su pelo recogido, noté sus orejas pequeñas y unos aros solitarios que resplandecían como plata pura.


MONDONGO

La invité a Radio Studio. Hace dos décadas mí hermano era uno de los tira tira en la pista central. Amparo me concedió la magia de Lhasa de Sela y yo le brindé mi pasito tun tun. Mientras bailábamos le conté sobre mí adoración por Los Palmeras.


Ella bonita, baila, mueve, se menea, te excita

Cuando se le va parando solita

Ella sigue porque sabe que irrita


— Me mola Los Palmares, churri.

— ¡Los Palmeras!— dije mientras éramos iluminados por el fulgor de los rayos láser.

Como predecía, uno de los “nenes” me vió y se hizo paso entre la gente. El Toto se acercó, saludó a Amparo con respeto, al tiempo que me invitaba a pasar al VIP. Supuse que al ir con ella podría zafar de una tunda y saldar el malentendido.

Al subir lo vi a Mondongo, anchuroso en un sillón de terciopelo desteñido, tan puesto que sospeché que pudiera hablar. Ni bien me acerqué, dos chicas que lo cortejaban salieron lanzadas por las escaleras.

— Meompite eorazon, Maro.

Toto, rápido de reflejos, se acercó con un balde plateado, dos botellas de champagne y cuatro latas de speed.

— Mondo, perdoná. Estuvimo´ mal — dijo el nene, con la voz entrecortada.

Toto me entregaba como si yo fuera un perejil. No era su culpa. Mondongo hace años que empataba a la vieja guardia con los pibes. La experiencia versus la insolencia. Chicos que asistían a sala de cinco cuando mi hermano manejaba una facción de la banda. Yo necesitaba algo que me sacudiera ¿Adrenalina? Toto corrió los ceniceros, restos de colillas y botellas vacías. Esperó que nadie nos viera y colocó sobre la mesa un sobre importante.

— Esta es la tuya. Mita´ mía y mita´ del Mauro — explicó el Toto y me volvió al alma al cuerpo.

Los nenes acrecentaron el quiosco en mi ausencia. Los dipus recibían su encargo entre debates, dictámenes y sesiones maratónicas. Los pibes aprendieron a emular a los guardias penitenciarios en los correccionales. En la “casa”, la seguridad pasaba por ellos.

— Meompite eorazon, Marito. Metene que deci´ ¿tende? — me dijo Mondongo mientras contaba los billetes y acomodaba la mandíbula.

— No quise faltarte el respeto. El Totito está limpio, es lo que me pediste o ¿no?

— Se, se. Disculpá eh — y se inclinó hacia la mesa — Uando lapia me rezonga la lleno de milonga — tiró Mondongo de corrido mientras un miembro de la Academia porteña del lunfardo se removía en su tumba.

— ¿Cómo está la Jennifer? — le pregunté al Toto. El nene boquieabrieto me respondió — Bien, bien. Con la mamá.

En un bar lindante al Anexo, el número uno de la seguridad del Congreso me reveló que la hija del Toto era su ahijada. Retener nombres de hijas e hijos para salir de un aprieto era mi hoyo en uno. Lo aparté al Toto y le retribuí el gesto con un Zippo con el escudo de Chaca.

 

REPORTE

Aún sin ir a las cámaras, los asesores me reportaban los movimientos de los nenes. Ariel, con veinticuatro años, había ganado en seis semanas lo que podía generar con los muchachos en un año. Les ideé una unidad de negocios sin el permiso de Mondongo.

.

"Yo quería jugar de nueve, Mauro. No me gustaba jugar de wing y empecé a hacer la bicicleta para no aburrirme"

 

Bajé por la escalera del VIP y allí estaba Amparo escoltada por dos chicas trans.


—Te presento a Nadia y a...

— ¡Naty! ¿De dónde sos, corazón?

— De España.

— ¿De Ibiza?—  le preguntó Naty.

— No, de Madrid.


Instalados en la pista, bailamos dos temas y el ambiente poco a poco se picanteó. El Toto me trajo dos camparis y me guiñó un ojo. Tenía que irme. El fantasma del Lechu aún me acosaba. Al salir, Amparo me reprendió. Ella quería quedarse un rato más ¿Para qué? ¿Para sumar otra anécdota que contar a sus ex compañeras del International College Spain sobre el submundo porteño?

Salimos. Amparo se quitó las sandalias y simuló jugar a la rayuela entre el adoquinado de Constitución. La alcé con los dos brazos y nuestros labios se presionaron fuertes. Nos besamos por última vez. Bajamos hasta la calle Perú como un coro de nieblas. Caminar en silencio sin sentir incomodidad debería ser considerada la octava maravilla.

Después de unas copas, nos despedimos en el bar Gibraltar. Preferí esquivar un adiós dramático. La reportera extranjera que me transmitió las ganas de volver al oficio y alumbró mis tinieblas sin juzgarme, me miró firme y definitiva como un mármol — Quiero que sepas que a partir del tercer polvo... Tú sabés.

— Entiendo, preciosa. Yo también comencé a disfrutarlo — mientras tanteaba un pañuelo de carilina con un cuarto de sildenafil oculto.

— ¡Argentino de los cojones! Adiós. Observaré cada noche estrellada vuestra Aldebarán y sabré que estás allí.

Me quedé callado. ¿Para qué hablar? Su despedida entristecerá otras noches. 


Capítulo XII https://bit.ly/2Lwv1xr



15 de noviembre de 2020

PARIENTE POBRE DE LA DUDA

 



CAPITULO X


CAPITULO X

 

— ¡Ostia! ¿No te das cuenta? Una mujer no permanece más de una hora con un tío sino le gusta...

 

— ...

 

— Y tú me gustas — me cantó la madrileña, con la firmeza de un quebracho.

 

 

La última semana de Amparo en Buenos Aires trajo consigo una realidad irrebatible. La ausencia de Vera ya no dolía. Su recuerdo se fundía al compás de la cocción de un tostado de jamón y queso. Durante años, el fuego en el corazón sólo mandó humo a la cabeza.

La estampa acometedora de una hispana perceptiva y plácida caló en mis madrugadas. Sus ojos de extraño magnetismo aportaron matices repentinos al bastidor en blanco de mis días. Vera se disipó como el doblez del grafito sobre un soporte húmedo. Su estampa omnipresente pasó de ser una pincelada ágil a un jaspeado sobre muros pelados. Olvidé a Vera con la dulzura de un rocío leve cayendo en la tiniebla.

Orillé la idea de ahorrar en explicaciones. Sin embargo, consideré que debía decirle la verdad a Gustavo. Lo llamé y mi colega creyó que había precipitado otro escandalo en la redacción. Me pidió que vaya hasta su casa para referirle todos los detalles.

 

En el departamento de Boedo regía la pulcritud. Elsa limpiaba dos veces por semana. Ella trabajó varios años en el diario hasta que Omar la despidió. Pronto advertí que su gato Silvio no estaba en su cobijo. Gustavo apesadumbrado me explicó que había muerto por una especie de alteración genética que le provocó un exceso de líquido en el cerebro.

Hablé sin preámbulos. Le conté que hice lo imposible por expulsar a Vera de mis espejismos y lo mucho que me costó sobrellevar la ferocidad de su mutismo. Para alguien como yo, con la autoestima a upa, el silencio fue una estocada letal.

Sin escala, fui directo a mi presente, a las salidas con Amparo.

Gustavo no se perturbó. Para él que me haya envuelto con la madrileña complicaba las cosas. Le recordé que había dejado de tomar, que Omar me había ofrecido un contrato por seis meses y con altas posibilidades de renovar.

Gustavo me interrumpió, entendió que mi llamado respondía a un asunto más delicado — ¿No será que la sobriedad te pone susceptible? — me dijo. 

Me pidió que continuara proactivo y fino con los informes por una semana más. Me reveló que Amparo ya tenía los boletos de retorno a Madrid. Lo expresó como al pasar. Gustavo desconocía que Amparo había sellado con sus besos una huella indisoluble sobre mis bordes cuarteados.

Mi camarada de la primaria había madurado la idea de requerir mi pase a la sección cultura. La muerte de su gato lo dejó muy golpeado. Necesitaba tenerme más cerca. Me habló sobre un cachorro que pensaba adoptar y lo bien que me vendría albergar un perro en casa; lo contento que se pondría Valen y de cómo las mascotas te ordenan el día. Mientras lo oía me detuve en los boletos de retorno a Madrid. Le pedí que me diera más precisiones. Me dijo que Omar lo comunicó en un mailing a los jefes de sección. La pasantía de Amparo había llegado a su final.

 

— ¿Qué pasa?

— No sé por dónde empezar, Gusti.

— Mauro Hamilton, por favor.

— Hice todo al pie de la letra.

—  ¡No me digas que te enamoraste de la gallega!

— Te juro que no quise.

 

Me desparramé en su sillón. Gustavo rondaba sobre una mecedora en silencio; se sentó, se paró y se volvió a sentar tomándose la cabeza. Para cambiar de tema, le conté como Valentín desde su recalada a la pre adolescencia expuso un desapego devastador.

— Es normal, todos los chicos son así — menguó Gusti — ¿Te acordás lo que te costó estar con él?

 — ¡Cómo olvidarlo!

 

GLOBOS

Lo primero que hicimos cuando se levantó el impedimento de contacto fue ir al cine. Una de las películas que más disfrutamos fue “Intensamente”. El personaje que más nos impactó fue Bing Bong. Un especie de Largirucho lisérgico proscripto de Sunny Side. 

Visitaba a Valen en la casa de su mamá. Desplegaba con impericia una veta de animador que de haber vivido con él no hubiese desarrollado. Llevaba globos. Como para economizar resolví comprar una bolsa de cincuenta unidades. Al poco tiempo, como si nell'oscurità rastreara mi táctica, las visitas empezaron a suspenderse. Broncoespamos primero, otitis repetidas después, fraguaron lo acordado. Con treinta y pocos y una certeza de condenado, como casi todo el mundo fracasé sin hacer ruido. Escuché la voz de Acavallo apuntando a mis oídos: "¡No bajes los brazos, pendejo!" Una proclama alcanzó para arrancar y desarrollar destrezas inauditas: Imitar voces, hacer títeres con las manos, inventar canciones, cosas que requerían de más imaginación que dinero. Valen, chocho.

El gordo Ozzy, un pibe de la barra de Chaca, me encomendó en un asado: "Vos a tu pibe lo tenes que ver sin la mirada de nadie. Hablá con Joe de parte mía" Luego de varios escritos, Joe logró que saltemos de un espacio abotonado, a un lugar abierto. Así fue que llegué al YMCA ¿Asociación Cristiana de Jóvenes? Tenía sesenta minutos para desplegar mi número y captar la atención de Valentín de tan solo un año y siete meses. Un bebé que solo miraba y sonreía. Miradas tan potentes como carburantes que consiguieron que el trip sea más llevadero.

En una semana era la atracción de los más chiquitos mientras sus hermanos mayores realizaban sus actividades. Un grupo de tres nenes y una nena visitaban la escalera que utilizaba de escenario. De un martes para un jueves mi público se redujo. Al parecer, un padre me escuchó al ingresar cuando le decía al personal de seguridad que venía por un régimen de visita determinado por un juzgado civil. A partir de ese día podía ir solo a la cancha de once. Rafa Nadal diría "es una superficie difícil porque no juego muy a menudo en césped..."

Había un detalle al que no había reparado. Los globos explotaban al hocicar el pasto. Valen se asustaba y lloraba. Su mamá al escucharlo arribaba como un relámpago. Tenían una excusa inmejorable para decretar el fin de la visita.

En la parada del colectivo me crucé con el hombre de seguridad que salía del club luego de cumplir su turno. Un tipo curtido, cara indiada y mirada de haber visto más de lo podría contar. Al verme cabizbajo me brindó un dato:

— ¿Conoces los globos perlados?

— No.

— Son más duros y no se pinchan en el pasto.

¡Datazo! Los busqué y camino a la parada di con una librería. Tenían globos perlados color verde musgo y rosa chicle. Eran caros. Tomaba dos los martes y dos los jueves. No sea cosa que comprara demás y las visitas también se picaran. El solo hecho de verlos desinflados sobre la mesa del comedor era suficiente para desplomarme.

 

 

INFORMES Y CRONISTAS

Había entendido de entrada el propósito de afirmarme en el trabajo pero Amparo mostró un interés por mi impensado. Mi jefa de sección estaba al corriente tanto de los informes y los cronistas hasta mi adicción y las idas y venidas con Valentín.

Amparo retornaría a Madrid en cuestión de días. Yo había franqueado lo acordado, me había involucrado más de la cuenta. La inquietud de Gustavo se concentraba en mi rehabilitación. En el marco de una recuperación atada con cinta scotch; una recaída asomaba sobre la tinta fresca.

— Te hacías el canchero, Thor. “¿Para asegurarme el laburo tengo que acostarme con la gallega de la zona más concheta de Madrid?” — me recordó con tono socarrón.

Gustavo me ubicó en un banquillo de los acusados por un supuesto desacato. Veía como mi colega gesticulaba con el entrecejo fruncido. Deserté de la charla como cuando éramos chico. Siempre tuve la capacidad de salir de su cháchara sin que lo advirtiera.

Gusti se puso pálido, un mensaje lo descolocó. Le pregunté si había pasado algo malo. Me expresó con una voz áspera que estaba todo bien. Se levantó con un movimiento maquinal y se llevó puesta una bandeja con dos vasos de gaseosa y hielo. Una mancha esparcida sobre el piso flotante desentonaba con el resto del living, pero se ajustaba con su semblante desencajado.

— Era Fede. Se desocupó temprano. Está cerca.

—¡Ey, tanto lío! No es el primer chongo que me presentas.

Gusti incrustó sus ojos inalterables en el celular. Mi comentario pasó de largo ¿Acaso me pasé con el plan? ¿Tendría celos de Omar? Él no era así. No podía ser. ¿Qué le pasaba? Mientras los dos permanecíamos impasibles, mi compañero hundió su pecho, se desplomó sobre el piso flotante — Perdoname, amigo — repitió mientras su voz se disipaba en fade. Me aproximé desconcertado. Lo abracé y para mi sorpresa cedió como un niño indefenso.

— Te mentí, Mauro — descargó en un suspiro entrecortado. Gustavo levantó la cabeza y limitó su visual a mi frente.

— No entiendo.

— Lo que escuchaste.

— ¿Con qué? ¿Con quién? — pregunté deletreando las sílabas con el sigilo de un roedor.

Gusti agitó su cabeza de derecha a izquierda.

— ¿Vos armaste todo esto? — Lo increpé envalentonado — ¿Mentiste para que me olvide a Vera?

Su celular tintineó. Ésta vez era una llamada. Gustavo atendió con rapidez para salir de la discusión, abajo lo esperaba Fede. Salió embalado, al tiempo que me acercaba hasta su repisa de vinos. 

Tuve muchas ganas de tomar. Llevaba varios días de sobriedad. Conté doce botellas y seis copas grandes, mientras estudiaba una de las etiquetas de un cabernet sauvignon oí como Gustavo murmuraba y una voz familiar respondía ¿Quién era? La puerta se abrió, volteé y lo vi. Sumiso y sin armaduras. Es como si el paso de los años lo hubiesen arqueado aún más. 

¿Cómo podían hacerme esto? Gustavo le requirió a Dante que apareciera por su casa. En el grupo de alcohólicos anónimos era usual ver un adulto llorar, me había acostumbrado a esa situación. Sin embargo, cuando lo vi a Gustavo tan afligido, me sorprendió sobremanera. Gusti se quedó en silencio y juntó las rodillas con el pecho. Su móvil se cayó sobre el charco de gaseosa. Dante se arrimó aturdido y le apoyó la mano derecha en el hombro ¿Hasta dónde podía soportar la humillación de dos tipos que se me reían en la cara? Me arrimé cauteloso hasta la puerta para irme sin estridencias. Un nuevo escándalo me dejaría sin trabajo. Gustavo se restableció y me dijo — ¡Amparo te quiere de verdad!

Volví sobre mis pasos y pisé el barrizal. Dante se retiró con reserva. Quise saber en qué me había mentido. Gustavo confesó que Fede ya no era su pareja. Aprovechó mi visita para citar a Dante y según sus palabras cerrar "la herida de una vez por todas". 

Me reveló que al cortar conmigo inmediatamente lo llamó a Dante. Giré y lo vi. Un ex amigo, el mismo que me clavó un puñal por la espalda asintió con una mueca esquiva.


SILVIO

Gustavo me relató cómo su gato enfermó. Cómo emprendió un tratamiento en una veterinaria de Boedo. Allí se cruzó con Dante en dos oportunidades. El traidor alquilaba un departamento arriba del local donde se atendía Silvio, el gatito de Gusti. Karina, la veterinaria, era la propietaria. Mientras Dante se arrimaba hasta la repisa de vinos, Gustavo siguió con su relato.

— Te vi tan mal. Estuviste a punto de quedarte sin trabajo. El recuerdo de Vera te estaba volviendo loco — repasó Gustavo al tiempo que Dante se quedaba inmóvil mirando la pared — Sos el hermano que no tuve. Solo quise ayudarte. Dante le habló a Karina del tormento de Silvito y le pidió si podía operarlo a pesar del riesgo. Hizo lo imposible por salvarle la vida. Yo la vi, te juro. ¡Cómo transpiraba! Los ojos de ese animalito tenían el fuego de un ser humano. Fue como si hablara con la mirada:

"ahora no me quiero ir, me gusta caminar por el piso brilloso cuando me dejas solo. Ahora que encontré con que entretenerme, ahora que acerté mi hogar me tengo que ir, porfa no me dejes ir” 

— Te juro Maurito que no sé cómo será ser padre, no sé si alguna vez lo seré. Sentí un ahogo tan profundo que por un minuto quise irme con él. ¿Para qué el diario y los reconocimientos? ¿Para qué progresar si no tenía un amor? Silvito era mucho para mí. Salí devastado de la sala de operación ¿Sabes quién estaba esperando cuándo salí? Dante y sus brazos que me envolvieron. Estaba vencido y sin soltarme me dijo — Kary hizo todo lo posible, no había más nada que hacer — Su abrazo fue como un envión de voluntad. No sé cómo explicarlo, no sé, hermano, te juro que no sé. 

Dante sirvió tres copas. Le hice un gesto pero fue inútil.

Elegí creerle. Rabioso por una situación tan incómoda cómo confusa, me centré en Amparo. Frío e inalterable ante su revelación (para ningunear el propósito del reencuentro con Dante) le pregunté no sin pedantería, cómo sabía que la madrileña podía fijarse en un tipo como yo.

Gustavo, mientras recobraba la voz y el color en la piel, me recordó el instante que Omar presentó a Amparo en la redacción. Me dijo que la observó y avizoró cómo le cambió el semblante al verme.

— Irradiabas algo. Pensé, acá hay una salida.

¿Una salida? Gustavo no precisó stalkear. Inesita, cada mediodía fue cincelando sobre el pasado enigmático de Amparo. Inés sonsacó entre ensaladas y viandas cómo y porqué la madrileña llegó a Buenos Aires. Siempre enaltecí a la tecnología y la posibilidad de localizar información en fracciones de segundos, sin embargo, no hay nada más efectivo que la afinidad real de las personas. La confianza de una compañera compinche que sabe abrir los portones de la verdad.

Luego de conocer el motivo de su viaje, resolví dar un paso al costado con una relación destinada al fracaso. Gustavo respiró profundo y saboreó un sorbo de vino. Dejó su copa en la bacha. Se lavó la cara y sin secarse arrebató unas llaves y nos dijo — ustedes tienen que hablar.

Me quedé cinco minutos observando a Dante. Luego, lancé una pregunta como un flechazo — ¿Te acostaste con Vera?

Dante intentaba ser afable y yo en un arrebato verbal le fui al pescuezo. Me pidió que conversemos en buenos términos. Insistí con mi interpelación. El arguyó que habían pasado muchos años y yo le determiné con firmeza que necesitaba saber. Luego de unos minutos de persistencia me respondió que sí. Descolocado por su réplica le pedí que me precisara el período de los encuentros. Dijo no recordar. Le pregunté porque me remachaba como un loro "¿Cómo va todo con Vera?"

— Nunca entendí que estuvieras con Luciana si intentabas algo con Vera ¿Qué me querías demostrar?  Estaba muy enojado —  me dijo.

— ¿Enojado?

— Si, me refregabas el éxito de tu programa justo cuando Ramenzoni me despidió.

No recordaba haberle refregado ningún éxito y le aclaré que no coincidía con él. No se justificaba que su supuesto enojo lo lleve a tomar la decisión de emprender un coqueteo con Vera. Dante buscó salir del mal trance —  Estás muy alterado, así es difícil hablar —  repitió.

Le respondí que necesitaba entender. Dante expuso que lo habían despedido del único programa donde participaba. Las columnas y las notas gráficas no le alcanzaban para cubrir los gastos. La relación con su pareja estaba cada vez peor. Todo se derrumbó para él. Le recordé que nunca busqué hacer alarde de mi presente, que le blanqueé lo de Luciana como le contaba cada cosa que hacía como cuando éramos adolescentes. Dante me respondió que ya no éramos pendejos para invalidar mi argumento ¿Acaso ser adulto es abandonar la satisfacción de compartir una alegría con los amigos? ¿Dante fue un amigo? ¿Qué pensaría realmente cuando me escuchaba? El solo hecho de repasar alguna de nuestras charlas me dio escalofríos. Noté que había algo de sentencia en sus palabras. En aquel momento yo estaba solo y Vera me tenía en la dulce espera. No éramos novios. Luciana no fue una relación buscada; se dió y Dante lo sabía. Luciana me escribió un mensaje que comprendí mucho después:

"... Jamás esperé que pudieras desaparecer de mi vida como un adolescente sin decir ni chau, con un WhatsApp. No me debías nada, ni tiempo, ni amor, ni palabras bonitas, solo respeto. El que prioriza sus necesidades sos vos y así es difícil tener una compañera, con el rigor y la belleza que esa palabra conlleva. Yo no voy a analizarte ni a decirte lo que podes hacer con tu vida. Simplemente no comprendo que te pasa. Tengo mil cosas para decirte, todas lindas, hermoso. Pero hoy no me saldrían bien sin que me largue a llorar y estoy en el laburo, porque la vida continua. No debería auto halagarme diciéndote que dejas pasar una oportunidad de que te quieran bien. Estas encerrado en un nudo de teorías que no lo dejan disfrutar la práctica, evidentemente yo no tengo la llave para poder abrir esa puerta en vos. Y es una pena. Sos hermoso y valioso, ¡deberías ser feliz! No te presiono, perdoname, simplemente por la forma no advertí que me habías dicho adiós. Te adoro precioso. Besos"

 

Casi sin darme cuenta, entendí raudo que Luciana había sido lo mejor que me había pasado en la recta final de mi década de los treinta. Diez años agudos, intensos, de titubeos y naufragio. Una década de revelación y paternidad a flor de piel. Luciana, sin dudas, fue la mujer que me quiso con mis bemoles y mis peros. Ella me admiraba, dedujo que era lo que precisaba. Ella escuchaba. Luciana tenía el ego bien ubicado y eso es todo para mí. 

Dante me confesó en final del careo que en mi cumpleaños le pidió el número a Vera para compartir fotos de su hijo Bernabé. Ella le habría dicho que su hijo mayor también se llamaba... Bernabé.

Le consulté si le había referido algo de mi relación con Luciana. Me lo negó y opinó que a mí me serviría imaginar que Vera se acostó con él por despecho.

Mi ex compañero estaba acorralado y tiraba tarascones. Sentí que ya no valía la pena continuar con las preguntas. Había pasado mucho tiempo. Él no tenía nada que discernir, yo lo había entendido y eso era suficiente. Me sentí traicionado y decepcionado ¿Acaso qué amistad no es peligrosa?

La conversación había finalizado pero necesitaba que supiera algo más. Le dije que durante mucho tiempo estuve enamorado de Vera. — Uno no va a buscar otra mujer si está enamorado, cabezón — apuntó Dante con un contraataque desleal. “Cabezón” me decían sólo dos personas; mi finado padre y él — Sé que esto puede ser muy doloroso pero de algo estoy seguro.

— ¿De qué estás seguro? — le pregunté.

— Vera no era para vos. Si no era yo, era otro...

— ¡No me digas cabezón! — "si no era yo, era otro" me lanzó Dante como un puñal — Me tengo que ir.

— Pará ¿Le sugerí a Gustavo que hable con Omar para que te gestione una licencia.

— ¿Una licencia? 

—  Si, para que puedas ir a ver a Amparo. 

— ¡Estás loco! ¿Y el laburo? 

— Gus te cubriría en el Congreso, yo me encargo de sus notas de cultura. 

— Es una locura. Es mucha guita.

— Karina no me cobró depósito ni mes de adelanto y pude juntar unos pesos. Los pasajes podríamos bancarlos nosotros con las tarjetas de crédito. 

Por primera vez en la tarde noche bajé la guardia. Dante me miró y ladeó los hombros hacia adelante con el semblante de hace veinticinco años atrás.

Le manifesté que no podía viajar. Me mostré afable con el correr de un interrogatorio que fue de lo denso a lo sutil. Sabía que podría ser la última vez que conversaría con él sobre el tema. La conmoción de un perdón que acallaría mis demonios me dio un hálito de consuelo. ¿Acaso la traición olía a incienso? ¿Cuánto tiempo más podía encerrar la ponzoña? Dante para terminar me preguntó si realmente lo había perdonado.

— El perdón es algo que te doy y me doy a mí. Me sirve para sanar, ¿me entendés?

— Si lo entiendo.

— No me parece que tu humanidad se juegue solo por lo que pasó.

— ¿Por qué me perdonas? — me inquirió Dante con perplejidad.

— ¿Por qué echarte de mi vida por la única cosa que hiciste mal? Si vos me jugaste por la espalda no es porque yo me lo merecía, eso habla de vos, no de mí —  le precisé con un tono de voz imperturbable.

 


Capítulo XI https://bit.ly/39Y0SjO