CAPÍTULO XI
En tres meses Amparo pasó de enviarme informes corregidos por un chat interno a caminar tomada de mi mano. En nuestra última salida enfilamos tumbados por los antros que yo solía frecuentar.
Faltaban cinco horas para la luz del día y doce, para tomar su vuelo de regreso a Madrid. ¿Por qué especular con la salida del sol cuando las sombras de la estación Constitución sostenían los pórticos de la noche?
Amparo estaba más preciosa que nunca. Contemplé tanto su belleza, que mi vista ya le pertenecía. Con su bolso acolchado, sandalias plateadas y un vestido negro bordeó los cordones de un arrabal fantasmagórico. Con su pelo recogido, noté sus orejas pequeñas y unos aros solitarios que resplandecían como plata pura.
MONDONGO
La invité a Radio Studio. Hace dos décadas mí hermano era uno de los tira tira en la pista central. Amparo me concedió la magia de Lhasa de Sela y yo le brindé mi pasito tun tun. Mientras bailábamos le conté sobre mí adoración por Los Palmeras.
Ella
bonita, baila, mueve, se menea, te excita
Cuando
se le va parando solita
Ella
sigue porque sabe que irrita
— Me mola Los Palmares, churri.
— ¡Los Palmeras!— dije mientras éramos iluminados por el fulgor de los rayos láser.
Como predecía, uno de los “nenes” me vió y se hizo paso entre la gente. El Toto se acercó, saludó a Amparo con respeto, al tiempo que me invitaba a pasar al VIP. Supuse que al ir con ella podría zafar de una tunda y saldar el malentendido.
Al subir lo vi a Mondongo, anchuroso en un sillón de terciopelo desteñido, tan puesto que sospeché que pudiera hablar. Ni bien me acerqué, dos chicas que lo cortejaban salieron lanzadas por las escaleras.
— Meompite eorazon, Maro.
Toto, rápido de reflejos, se acercó con un balde plateado, dos botellas de champagne y cuatro latas de speed.
— Mondo, perdoná. Estuvimo´ mal — dijo el nene, con la voz entrecortada.
Toto me entregaba como si yo fuera un perejil. No era su culpa. Mondongo hace años que empataba a la vieja guardia con los pibes. La experiencia versus la insolencia. Chicos que asistían a sala de cinco cuando mi hermano manejaba una facción de la banda. Yo necesitaba algo que me sacudiera ¿Adrenalina? Toto corrió los ceniceros, restos de colillas y botellas vacías. Esperó que nadie nos viera y colocó sobre la mesa un sobre importante.
— Esta es la tuya. Mita´ mía y mita´ del Mauro — explicó el Toto y me volvió al alma al cuerpo.
Los nenes acrecentaron el quiosco en mi ausencia. Los dipus recibían su encargo entre debates, dictámenes y sesiones maratónicas. Los pibes aprendieron a emular a los guardias penitenciarios en los correccionales. En la “casa”, la seguridad pasaba por ellos.
— Meompite eorazon, Marito. Metene que deci´ ¿tende? — me dijo Mondongo mientras contaba los billetes y acomodaba la mandíbula.
— No quise faltarte el respeto. El Totito está limpio, es lo que me pediste o ¿no?
— Se, se. Disculpá eh — y se inclinó hacia la mesa — Uando lapia me rezonga la lleno de milonga — tiró Mondongo de corrido mientras un miembro de la Academia porteña del lunfardo se removía en su tumba.
— ¿Cómo está la Jennifer? — le pregunté al Toto. El nene boquieabrieto me respondió — Bien, bien. Con la mamá.
En un
bar lindante al Anexo, el número uno de la seguridad del Congreso me reveló que
la hija del Toto era su ahijada. Retener nombres de hijas e hijos para salir de
un aprieto era mi hoyo en uno. Lo aparté al Toto y le retribuí el gesto con un
Zippo con el escudo de Chaca.
REPORTE
Aún sin
ir a las cámaras, los asesores me reportaban los movimientos de los nenes.
Ariel, con veinticuatro años, había ganado en seis semanas lo que podía generar
con los muchachos en un año. Les ideé una unidad de negocios sin el permiso de
Mondongo.
.
"Yo
quería jugar de nueve, Mauro. No me gustaba jugar de wing y empecé a hacer la
bicicleta para no aburrirme"
Bajé
por la escalera del VIP y allí estaba Amparo escoltada por dos chicas trans.
—Te presento a Nadia y a...
— ¡Naty! ¿De dónde sos, corazón?
— De España.
— ¿De Ibiza?— le preguntó Naty.
— No, de Madrid.
Instalados en la pista, bailamos dos temas y el ambiente poco a poco se picanteó. El Toto me trajo dos camparis y me guiñó un ojo. Tenía que irme. El fantasma del Lechu aún me acosaba. Al salir, Amparo me reprendió. Ella quería quedarse un rato más ¿Para qué? ¿Para sumar otra anécdota que contar a sus ex compañeras del International College Spain sobre el submundo porteño?
Salimos.
Amparo se quitó las sandalias y simuló jugar a la rayuela entre el adoquinado
de Constitución. La alcé con los dos brazos y nuestros labios se presionaron
fuertes. Nos besamos por última vez. Bajamos hasta la calle Perú como un coro
de nieblas. Caminar en silencio sin sentir incomodidad debería ser considerada
la octava maravilla.
Después de unas copas, nos despedimos en el bar Gibraltar. Preferí esquivar un adiós dramático. La reportera extranjera que me transmitió las ganas de volver al oficio y alumbró mis tinieblas sin juzgarme, me miró firme y definitiva como un mármol — Quiero que sepas que a partir del tercer polvo... Tú sabés.
— Entiendo, preciosa. Yo también comencé a disfrutarlo — mientras tanteaba un pañuelo de carilina con un cuarto de sildenafil oculto.
— ¡Argentino de los cojones! Adiós. Observaré cada noche estrellada vuestra Aldebarán y sabré que estás allí.
Me quedé callado. ¿Para qué hablar? Su despedida entristecerá otras noches.
Capítulo
XII → https://bit.ly/2Lwv1xr
No hay comentarios:
Publicar un comentario