El
sábado 20 de septiembre vamos a hacer el
programa de radio Faltaba más (LU9) con público en la Biblioteca de la
Universidad de Mar del Plata.
La cita
es a las 16.30 en Rodríguez Peña 4046.
¡Te
esperamos!
El
sábado 20 de septiembre vamos a hacer el
programa de radio Faltaba más (LU9) con público en la Biblioteca de la
Universidad de Mar del Plata.
La cita
es a las 16.30 en Rodríguez Peña 4046.
¡Te
esperamos!
Yo vivía con la música en la piel. No como un simple pasatiempo, sino como si cada acorde fuera un latido, como si cada silencio contuviera una revelación. Mi vieja lo sabía: me había visto crecer abrazado a cassettes y CD´s y me acompañaba con esa paciencia silenciosa de quienes aman sin medida.
La noche del jueves 6 de mayo de 2021 me conecté, como siempre, a la clase online de Dany Jiménez. El tema prometía: el primer disco de The Velvet Underground & Nico, aquel artefacto extraño, con su banana de Warhol y las canciones que abren una puerta hacia el futuro.
Mientras Dany desplegaba su análisis: "Una belleza dolorosa, un aburrimiento lánguido, un timbre cálido y metálico. Escucharlo es como tener un nervio expuesto acariciado, a veces suavemente, a veces con demasiada brusquedad." me incliné hacia mi vieja:
—Ma, ¿tenes un auricular? Este ya no suena bien.
Ella sonrió, buscó entre los cajones y me lo entregó como si me ofreciera un amuleto. Después, con un gesto inusual, se despidió temprano. Ese auricular fue lo último que mi vieja buscó para mí. La mujer que siempre encontraba una respuesta, que siempre hallaba una solución, dejó los platos sin lavar y la ropa amontonada. Y, por primera vez, nada de eso le importó. Esa noche eligió el descanso sobre la rutina, el silencio sobre las tareas. Claro, sería su última noche, y yo no lo sabía.
—Me voy a acostar.
Eran
las diez de la noche. Me sorprendió (ella solía rendirse al sueño cerca de la
una). La vi retirarse envuelta en una calma misteriosa, como si ya supiera lo
que yo aún ignoraba.
Y sin advertirlo, recibí en ese instante la última caricia de su adiós. Madre e hijo, hijo y madre: dos almas respirando el mismo aire, anudadas en un silencio que ya era eternidad. La clase virtual se despidió con «European son». Lou Reed arrojaba sus palabras como cuchillos, y la distorsión crecía, feroz, como un vendaval dispuesto a arrasar con todo.
Yo me dejé arrastrar por esa furia eléctrica, mientras la casa, a mi alrededor, se hundía lentamente en un silencio denso, un silencio que no callaba, sino que ocultaba un secreto oscuro. Al día siguiente, la música se quebró. Mi vieja apagó su aliento, rendida a la enfermedad que la habitaba y al zarpazo final de un virus nacido para arrasar con multitudes.
Desde entonces, ese disco entero late en mi memoria como una herida que arde, como una cicatriz luminosa donde su presencia se aferra y nunca termina de irse.
SUNDAY MORNING
Hoy suenan los acordes de «Sunday Morning» y la voz del Lou Reed avanza en puntas de pie, como un visitante temeroso de despertar a la tristeza que respira a mi costado. Y mientras suena, mamá regresa: buscándome un auricular, retirándose temprano, dejándome, sin saberlo, su último gesto de amor envuelto en la fragilidad de la noche.
Lou y mi vieja, tan lejanos en la apariencia, se entrelazaron para siempre en mis oídos. Y cada vez que el disco comienza a girar, no estoy solo: ella regresa en la penumbra, respira entre armónicos disonantes, camina conmigo por ese sucio boulevard donde la eternidad se disfraza de canción.
Tenía dieciocho años y la insolencia de la juventud. Una mezcla de audacia y orgullo todavía en formación. Evitaba encontrarse con nuestros ojos, como si su sola asistencia bastara para otorgarnos un favor.
Se presentó ante el jurado con paso seguro, casi altanero, como si la sala del histórico Caserón ubicado en Avenida 59 y calle 54 fuese demasiado pequeña para albergar su yo en expansión. Se sentó de costado, cruzando las piernas con una displicencia estudiada, la de quienes todavía prueban los límites de la atención ajena.
Lo primero que mencionó fue un catálogo de lecturas: «Crimen y castigo» de Dostoyevski, «Cien años de soledad» de García Márquez. “Por eso hablo así”, comentó, como si la cadencia de su voz hubiera sido prestada por los fantasmas de Raskólnikov y los Buendía. No pretendía convencernos de su talento bajo la lluvia copiosa de Necochea, sino dar testimonio de su pedigrí literario. Me enterneció escucharlo: primero apareció mi hijo, y después un futuro adulto que tal vez querría esquivar. Había en su arrogancia cierta fragilidad, una careta que aún no lograba comprender del todo. Después de cierta edad, empezamos a utilizar una máscara de seguridad y certeza. Con el tiempo, esa máscara se pega a la cara y ya no se puede quitar.
Luego, con la audacia de quien cree haber descifrado un secreto del lenguaje, dijo que su diferencia con Cortázar residía en la precisión con que pronuncia la “R". Lo afirmó con naturalidad, como quien descubre una curiosidad casi secreta. Nosotros lo dejamos hablar, conscientes de que muchas certezas tempranas se desinflan con el tiempo, igual que los globos de helio.
Confesó sentirse identificado con la «Carta al padre» de Kafka. ¡Ah, la rebeldía heredada, la épica silenciosa de todo adolescente! Pero enseguida se contradijo: de sus tres libros favoritos, dos habían sido recomendados por aquel padre “incomprensivo”. Allí se dibujaba un matiz profundo de su historia: un joven que disputaba la autoridad mientras, al mismo tiempo, aceptaba su guía.
EL JURADO
Nosotros, los jurados, lo escuchábamos con paciencia. Una anotaba, otra asentía con gravedad, como quien registra pequeñas joyas de un mundo aún en construcción. Yo lo miraba y pensaba: ¡qué pequeña su mirada del mundo! Chiquita como la laguna de su pueblo: un espejo de agua que confunde reflejo con horizonte, todavía en búsqueda de profundidad.
No estaba para ganar. Su obra era todavía más eco que voz propia, más pose que convicción. Si hubiera sido premiado por decisión de mis colegas, habría sido un triunfo prematuro que no le habría enseñado nada sobre la literatura, que no le habría revelado la paciencia, el esfuerzo y la disciplina que exige cada verso. Porque, aunque su pedido al irse —ese timorato ruego de “haceme pasar de etapa”— contenía la inocencia de un adolescente, la poesía no se concede por compasión. La poesía se conquista: se modela verso a verso, línea a línea, hasta que deja cicatrices que son, al mismo tiempo, medallas invisibles.
Cuando se levantó, lo hizo con paso seguro, como quien ya se siente dueño de más de lo que realmente sabe. Y mientras se alejaba, pensé que algún día comprendería que no basta con pronunciar la “R” fielmente para diferenciarse de Cortázar. El verdadero desafío es curtirla hasta que suene auténtica, hasta que cada palabra pese tanto como la experiencia que la alimenta.
Y tal vez entonces, cuando su mirada haya aprendido la hondura que el trajín del vivir susurra en secreto, la literatura lo cubra de verdad: sin disfraces ni atajos, como quien abre los brazos a un hijo esperado, y sus versos, ya curados de la torpeza inicial, podrán hablar con la voz serena de la madurez.
Un
honor volver a ser parte de la delegación de General Pueyrredon, llevando la
voz de la literatura como jurado en los Juegos Bonaerenses. Esta vez, Necochea
nos abrió sus puertas con un mar de experiencias alucinantes y enriquecedoras,
guiadas con la brújula precisa de Karina Freire y su equipo. Cada encuentro es
semilla y cada palabra, un viaje compartido.
Yo siempre digo que mi papá es como un personaje de los que cuentan en la tele, esos que no sabés si existen o si son inventados para que la historia sea más interesante. El único recuerdo que tengo de él es una foto: yo envuelta en una manta celeste, con cara de bolita dormida, y él mirándome como si hubiera descubierto un planeta nuevo. Esa foto está medio doblada en las puntas porque la guardo debajo de la almohada.
Mamá
nunca me habló demasiado de él. Lo poco que sé lo descubrí a escondidas, una
tarde en la que escuché su voz quebrada mientras le contaba a alguien que lo
había denunciado por maltrato cuando yo todavía era muy chiquita. Desde
entonces, dice, no volvió a verlo.
Mi abuela paterna vino apenas dos veces a visitarme. En ambas ocasiones me acarició el pelo con una ternura extraña, como si en ese gesto quisiera dejarme una huella. Me miraba con unos ojos que no preguntaban ni respondían, ojos que parecían sostener un secreto. Un secreto que no podía decir en voz alta, pero que, de algún modo, quería regalarme en silencio.
Un día, que para mí no era un día cualquiera sino el último de mi niñez —porque al siguiente cumpliría quince—, la abuela apareció sin anunciarse, con una simple bolsita de plástico de supermercado entre las manos. La sostenía como si cargara un relicario. Me la entregó despacio, mirándome fijo, y me dijo que la cuidara como si fuera un tesoro.
Adentro, apenas protegido por ese envoltorio humilde, había un cassette TDK de 90 minutos. En la etiqueta, escrita a mano con una caligrafía temblorosa, se leía: “Para Luna, para todos los días que no vivimos”.
Y de pronto, lo que cabía en la palma de mi mano pesaba como una historia entera.
No tenía carta, ni nota, ni firma. Solo el cassette.
Esa noche me encerré en mi pieza como quien entra en un santuario. Saqué del cajón el viejo walkman que la abuela me había regalado y, con las manos temblando, apreté play.
La cinta comenzó a girar y, de pronto, la voz de Frank Sinatra llenó el aire: «Fly Me to the Moon». Era como si la habitación se abriera hacia otro cielo. Mientras él cantaba, yo me veía viajando con mi papá en un avión inventado por mis ganas: las alas cortaban nubes de azúcar, abajo brillaban ciudades de luces que titilaban como juguetes, y en cada aterrizaje me esperaba un helado distinto.
Sinatra seguía cantando, pero yo escuchaba otra cosa: la promesa de un viaje que nunca tuvimos y que, sin embargo, esa noche sucedía dentro de mí.
Después sonaba «September», de Earth, Wind & Fire, y entonces lo imaginaba conmigo en la playa, moviéndose torpemente, bailando como un ridículo hermoso, haciéndome reír hasta que me doliera la panza.
Las canciones se iban encadenando como si fueran estaciones del año, un calendario secreto armado solo para mí:
·
Para los inviernos,
Sinatra, Louis Armstrong y boleros que se arrastraban como brasas encendidas.
·
Para los veranos, música
disco y funk que explotaban como fuegos artificiales.
·
Para las navidades,
villancicos en inglés y en español, como si me invitara a poner la mesa con él,
a compartir un pan dulce inventado.
· Para los cumpleaños,
Stevie Wonder, y hasta un “feliz cumpleaños” desafinado, grabado por su propia
voz, torpe pero alegre.
·
Para las mañanas, The
Beatles o Spinetta, como si me abriera la ventana y me llamara para ir al
colegio.
· Para las noches, baladas
ochentosas, como un abrigo de música antes de dormir.
Casi no hablaba entre tema y tema, pero en un momento, después de que terminó «What a Wonderful World», se escuchó su voz. Una voz grave, tímida, como si llevara años guardada en un rincón y de pronto se atreviera a salir. Una voz que parecía no estar acostumbrada a decir nada tan importante.
Y entonces dijo:
—Luna… yo nunca tuve el don de las palabras. Perdí muchas cosas por eso. Pero siempre tuve el don de ponerle música a los momentos, en la radio y en la vida. No estuve para ponerte estas canciones en persona, pero acá están, todas juntas. Te amo, hija. Y espero que algún día llegue la verdad… y que podamos cantar todo este compilado entero, vos y yo, sin parar.
Después empezó «Your Song», de Elton John, y la melodía se me metió en el pecho como si me desarmara por dentro. Con los auriculares puestos, sentí que me ardían los ojos, como si cada nota encendiera una chispa que no sabía si era tristeza o alegría. No llegué a llorar del todo, pero tampoco podía contener la sonrisa que me temblaba en los labios, como si en esa canción se mezclara lo que nunca tuve con lo que, por un instante, parecía estar ahí conmigo.
Esa noche comprendí que quizá mi padre no era un espejismo inventado, sino un ser de carne y silencio, extraviado en la intemperie de mi vida. No me habló con palabras, pero me dejó un mapa secreto, dibujado con canciones, para que algún día pudiera hallarlo.
Y ahora, cada vez que vuelvo a poner ese cassette, la soledad se me achica.
No es que me devuelva a mi papá, ni que borre los años que nos arrancaron como páginas de un diario.
Pero me regala la certeza de que, de algún modo secreto, él estuvo en todos mis cumpleaños, en cada playa iluminada, en cada nochebuena con olor a pan dulce y en cada invierno humeante de sopa.
Ya no necesito explicar su voz: la escucho en las trompetas de Sinatra, en los coros de Serú Girán, en el piano sincero de Elton John.
Y me
digo que algún día —cuando la verdad se atreva a cantarse sola— vamos a poner
ese compilado en el equipo más grande del mundo, y lo dejaremos sonar hasta que
la primera luz del amanecer nos encuentre todavía bailando.
Gracias Karina Freire por invitarme a esta hermosa charla en @larutamdq. Fue un
verdadero placer conversar sobre escritura, talleres, el rock y esas palabras
que nos habitan.
Gracias
por abrir un espacio donde la literatura y la sensibilidad tienen lugar. Me voy
lleno de gratitud, ideas y ganas de seguir compartiendo.
@vorterixmdq
Nota
completa: https://www.youtube.com/watch?v=6fDY8UT6hiU
hoy
cumplís diecisiete,
y yo miro atrás,
como quien persigue la huella
de un fuego
que aún se resiste a apagarse.
vos, mi
pibe noble,
con el
corazón limpio como el cielo después de la lluvia,
que
corrés detrás de una pelota
como si
en cada pase se jugara la vida,
y soñás
con mares infinitos,
con
delfines que te llaman por tu nombre,
con ser
biólogo marino
y
aprenderle los secretos al océano.
me
enseñaste palabras nuevas,
aquel
día que deletreaste “vainilla”,
y yo,
torpe y feliz, te respondí “llovizna”.
desde
entonces supe
que
entre vos y yo siempre habrá poesía.
fuimos
felices en la plaza del monstruo,
donde
el tiempo se quedaba quieto,
y somos
felices en Mar del Plata,
donde
cada ola me recuerda
que el
amor también sabe volver.
Julián,
hijo,
mi
pedazo de mundo,
mi
latido,
te
abrazo con todo lo que tengo.
que tus
diecisiete sean viento,
y que
cada año que pase
te
descubra creando luz.
Tu vida al frente, mi amor detrás,
custodiando cada uno de tus pasos.
🎙️ "Como solo los grandes suelen hacerlo..."
En este
fragmento, Claudio Lassiar responde con calidez y admiración a una oyente que
elogia a Faltaba Más. Sus palabras, cargadas de respeto y emoción, destacan la
esencia del programa y el homenaje a Jorge Pucinelli. Un reconocimiento sincero
que dice más de lo que parece.