Julián apareció en la puerta con una bolsa. No caminaba: flotaba. Tenía ese brillo que no se compra, que no se aprende, que sólo aparece en los ojos cuando algo profundamente bueno está por suceder. Adentro de la bolsa se apretaban globos plateados; parecían peces sorprendidos, atrapados en un pequeño océano de plástico.
—Hoy le
voy a preguntar si quiere ser mi novia —dijo, como si estuviera anunciando un
eclipse.
Y en cierto modo, lo hacía.
Mientras hablaba, sostenía los globos con un cuidado casi ceremonial. No quería que tocaran el piso. No quería que se mezclaran con la rutina de la casa. Aquellos globos eran otra cosa: eran lenguaje, promesa, augurio.
Yo lo observé, y ahí estaba él, mi hijo de hoy, tan alto, tan decidido, tan dueño de su emoción… y arriba de esa imagen, como un doble transparente, estaba el bebé que fue.
El nene que antes de decir “papá” dijo “gobs”.
Su
primera palabra no fue un nombre ni una necesidad. Fue un globo.
Un objeto que asciende. Una forma de celebrar. Un modo de comunicar pureza sin gramática.
Creo que esa elección lo define más de lo que él sospecha. Mientras algunos chicos aprenden a hablar desde lo urgente (leche, agua, mamá) él conmigo empezó desde lo festivo. De a poquito, al tiempo de su boca chiquita, me enseñó que cada globo que sostenía era una idea, una invención, un intento de decir “mundo, estoy llegando”.
Ahora, tantos años después, cuando lo veo armar la frase, todavía escucho ese sonido antiguo: “gobs”. Y me doy cuenta de que él no cambió tanto. Que, incluso en su adolescencia movediza, sigue hablando en ese idioma aéreo, suave, redondo. Un idioma que nombra lo que siente sin temor. Era un trabajo minucioso, casi artesanal. A cada globo le escribió una letra, hasta completar la pregunta:
¿Querés ser mi novia?
Lo hacía con concentración, pero también con una alegría que se le desbordaba por los labios. Y yo, sin decir nada, acompañé esa escena como quien presencia un acto sagrado. Porque en realidad lo era: era el instante exacto en que un chico empieza a ser hombre, no por edad sino por sensibilidad.
Cuando
terminó, respiró hondo. Un aire nuevo entró en su pecho.
—Listo
—dijo—. ¿Queda bien?
No podía decirle que quedaba perfecto, porque “perfecto” era poco. Quedaba vivo.
Lo vi
feliz, como si cada globo (cada vocal y cada consonante) fueran un satélite suyo,
un planeta obediente girando alrededor de su valentía.
Lo vi preparado hacia el encuentro, hacia esa ceremonia mínima y gigantesca de preguntarle a otra persona: “¿Me elegís?”. Y en ese momento sentí un tironcito en el pecho. Una mezcla de emoción y nostalgia. Porque cada globo que él soltaba —o que estaba por soltar— también me soltaba a mí un poco.
Ese
chico que nació diciendo “gobs” hoy le hablaba al amor con globos.
Y yo, desde la vereda, descubrí algo que quizá debería haber sabido siempre:
Cuando
un hijo crece, no deja de hablarnos.
Sólo
cambia el idioma.
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