(Inspirado
en una charla con el periodista Agustín Salas)
Dicen
que para ser un buen cronista deportivo hay que haber jugado y conocer, en
carne propia, la sangre y el sudor del juego, pero también esos latidos
invisibles que le dan alma al relato. Agustín Salvatierra, periodista joven y
hambriento de estilo, encontró esa alma una noche de insomnio, rodeado de
libros que no tenían nada que ver —al menos en apariencia— con el deporte.
Eran
novelas de terror, un regalo de su novia.
Él, que
últimamente venía dudando de todo —del trabajo, del país, de sus rodillas—,
también se preguntaba si no sería mejor leer Ringo, la biografía de Bonavena
escrita por Ezequiel Fernández Moores, o sumergirse en la vida rota y luminosa
de André Agassi. Algo más terrenal, más humano, más de este mundo.
Pero
no. Ella apareció una tarde con una bolsa de librería y esa sonrisa suya que
mezcla ternura y sentencia, y le dijo: “Esto es para vos.”
Adentro
venían tres monstruos fundacionales: Drácula, Frankenstein y El extraño caso
del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Tres clásicos del terror, tres espejos oscuros, tres
advertencias disfrazadas de literatura.
Él
entendió —o creyó entender— el mensaje: que a veces uno necesita mirar sus
propios monstruos antes de animarse a leer la vida de los demás.
Y sin
embargo, mientras leía, algo comenzó a revelarse.
I. Drácula en Santiago del Estero
Agustín
estaba releyendo Drácula, fascinado con la estructura epistolar: cartas,
diarios, recortes de periódico. Entonces imaginó que esa misma forma podía
servirle para narrar un partido cualquiera, incluso uno jugado bajo el sol
implacable de Santiago del Estero.
Tomó su
libreta y escribió:
“Entrada 17:15... La tarde cayó sobre el
estadio como un manto ardiente. El calor picaba la nuca como un vampiro al
acecho. Los jugadores parecían sombras alargadas, fatigadas, luchando por no
sucumbir…”
Y
entendió que, igual que en Drácula, el terror no siempre está en la sangre:
está en la tensión, en el suspenso, en lo que se escribe a pedazos, como
mensajes desesperados enviados desde la trinchera del deporte.
II. Frankenstein y el equipo que inventó su
propio cuerpo
Luego
abrió Frankenstein y vio al creador que toma partes dispersas y arma algo
nuevo, poderoso, impensado. Entonces pensó en el fútbol total de la Holanda del
’74, en Rinus Michels como un moderno Víctor Frankenstein.
¿No
había ensamblado Michels un monstruo táctico hecho de pedazos brillantes?
Agustín
escribió:
“El equipo se mueve como si una corriente
eléctrica invisible uniera a cada jugador. No corren: se reaniman. Cada pase es
un hilo conductor. Cada presión, un latido cosido a otro. Holanda no juega:
respira con un solo pulmón.”
Entendió
ahí que el deporte también crea criaturas propias, híbridas, nacidas de la
obsesión y la genialidad. Y que la crónica podía contarlo como un mito de
laboratorio y tormenta.
III. El jugador que era dos: Dr. Jekyll y
Mr. Hyde
Al
abrir Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Agustín vio al hombre que es dos hombres. Dócil en
la calle, feroz en lo oscuro. Y pensó en esos jugadores que fuera del campo son
humildes, tímidos, casi frágiles… pero dentro se transforman.
Recordó
también a Carlos Monzón: tosco, casi bruto en su vida diaria; lúcido,
calculador y frío dentro del ring, como si la campana activara un interruptor
desconocido.
Escribió:
“Entró al campo con mirada tranquila, casi
pastoral. Pero bastó el primer silbido del árbitro para que algo se quebrara
dentro. Sus ojos se afilaron. Sus piernas se tensaron. Era otro. El jugador
educado se convirtió en fiera, no por violencia, sino por instinto ancestral.
El estadio aplaudió la metamorfosis.”
Y allí
entendió algo poderoso: el terror no es solo miedo sino transformación,
desdoblamiento, revelación.
IV. El periodista que aprendió a ver
Cerró
los libros, exhausto. Y descubrió que la literatura de terror le había enseñado
más sobre el deporte que muchos manuales.
Drácula
le dio estructura y tensión.
Frankenstein
le dio táctica y mito.
Jekyll
y Hyde le dio psicología y metamorfosis.
Esa
noche escribió su crónica final:
“El deporte no es solo un partido: es un
monstruo que cambia de forma, un vampiro que espera en la sombra del área, un
hombre que se transforma bajo la luna de los reflectores. El cronista no solo
cuenta goles: narra criaturas. Y quien haya leído terror sabe reconocerlas.”
Esa
noche, agradecido, Agustín le envió un mensaje a su novia: gracias por los libros, por la chispa, por el miedo.
Después
salió a comprar un paquete de pastillas Renomex —la garganta también vibra
después de escribir— y la invitó al cine a ver una de terror.
Agustín
entregó la crónica.
El
editor la leyó dos veces.
Y dijo,
casi en un susurro:
—No se
enseña a escribir así. Se aprende leyendo.
Entonces
Agustín comprendió que cada deporte es un umbral: al cruzarlo, el tiempo se
retuerce, la luz se inclina y el rumor del público sopla como un viento antiguo
que despierta bestias dormidas en la grama.
Comprendió
que en el fondo, narrar es vigilar la noche: acechar al monstruo hermoso del
juego y dejar que, por un instante, nos muerda con su verdad.