1 de julio de 2025

DIA DEL ESCRITOR


Gracias a la Lic. Guadalupe Fuente por abrirme las puertas de su programa, y a la Prof. Mónica Monlezun por su cálida producción y co-conducción. En tiempos donde el ruido abunda, celebrar la escritura es abrazar el silencio que dice, la palabra que teje sentido y la educación como acto de amor duradero.











13 de junio de 2025

PASÓ QUE SOY PAPÁ

 

"La felicidad de mi hijo, mi club favorito"




A partir de hoy mi hijo juega para el Club Atlético Huracán, luego de superar una prueba física, técnica y táctica. Y estoy inmensamente feliz.

Un conocido me escribió con cierto sarcasmo:

"¿Qué pasó? ¿Vos no eras de San Lorenzo?"

Y yo le contesté lo único que podía decir desde el corazón:

Pasó que voy a cumplir 50 años.

Pasó que soy papá hace 16.

Pasó que mi hijo, cada vez que pasaba por La Quemita, soñaba con probarse en Huracán.

Pasó que se esforzó, que lo intentó, y que hoy está cumpliendo ese sueño.

Pasó que la paternidad —la de verdad, la que se vive con el alma y no con consignas de tribuna— te enseña a correr el ego a un costado, a entender que la felicidad de un hijo está muy por encima de cualquier berretín identitario o capricho no resuelto de adolescencia tardía.

Pasó que ser padre es dejar de mirarse el ombligo para mirar hacia adelante, hacia ellos, hacia lo que necesitan, lo que desean, lo que los hace crecer.

Así que no, ya no importa de qué club era yo. Hoy, soy del club donde juega mi hijo. Hoy soy del club de su felicidad.

Y eso, hermano, no tiene camiseta.









10 de junio de 2025

PUBLICAR A LOS 95




¡Una gran noticia para compartir!

 

Hoy quiero contarles algo que me llena de orgullo y emoción: una alumna muy especial de mi taller de escritura creativa salió hoy en el diario La Capital. 🌟

Ella es María Dolores —aunque todos le decimos con cariño *Mariquita*— y tiene nada menos que *95 años*. Con una lucidez y sensibilidad admirables, ha trabajado con dedicación en sus relatos durante el taller... ¡y ese trabajo floreció en un hermoso *libro de cuentos*! 📚💫

Verla publicada en el diario y ver sus historias cobrar vida en un libro es una alegría inmensa que quería compartir con ustedes. Mariquita es un verdadero ejemplo de que nunca es tarde para crear, soñar y compartir nuestra voz con el mundo.









7 de junio de 2025

UN “YA FUE” EN LOS LABIOS

 


Ariel tenía 18 años y vivía en Lugano 1 y 2, en el departamento de un amigo, como quien ocupaba un espacio de paso, sin saber muy bien cuánto va a durar. Su mamá lo había abandonado. Su papá, preso. Él, mientras tanto, resistía.

No era crack, no era figura, él jugaba. Y jugaba con lo que tenía, alma y carisma. Formaba parte de un equipo imbatible en los picados que se armaban con los pibes de Cafayate. Ahí, donde el talento se mezcla con la necesidad, donde cada gol puede valer un almuerzo, o al menos el orgullo de ganar. Ahí también juega mi hijo, Julián. Y ahí conoció a Ari.

A las dos y media de la mañana del jueves escribió al grupo de WhatsApp que se habría peleado con su novia, algo que solía ocurrir. Pero todos dormían. Todos menos él, que tenía el alma en vela. ¿A quién llamar? ¿A quién golpearle la puerta tan tarde?

Ari decidió ir a ver a su ex novia, a buscar algún tipo de consuelo. Nadie sabe bien qué se dijeron, pero estuvo con ella. Al amanecer, subieron a la terraza a colgar ropa. Piso catorce. Viento de invierno. Cielo opaco. Ari se sentó en la cornisa con una foto impresa de la chica que lo había dejado en la mano. La miró a los ojos. Y dijo, bajito:

"Ya fue."

Y se arrojó al vacío.

Cuando al alma torturan los recuerdos, los placeres sólo revelan desesperación.

A las 7 de la mañana, el día apenas empezaba y ya estaba roto.

Julián no se lo esperaba. Nadie se lo esperaba. Ari no era su compañero del colegio, ni del club. No hacían tareas juntos. No compartían aulas ni cumpleaños.

Compartían otra cosa más intensa, más cruda: el potrero, la ronda de botines gastados, el código sin palabras de una canchita sin área.

Es la muerte más cercana de un par que le toca vivir a mi hijo. Y duele. Porque cuando muere un pibe así, no se va solo una vida.

Se va también una parte del barrio. Se agrieta un espacio.

Se enfría la pelota.

Y nosotros, los que todavía creemos en los abrazos después del gol, sentimos que algo se nos rompe también.

Ojalá Ariel encuentre, allá donde haya ido, lo que acá nunca le dieron del todo: un lugar propio, un afecto sin condiciones, una red que no se rompa.

Y ojalá nosotros sepamos mirar mejor. Escuchar a tiempo.

Porque los pibes no pueden seguir cayendo al vacío con una foto en la mano y un “ya fue” en los labios.







17 de mayo de 2025

TU PRIMER VOTO

 



Hoy votás por primera vez.

Y yo, que todavía veo tus chiches en la caja de juguetes, tengo el corazón apretado, como cuando te soltaba la mano al final de cada visita.

Te fuiste temprano, solo. Con ese paso firme que aprendiste a fuerza de esperas, de filas en el hospital, de horas en una plaza que era parque y era cárcel a la vez. Te vi desde la ventana. Tenías el DNI en el bolsillo y una mezcla de decisión y ternura en la cara, como quien está por hacer algo enorme y no lo sabe del todo.

Yo me quedé sentado en la mesa de la cocina, con un mate lavado y la radio bajita. Decían algo sobre elecciones históricas, sobre la juventud que va a decidir el rumbo del país. Y pensé: mi hijo también.

Entonces me vinieron imágenes como relámpagos.

Tu cochecito avanzando por las baldosas flojas de la plaza del Monstruo de Combate de los Pozos. Las palomas que te hacían reír, la primera vez que pateaste una pelota que nos prestó otro padre que también tenía el reloj marcándole el tiempo. Todos éramos visitantes en esos parques: hombres con mochilas llenas de juguetes y una sonrisa medida, como quien no puede permitirse el error.

Vos eras chico. No entendías de acuerdos judiciales, de días pares o impares, de resoluciones provisorias. Solo querías que te alzara, que te llevara corriendo por el pasto. Y yo quería lo mismo, pero me cuidaba de no tentarte a llorar cuando se terminara la hora.

Recuerdo una vez que te hiciste encima en el colectivo. Tenías tres años. Llevabas un jardinero con ositos bordados. Entramos a un bar, pedí por favor si podía cambiarte ahí. Me dijeron que no, que el baño era solo para clientes. Pero vos no entendías de consumo mínimo. Así que te llevé al hospital Durand, al baño de discapacitados, porque ahí había espacio. Te limpié con una remera vieja mía que llevaba en la mochila. Vos no lloraste. Me mirabas con una calma que todavía no sé de dónde sacaste.

Después, cuando llovía, nos metíamos en los recovecos de los colegios. Eran techitos flacos, de chapa, que chorreaban por los costados. Jugábamos a que éramos piratas o astronautas, lo que pintara ese día. Te hablaba bajito, porque no quería que te resfriaras. Si te enfermabas, se suspendía la visita. Así eran las reglas.

Pero vos creciste. Aprendiste a patear fuerte, a leer carteles, a reconocer los colectivos por número. Una tarde, ya más grande, me dijiste: “¿Pa, me acuerdo cuando me llevabas al hospital? ¿Vos eras el único que cambiaba los pañales ahí?”

Y yo te miré como si me hubieras abierto el pecho con un cortaplumas. Porque no pensaba que te acordaras. Porque creí que todo eso era mío, que lo cargaba solo.

Hoy, en la mesa de votación, vas a ver a otros como vos. Algunos con la camiseta de su club, otros con auriculares, otros tal vez apurados por irse. Pero todos con ese derecho que yo no pude darte en una plaza ni en una garita: el de decidir. El de decir esto sí, esto no.

Vas a votar, hijo. Y sin saberlo, vas a defender esos hospitales públicos que nos acogieron sin juzgarnos. Esos espacios públicos donde el amor que te tenía necesitó hacerse visible aunque la ley me diera la espalda. Esas plazas donde aprendiste a caminar con el mismo paso que ahora te lleva al futuro.

Y yo me quedo acá. Con tus chiches en la caja. Con tus dibujos pegados en la heladera. Con una foto arrugada donde estamos los dos mojados, riéndonos en una garita.

Faltan horas para que vuelvas. No voy a preguntarte a quién votaste. Me basta con saber por qué.




2 de mayo de 2025

PEDRO, SEMBRADOR DE PALABRAS

 



En Mar del Plata, donde las olas no descansan ni siquiera en este fin de semana extra largo, Pedro camina con su bolsa al hombro y la mirada atenta, como quien sabe leer el mundo más allá de las letras. No viene a descansar, como tantos que invaden la ciudad con reposeras, sombrillas y selfies. Pedro viene a sembrar.

Viene desde Boedo, donde las calles se confunden con los límites de Nueva Pompeya — ese borde indefinible entre lo real y lo imaginado — , trayendo consigo historias, papeles doblados y un oficio antiguo y vital: el arte de la palabra. En las playas llenas de pantallas y gente que mira sin ver, Pedro ofrece otra cosa. Algo distinto. Algo que no se carga, no se enchufa, no se desliza con el dedo.

No vende helados ni artesanías. Vende libros. Pequeños textos impresos con tinta de calle y alma de escritor. Hay poemas breves, historias de amor nacidas en servilletas, relatos que caben en una mano y hacen nido en el corazón. Pedro no grita, no forcejea. Susurra. Y en ese susurro, crea una necesidad donde antes no había nada: la necesidad de detenerse, leer, imaginar.

Un niño se acerca y le compra un relato. Una pareja lo escucha, duda, y termina llevándose una historia de playa con final abierto. Un jubilado, curioso, se pone a leer un poema en voz alta y provoca un aplauso espontáneo. Pedro no sólo vende, despierta. Planta semillas. Deja pequeñas explosiones de sentido en cada encuentro.

La cámara de Mauricio Arduin —ese ojo de la Capital de Mar del Plata que todo lo ve— lo capta justo en el momento en que entrega un texto y sonríe. Una imagen basta para entender que Pedro está haciendo algo más que vender. Está dejando huella. Está dejando historia.

Y yo, que tengo el privilegio de tenerlo como alumno en mi taller literario, lo miro con admiración. Pedro no se detiene. No espera que lo descubran. Pedro ya es. Un escritor con las palabras a flor de piel. Un sembrador de historias entre olas, turistas y asfalto caliente.

Hoy, mientras otros descansan, Pedro trabaja en la playa, pero su trabajo es arte. Y Mar del Plata, aunque no lo sepa del todo, florece un poco más cada vez que él pasa.