5 de diciembre de 2025

CRÓNICAS DEL MIEDO

 



(Inspirado en una charla con el periodista Agustín Salas)


Dicen que para ser un buen cronista deportivo hay que haber jugado y conocer, en carne propia, la sangre y el sudor del juego, pero también esos latidos invisibles que le dan alma al relato. Agustín Salvatierra, periodista joven y hambriento de estilo, encontró esa alma una noche de insomnio, rodeado de libros que no tenían nada que ver —al menos en apariencia— con el deporte.

Eran novelas de terror, un regalo de su novia.

Él, que últimamente venía dudando de todo —del trabajo, del país, de sus rodillas—, también se preguntaba si no sería mejor leer Ringo, la biografía de Bonavena escrita por Ezequiel Fernández Moores, o sumergirse en la vida rota y luminosa de André Agassi. Algo más terrenal, más humano, más de este mundo.

Pero no. Ella apareció una tarde con una bolsa de librería y esa sonrisa suya que mezcla ternura y sentencia, y le dijo: “Esto es para vos.”

Adentro venían tres monstruos fundacionales: Drácula, Frankenstein y El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Tres clásicos del terror, tres espejos oscuros, tres advertencias disfrazadas de literatura.

Él entendió —o creyó entender— el mensaje: que a veces uno necesita mirar sus propios monstruos antes de animarse a leer la vida de los demás.

Y sin embargo, mientras leía, algo comenzó a revelarse.


I. Drácula en Santiago del Estero

Agustín estaba releyendo Drácula, fascinado con la estructura epistolar: cartas, diarios, recortes de periódico. Entonces imaginó que esa misma forma podía servirle para narrar un partido cualquiera, incluso uno jugado bajo el sol implacable de Santiago del Estero. 

Tomó su libreta y escribió:

“Entrada 17:15... La tarde cayó sobre el estadio como un manto ardiente. El calor picaba la nuca como un vampiro al acecho. Los jugadores parecían sombras alargadas, fatigadas, luchando por no sucumbir…”

Y entendió que, igual que en Drácula, el terror no siempre está en la sangre: está en la tensión, en el suspenso, en lo que se escribe a pedazos, como mensajes desesperados enviados desde la trinchera del deporte.

 

II. Frankenstein y el equipo que inventó su propio cuerpo

Luego abrió Frankenstein y vio al creador que toma partes dispersas y arma algo nuevo, poderoso, impensado. Entonces pensó en el fútbol total de la Holanda del ’74, en Rinus Michels como un moderno Víctor Frankenstein.

¿No había ensamblado Michels un monstruo táctico hecho de pedazos brillantes?

Agustín escribió:

“El equipo se mueve como si una corriente eléctrica invisible uniera a cada jugador. No corren: se reaniman. Cada pase es un hilo conductor. Cada presión, un latido cosido a otro. Holanda no juega: respira con un solo pulmón.”

Entendió ahí que el deporte también crea criaturas propias, híbridas, nacidas de la obsesión y la genialidad. Y que la crónica podía contarlo como un mito de laboratorio y tormenta.


III. El jugador que era dos: Dr. Jekyll y Mr. Hyde

Al abrir Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Agustín vio al hombre que es dos hombres. Dócil en la calle, feroz en lo oscuro. Y pensó en esos jugadores que fuera del campo son humildes, tímidos, casi frágiles… pero dentro se transforman.

Recordó también a Carlos Monzón: tosco, casi bruto en su vida diaria; lúcido, calculador y frío dentro del ring, como si la campana activara un interruptor desconocido.

Escribió:

“Entró al campo con mirada tranquila, casi pastoral. Pero bastó el primer silbido del árbitro para que algo se quebrara dentro. Sus ojos se afilaron. Sus piernas se tensaron. Era otro. El jugador educado se convirtió en fiera, no por violencia, sino por instinto ancestral. El estadio aplaudió la metamorfosis.”

Y allí entendió algo poderoso: el terror no es solo miedo sino transformación, desdoblamiento, revelación.

 

IV. El periodista que aprendió a ver

Cerró los libros, exhausto. Y descubrió que la literatura de terror le había enseñado más sobre el deporte que muchos manuales.

Drácula le dio estructura y tensión.

Frankenstein le dio táctica y mito.

Jekyll y Hyde le dio psicología y metamorfosis.

Esa noche escribió su crónica final:

“El deporte no es solo un partido: es un monstruo que cambia de forma, un vampiro que espera en la sombra del área, un hombre que se transforma bajo la luna de los reflectores. El cronista no solo cuenta goles: narra criaturas. Y quien haya leído terror sabe reconocerlas.”

Esa noche, agradecido, Agustín le envió un mensaje a su novia: gracias por los libros, por la chispa, por el miedo.

Después salió a comprar un paquete de pastillas Renomex —la garganta también vibra después de escribir— y la invitó al cine a ver una de terror.

Agustín entregó la crónica.

El editor la leyó dos veces.

Y dijo, casi en un susurro:

—No se enseña a escribir así. Se aprende leyendo.

Entonces Agustín comprendió que cada deporte es un umbral: al cruzarlo, el tiempo se retuerce, la luz se inclina y el rumor del público sopla como un viento antiguo que despierta bestias dormidas en la grama.

Comprendió que en el fondo, narrar es vigilar la noche: acechar al monstruo hermoso del juego y dejar que, por un instante, nos muerda con su verdad.




30 de noviembre de 2025

AUD

 




Anoche, en la AUD, mi hijo salió a encontrarse con sus amigos y compañeras del Instituto Roberto Arlt. Yo, desde lejos, sentí que algo vibraba distinto: una mezcla de alegría y desorden luminoso, ese caos hermoso que sólo aparece cuando la vida está por cambiar.

Me llegó una foto en plena madrugada. Lo vi radiante, rodeado de risas, de complicidades, de esa energía que sólo la juventud puede conjurar. Y pensé en Arlt. En cómo estaría disfrutando este pequeño lío que armaron, igual al que él armó alguna vez contra la academia y los cogotudos de siempre.

Mientras lo miraba en la pantalla, entendí que mi hijo ya camina hacia su propio destino. Y me quedé con un orgullo manso, íntimo: el de saber que empieza a escribir su historia con una luz que no necesita permiso para brillar.







17 de noviembre de 2025

GOBS

 




Julián apareció en la puerta con una bolsa. No caminaba: flotaba. Tenía ese brillo que no se compra, que no se aprende, que sólo aparece en los ojos cuando algo profundamente bueno está por suceder. Adentro de la bolsa se apretaban globos plateados; parecían peces sorprendidos, atrapados en un pequeño océano de plástico.

—Hoy le voy a preguntar si quiere ser mi novia —dijo, como si estuviera anunciando un eclipse.

Y en cierto modo, lo hacía.

Mientras hablaba, sostenía los globos con un cuidado casi ceremonial. No quería que tocaran el piso. No quería que se mezclaran con la rutina de la casa. Aquellos globos eran otra cosa: eran lenguaje, promesa, augurio.

Yo lo observé, y ahí estaba él, mi hijo de hoy, tan alto, tan decidido, tan dueño de su emoción… y arriba de esa imagen, como un doble transparente, estaba el bebé que fue.

El nene que antes de decir “papá” dijo “gobs”.

Su primera palabra no fue un nombre ni una necesidad. Fue un globo.

Un objeto que asciende. Una forma de celebrar. Un modo de comunicar pureza sin gramática.

Creo que esa elección lo define más de lo que él sospecha. Mientras algunos chicos aprenden a hablar desde lo urgente (leche, agua, mamá) él conmigo empezó desde lo festivo. De a poquito, al tiempo de su boca chiquita, me enseñó que cada globo que sostenía era una idea, una invención, un intento de decir “mundo, estoy llegando”.

Ahora, tantos años después, cuando lo veo armar la frase, todavía escucho ese sonido antiguo: “gobs”. Y me doy cuenta de que él no cambió tanto. Que, incluso en su adolescencia movediza, sigue hablando en ese idioma aéreo, suave, redondo. Un idioma que nombra lo que siente sin temor. Era un trabajo minucioso, casi artesanal. A cada globo le escribió una letra, hasta completar la pregunta:

¿Querés ser mi novia?

Lo hacía con concentración, pero también con una alegría que se le desbordaba por los labios. Y yo, sin decir nada, acompañé esa escena como quien presencia un acto sagrado. Porque en realidad lo era: era el instante exacto en que un chico empieza a ser hombre, no por edad sino por sensibilidad.

Cuando terminó, respiró hondo. Un aire nuevo entró en su pecho.

—Listo —dijo—. ¿Queda bien?

No podía decirle que quedaba perfecto, porque “perfecto” era poco. Quedaba vivo.

Lo vi feliz, como si cada globo (cada vocal y cada consonante) fueran un satélite suyo, un planeta obediente girando alrededor de su valentía.

Lo vi preparado hacia el encuentro, hacia esa ceremonia mínima y gigantesca de preguntarle a otra persona: “¿Me elegís?”. Y en ese momento sentí un tironcito en el pecho. Una mezcla de emoción y nostalgia. Porque cada globo que él soltaba —o que estaba por soltar— también me soltaba a mí un poco.

Ese chico que nació diciendo “gobs” hoy le hablaba al amor con globos.

Y yo, desde la vereda, descubrí algo que quizá debería haber sabido siempre:

Cuando un hijo crece, no deja de hablarnos.

Sólo cambia el idioma.









1 de noviembre de 2025

LA ORQUETA DEL DESTINO





Tenía doce años. Verano del ’88. Lo habían invitado a un asalto. Él pensaba que sería como un cumple: globos, torta, los pibes corriendo alrededor de la mesa. Pero no. Esto era otra cosa: luces bajas, radiograbador a todo volumen, los más grandes bailando lentos y apretados, como si fueran adultos que ya sabían todo de la vida.

Llegó medio tarde porque se había quedado en el campito del Mercado Central, tirándole a un paredón con la gomera. La llevó consigo, metida en la cintura bajo la chomba de Papazzi, y no sabía bien por qué. Era como cargar un pedacito de su mundo, un secreto que solo él podía sostener.

Dentro, el aire era pesado: mezcla de Pepsi tibia, transpiración y un poco de humo de cigarrillo que escapaba de los más grandes. Vasos de plástico tirados, papas fritas blandas en un bol, y un cassette que pasaba de Europe a Pet Shop Boys. Cada tanto alguien apretaba rewind y el radiograbador chistaba, como una locomotora que respiraba.

De golpe, ¡paf!, arranca un lento: Milli Vanilli. La música bajó el pulso de la sala. Él sintió que le ardían las manos. Y ahí la vio a ella. La que le gustaba de verdad. La invitó a bailar, y ella dijo que sí. Todavía no entendía cómo había pasado.

Apoyó sus manos en la cintura de ella y le temblaban tanto que pensó que lo delatarían. Ella apoyó las suyas en sus hombros, livianas, casi flotando. El mundo desapareció: no estaban las risitas de los costados, ni los codazos de los pibes, ni las chapitas rodando por el piso. Solo ellos, moviéndose torpes, atrapados en un vaivén que parecía eterno.

Hasta que… chau. Ella descubrió la gomera. La sintió dura, escondida en la cintura. Lo miró con ojos grandes, primero sorprendida, después con esa mezcla de ternura y lástima que duele más que un regaño. Él se quería hundir en el piso. No era el langa que fingía. Era un nene con gomera.

El lento terminó. Ella se soltó despacito y se fue con sus amigas. Él se quedó clavado en medio del comedor, con la música apagándose en el pecho y la gomera todavía firme. Sin beso, sin conquista. Solo él, con sus nervios y su verdad.

Muchos años después, al recordarlo, se ríe solo. Esa noche entendió que crecer no era hacerse el grande: era animarse a mostrarse tal cual era, aunque quedara ridículo. Y, todavía le gusta pensar, que en esa fiesta, aunque no besó, fue el único que se animó a bailar con la gomera colgando de la cintura.

Quizás algún día, cuando sea grande, aprenda a besar sin que le tiemble la mano, a mirar fijo y apuntar al blanco del corazón. Mientras tanto, sigue jugando. Porque en cada lento torpe, en cada risa nerviosa, descubrirse a uno mismo ya es un disparo que da en el blanco.









30 de octubre de 2025

¡FELIZ CUMPLEAÑOS, 10!

 

La noche del 24 de enero de 1996 Diego Maradona jugó en Mar del Plata con la camiseta de Boca por la Copa de Oro enfrentando a Independiente de Avellaneda. Mientras tanto, a unas cuadras del Estadio José Minella festejaba mi cumpleaños número 20.

Luego de brindar y comer la torta fuimos a tomar algo a la pizzería del Cholo. Mientras pedíamos una cerveza llegó Carlitos Fren (ex compañero de Diego en Argentinos Juniors) y compartió una birra con nosotros.

Pasada la medianoche, suena un Movicom, era Diego. Apenas corta, Fren nos dice con total naturalidad: "Diego está en Punta Mogotes”. La familia Maradona festejaba un cumpleaños en el Balneario 12. Pagamos la cuenta y allá fuimos.

Al llegar, Carlitos Fren le contó al Diez que era mi cumpleaños. Diego se acercó y me dijo: "Feliz cumpleaños, maestro. Hoy cumple la Claudia* también". Me convidó vino blanco de su vaso y no le pude responder. Mis labios temblaban, mis piernas también. “Gracias” fue todo lo que pude decir. Conocerlo, abrazarlo y mirarlo fue uno de los mejores regalos de cumpleaños de mi vida. Desde entonces, ingreso a las pizzerías con otro vigor.

¡Feliz Cumpleaños, 10!


*Claudia cumpleaños el 22 de enero








Si bien fue la primera vez que lo vi y lo traté a Maradona, no fue la última. Diego quiso hacerme sentir parte de su fiesta. No existía en su registro la aclaración "la Claudia cumple el 22 y lo festejamos hoy" en su expresión "también", que es lo importante, está concentrado el espíritu de este encuentro.

Buscar la coincidencia para darme la bienvenida a su festejo, ese el espíritu de lo narrado y la aclaración final. Por otro lado, nunca falta quien ingresa a estos posteos (lejos de disfrutar de la sucesión de hechos y documentados en las fotos) a "fiscalizar" fechas para quitarle verosímil y de esa manera menoscabar algo tan hermoso cercano a la fé poética que a la crónica pura y dura.

Vicio profesional de periodista porque las fechas no "coinciden". Solo eso. Por último, Diego Maradona fue mejor de lo que cualquier cámara de fotos pudo registrar. En su "hoy cumple la Claudia también" perdura por siempre su esencia que te invita a ser parte. El me regaló con ese gesto y el convite a tomar de su propio vaso mi gol a los ingleses que jamás olvidaré.


El partido: https://www.youtube.com/watch?v=BPvvQklhZqQ&t=7s

Gracias @proyectoPelusa https://www.instagram.com/p/CQoJbbvgg-T/?img_index=3


27 de octubre de 2025

RESCATE EMOTIVO II


"No creo en la sangre, creo en los individuos" 

Marcelo Ghio ("Chelo" Esculapio)




Aquel hombre de radio —voz de las tardes de domingo, forista sin estridencias en el dial de los que aún escuchan— tenía un nombre que sonaba entre sus pares, pero en Retiro no era nadie. Allí, entre valijas ajenas y bocinas sin nombre, el cuerpo empezó a escribir su propia carta de auxilio. Primero fueron las palpitaciones, como un tambor desbocado en el pecho. 

Luego, una sombra sorda en el brazo izquierdo, la debilidad del aire, el mundo ladeado. Cayó en silencio, sin dramatismo, sin micrófonos cerca. Lo internaron. Nadie sabía su nombre en esa sala blanca y urgente. Nadie recordaba su frase de cierre en los programas de los domingos. Ni los oyentes de antaño, ni los seguidores que alguna vez dejaron un corazón en su muro de Facebook.

Y entonces, en medio de esa soledad digital, apareció ella. Ella, su ángel guardián. Su madre del corazón. La que no sabía mucho de redes sociales, pero sí de trayectos de amor que se miden en kilómetros y no en likes. Viajó ochocientos. De ida y vuelta. Sin pedir permiso ni dar explicaciones. Con la certeza terca de quien conoce el valor de estar. Lo encontró con el alta en la mano y la mirada baja. 

Él no dijo mucho, porque hay emociones que no caben en las vocales ni en los bordes de una frase. Solo pensó, en un rincón donde aún respiraba ternura: menos mal que la tengo a ella. Y al verla cruzar el andén número dos de la estación de Retiro en un rond de jambe perfecto, comprendió que no hay algoritmo que abrace, ni historia viral que te levante del piso.

¿Quién necesita más amigos en Instagram o Facebook, si hay una sola persona capaz de subirse a un micro y cruzar media provincia por tu voz herida? ¿De qué sirven las notificaciones si no hay nadie que venga a buscarte cuando no podés volver solo? Porque hay cariños que no publican stories, pero escriben epopeyas en la vida real.

Y ese hombre de radio descubrió, por fin, la verdad más simple: que a veces, el único programa que vale la pena escuchar es el que suena cuando alguien dice: “Tranquilo, ya llegué. Ahora nos vamos a casa.”




23 de octubre de 2025

UN MAESTRO QUE ENSEÑÓ A MIRAR





Hay maestros que enseñan materias, y hay maestros que enseñan a mirar. El profesor Luis Casinelli, desde aquel primer año, hizo del pizarrón un horizonte, no un muro. Julián aprendió literatura, sí, pero aprendió algo más grande: que la pedagogía es un arte, y que enseñar no es llenar cabezas, sino encenderlas. 

En estos tiempos donde se les pide a los chicos que dejen sus pantallas, pocos se preguntan qué les damos a cambio. Casinelli lo sabía: les dio palabras vivas, preguntas abiertas, una voz que valía la pena escuchar. Por eso todos miraban al frente, no porque debían, sino porque querían. Porque usted hizo del aula un lugar donde todavía vale aprender. 

Se lo va a extrañar mucho, profesor. España gana un maestro, pero en Villa Lugano queda su huella, su modo de enseñar, y un alumno que lo recordará siempre.