«El año
pasado mi hermana me regaló un Playmobil gigante, pesado y hermoso, del tamaño
de un enano de jardín. Tiene camiseta verde, pelo marrón y lo ubiqué arriba de
una biblioteca. Esta semana, mientras pasaba el lustramuebles la biblioteca
tambaleó y el Playmobil cayó al piso. Si no fuera porque di un providencial
paso hacia atrás me hubiera roto la cabeza. El muñeco no se hizo nada, pero el
piso quedó todo rayado. Mi hermana me lo regaló porque de chico yo era fanático
de esos muñequitos. Hace poco pensé: “Qué bueno sería tener ocho años y jugar
con los Playmobil a Stranger Things”. Recuerdo las cajitas en las que venían de
a uno, a cinco o diez pesos. Eso era la felicidad. Creo que ingresé a la
pubertad cuando ya no pude jugar con los Playmobil. La última vez que lo
intenté debería tener once o doce años. Había pasado un periodo sin usarlos y
quise hacer la prueba. Intuyo que sabía que la cosa no iba a funcionar pero una
deuda moral con los muñequitos me obligaba a despedirme de ellos con dignidad.
Hice lo que pude, pero ya no había química entre mi mente, mis manos y los
muñecos. A la historia le fallaba el verosímil. Me gustaría escribir o leer un
libro sobre la última vez que todos jugamos a lo que más nos gustaba jugar»
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