22 de diciembre de 2017

EL ÚLTIMO CHUTE




La llamé a casa como todas las navidades (ella no se hubiese habituado a un teléfono móvil). Atendió la misma voz carrasposa de todos los diciembres. Esta vez, me expuso que conocía a alguien que podía ayudarme. ¿A mí? ¿Quién se cree que es?
La llamé como todas las navidades con #31# para que no sepa de donde llamo. Ya voy, ya voy. La llamé como todas las navidades porque… La voz de esa mujer usurpó la línea. Hace nueve años que atiende un teléfono que no es suyo. Debería haber una ley que impida utilizar un número que fue de otra persona. Es como si alguien de más o menos mí edad y mis rasgos físicos resulte el dueño de mi número de DNI.

La llamé porque lo paladeo segundo a segundo, hasta que llega el "ya le dije que aquí no vive ninguna..." porque hay un hálito, como el soplo precedente a otro ataque, el temblequeo, ese fárrago de placer y dolor, donde imagino que me ella me dirá: “Hola hijo, ya te voy a buscar”
La llamé porque de repeticiones vivimos, de repeticiones están concebidas las películas con fotogramas obedientes y mínimamente disímiles que al montarlos dan la idea de movimiento. Hace años que soy como esas representaciones incrustas, dopado, inanimado, fuera de foco. Soy sólo una idea de movimiento. Quiero arrojarme al siguiente fotograma pero la editora es muy celosa de su obra; censura mi propio film, mi propio largo (corto) metraje con una tijeringa en la mano. Es como mi propia Miguel Paulino Tato convertida en Super Saiyan Dios con guardapolvo celeste.

La llamé porque sé que nada transcendental puede pasar hablando por teléfono. ¿Qué tiene de malo que tintinee una campanilla? Salvo una llamada en el alba que comunica el peor desenlace. El resto de las cosas suceden al cortar.
La llamé porque sé que ya no responderá. La llamé porque hoy fue la última navidad en marcar 6225790. Voy extrañar esperar. Esperar es lo único que me queda. Espero, sólo espero. Voy a sepultar los números en el patiecito del taller. A ver si alguno me lo roba. ¡Que se vayan al carajo, che! Voy a despedir mi número de siete cifras. El finado Bernabé quería más a sus números que a la mayoría de las personas. “La decena del veinte es la más salidora, boludo. La quiero, boludo. Me compré cinco autos”. La llamé porque es el único número que recuerdo y exteriorizo cuando me piden una cifra de siete dígitos.
La llamé porque la característica 622 era de Villa Celina, y allí convivíamos los seres más trastornados y hermosos de La Matanza (avanza). La llamé porque al marcar (si marcar, así decíamos, ¡que me miras! Y decíamos tubo también, gil de goma) el 622, mientras el disco del teléfono giraba pesadamente, ¡Ay, qué primor! pensaba en Rosalía, en su voz al atenderme. Ella era la única que me tenía en cuenta.

La llamé porque los ocho segundos (los conté, si lo hago más rápido serán siete y el cosmos maniobrará a mi favor) que tardo en tocar los numeritos en el celular que encontré en el patiecito del taller son maravillosos. Es como el último chute, el pico que se pegó Séneca cuando dijo que es más deseable una hermosa muerte que una larga vida. La daga ya no tiene filo, rebota en mi piel curtida, cubierta de la mierda de este lugar, de los golpes, del barro de la General Paz, del off y de teléfonos que suenan en habitaciones vacías. La llamé porque quiero decirle algo en secreto (quiero ir adonde vos estas) Tengo el atajo hacia ella en la tijeringa de la Tato. La llamé porque si yo no hiciera al menos una locura por año, me volvería loco.







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