Una
oleada de gaviotas nos recibió al llegar a la banda ribereña. El cielo se cerró
de nubarrones. La vía peatonal nos albergó con sus peces grabados en el
pavimento que labran signos de piscis (Si tuviera diez años los hubiese
contado) Descendimos por las escalinatas entre la enramada agreste. Estábamos
solos. Un vendedor nos procuró anteojos de sol. Compré a pocos reales una
réplica de unos Ray Ban estilo Dylan. Fingí una fotografía con la hechura del
viejo Bob en la portada del disco «Infidels». Belu festejó la ocurrencia y en
un click encarceló el momento. En las costas cariocas me permití las payasadas
que no haría en La Bristol.
Las
nubes ociosas asediaban el limbo. El mar residía alborotado y las olas sacudían
vehementes. Decidí permanecer en la arena mientras Belén se rehundía entre las
olas y se perdía en la efervescencia de la espuma. Se zambulló libre, como
instrumento de poesía. El agua se tornó verde esmeralda al acariciar la orilla
y se deshizo en un azul verdoso sobre un trazo blanco discontinuo. Me calcé mis
lentes Dylan para sortear la solana y me entregué al colchón de arena charolada.
Enderecé
mis oídos al retumbo de las olas, cerré mis ojos y logré percibir a Barra da
Tijuca en toda su extensión. Visualicé el Pan de Azúcar con un velo de bruma.
Una consonancia sonora me amparó en el planeo. En la cima del Cerro Corcovado,
envolví al Cristo Redentor. En mi clarividencia figuré uno por uno los peces
grabados en el asfalto inquebrantable de la distinguida Rio. Los conté, como lo
haría de chico. Tengo más de cuarenta, pero el niño de diez aún persiste. Nunca
seré demasiado viejo para ser más joven.
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