Al sentarme a
leer me transporté a una aldea japonesa en un incierto tiempo pero que, con
seguridad, es un antes.
Mientras el
semáforo en rojo zanjaba el paso hacia el bajo, Kotaro perdía a la mujer que
amaba ¿Kotaro estaba enamorado de Oriko?, ¿Cómo se puede pensar en conmemorar
una mujer persistentemente? ¿Acaso no hago otra cosa que evocar a una mujer que
vive en otra aldea y soy yo quien está muerto para ella?
Pedí, a pesar
del calor agobiante, un mate cocido con leche y tostadas con mermelada. Fue
como merendar con mi niñez. La formalidad del mate cocido rebasa en una jarra
miniatura con leche caliente, saquito y un tazón. No he presenciado aún la
experiencia de la ceremonia del té. Un ritual que aspira a la simplificación de
los modales, del lenguaje, y del movimiento. Asistí al rito de sentarme a leer
«Shunga»
Llegaron las
tostadas y conquista las páginas Taru, el López Rega de Kotaro. El lacayo con
información ineludible para operar al resto de los personajes. El narrador no
toma partido, pero advierto una de las voces más importantes de la literatura
actual. Taru, mayordomo y lugarteniente es bruto y retorcido. “No hay peor cosa
que un bruto con inquietudes” señalaba Perón.
Kotaro lanza
una frase que descarga sobre el tazón “desde que deje de ser niño llorar se me
hace imposible”. El crepúsculo demora en asaltar las calles. Sobre la fachada
del Banco Nación, se divisa un destello que rebota y crea una estrella de seis
puntas.
Debo leer sin
pispiar el teléfono. Ella miró mi estado y eso me dio un gusto a complacencia
que se mixtura con el primer bocado de tostadas.
La
descripción de Kazuma no tarda en llegar “es muy alto y fuerte como un buey. Se
dedica a la usura” La luz del semáforo se afirmó en verde y pensé en un Hulk
subido a la copa de un álamo. Un Hulk semi convertido, enclenque y sagaz como
en la última de los Vengadores.
Como si
Kazuma desertara de su aldea para anclar hasta el Flores del Ángel gris dice
“no se puede conocer el verdadero placer si antes no se sufre con la sinceridad
que el sufrimiento necesita.” Kazuma se baña en la tonalidad de Onetti en consonancia
de la Joplin rota de Pearl.
¿Qué de malo
pudiera pasarles a Kohana, Mako y Ukemi? Kazuma es un fino artista del pincel y
de la palabra.
Una nueva muerte
avecina en Shunga “de adentro de su boca que ha quedado abierta, sale una
hormiga, y Kazuma se pregunta ¿Será su alma?”
¿Acaso el
alma resiste mucho mejor los dolores agudos que la tristeza prolongada?
Diviso a
Ukemi con el semblante de Joni Mitchel. — ¿Puede ser un vaso de agua, mozo? “Sí,
claro. El llanto también es agua, agua que sufre”. Responde. No responde, yo lo
leo en vos alta.
Alcanzo el
capítulo sobre Daisuke. Todo en el autor es onírico, incluso al describir a un
ser inhumano y bestial “Un pene así solo podría hacer daño”
Los versos de
Martin Sancia Kawamichi destilan elegancia y sutil belleza. Un pibe de unos
seis años sin remera y con maña, apoya un almanaque del año próximo. Tengo poco
efectivo y pido dos medialunas. El pibe mi mira con los ojos desconfiados.
“Toma, para vos” Su mamá espera, con un bebé en brazos, afirmada en el buzón de
San Juan.
Me pregunto
si Kotaro estaba enamorado de Oriko. ¿Cómo se puede pensar en conmemorar una
mujer persistentemente? “Al verlas llorar Kotaro sintió que contemplaba tres
obras de arte”
El sol se
esconde detrás de la autopista 25 de mayo. Pido la cuenta y con el ticket
descienden las cosas que deberían tener olor.
Pienso en la
alborada marplatense transitando hacia Playa Chica. Muchas veces he soñado con
el mar. ¡No entiendo como hay gente que puede soñar con el mar sin despertarse!
Kohana cifra
que hay cosas que deberían oler a otra cosa. La luna a pan, las despedidas a
carne cruda, el silencio a carbón, y agrego: el mate cocido a canciones de
Camilo Sesto en la calesita de Tomate.
Aprecio el
goce de ultimar la novela y siento que voy a extrañar la copa de un álamo que
le sirve de inspiración al usurero-poeta para escribir su libro. ¿Qué será de
los Nijonzaru? Unos monos 1,2,3 ultraviolentos.
Pasa una
chica muy agraciada, me sonríe como Kohana a Kotaro, le retribuyo el gesto y
leo “deberías cobrar más cara tu risa que tu llanto”
Acabo de
merendar, una pareja se ubica enfrente y pide una cerveza. Se hizo de noche.
Los candiles encendidos del Banco Nación me confieren una postal de edifico
europeo en pleno San Cristóbal. Culmino de leer «Shunga», me ha dado tanta
felicidad como los dedos de Madoka relatados por Kohana, dedos que han abierto
callejuelas dentro de sí. La han llenado de luciérnagas y de lenguas. La han
arrojado a pozos de miel, a pozos de sangre.
Discurrí
sobre la ternura de Kazuma y al mismo tiempo su desapego sin clemencia.
En Auschwitz
había una banda de música compuesta por una orquesta sinfónica. Su repertorio
incluía fragmentos de ópera y música clásica como la Sinfonía nº 5 de
Beethoven. Tocaban mientras los nazis lapidaban a miles de personas. Tocar
servía como una estrategia de supervivencia.
Una frase de
Kotaro detona el lugar antes de irme “desde que deje de ser niño llorar se me
hace imposible”. ¿Cuál es mi primer recuerdo de una música alegre? No, no
quiero dejar este comienzo en manos de la tristeza.
Reformulo la
pregunta ¿Cuál es el primer recuerdo de una música triste mientras todo era un
juego?
Lo primero
que recuerdo es una armonía mohína que manaba de la calesita del mercado. Allí
residía Tomate, el sucesor natural de Don Arturo.
Tomate partía
los boletos, empuñaba la sortija, pinchaba discos y matizaba las tardes en la
antesala de la primera vuelta. La pista anular iniciaba a las cuatro de la
tarde.
San Lorenzo
militaba en el ascenso y las melodías que disparaba Tomate desde su cassetera
sentaban con la mala cosecha del Ciclón. El sol se escondía detrás de la azotea
de la 504, Tahuichi remontaba sus telones metálicos, la Unidad Básica "Facundo
Quiroga" encauzaba micros hacia el Interama, al tiempo que un humo espeso
de Las Achiras se advertía a lo lejos y tintineaban las canciones de Camilo
Sesto al ritmo del paso de Carlitos, el rengo.
Tengo varias
listas de temas en el teléfono. Una se llama Tomate. Porque el futuro por un
instante parece un calco del pasado.
Hoy regresé a
la lectura de «Shunga» a través de un playlist. Mi propio Aleph, donde
concluyen todas las canciones del mundo. En el epilogo acerté con una sortija
carcomida. Esta vez perduró en mis manos.
En las últimas
anotaciones, Tomate rasguea: Kazuma conserva el mismo atisbo sostenido del
verano del ´83. Kotaro encontró el llanto que buscó desde la muerte de Oriko en
un caballo gris despintado con un ojo mocho, que aún conserva el porte de los
años mozos y se esfumó como una nube de humo entre un tanque de guerra y una
lancha naranja.
Llegan los
bises mientras descendemos de las gradas y esta historia amaga clamar las
hurras. Entre despedidas y adioses los invito a leer «Shunga», una novela con
el equilibrio preciso entre lo delicado y lo sórdido, con los ojos nublados,
apenas un sabor amargo, el de la poesía final.
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