11 de marzo de 2025

LA TENTACIÓN ES PARA EL QUE TIENE DUDAS



Nos encontramos en una cervecería de Chacarita que no tiene nombre, o lo borraron con el último grafiti de los hinchas de Atlanta. Micky llega puntual, con una gorra baja que no alcanza a disimularle los años ni la historia. Pide una IPA suave, le pone sal a las papas sin probarlas, y me dice:

—Pero esto es en off, ¿no?

Asiento. Anoto mentalmente que no grabaré. Que esta historia, si se cuenta, será a través de lo que deja una charla verdadera: gestos, pausas, silencios.

—¿Querés saber por qué me bajé, no? —dice mientras juega con la espuma del vaso—. La vuelta de La banda del Palomar era una fiesta con invitación cerrada. A mí me dejaron en la vereda.


Hace una pausa. Mira hacia la puerta como si esperara a alguien que no va a venir.

—Te soy sincero… no me sorprendió. Ya lo veía venir. Cuando Andrés empezó con esa cosa solista, grandilocuente, con luces y pantallas, yo supe que la banda, los de verdad, los que ensayaban en El Palomar comiendo sanguchitos de mortadela, ya no iban a volver.

Le pregunto si lo invitaron igual.

—Sí —dice, encogiéndose de hombros—. Pero viste esas invitaciones que son para que digas que no. Me ofrecieron ser parte como si fuera un sesionista más. Un adorno para que la nostalgia cotice alto.

Saca el celular y me muestra una foto. Es una chica joven, Muy linda. Pelo violeta, sonrisa filosa, manos de música.

 

—Ella es Loli —dice—. Una bestia. Toca mejor que yo, eh. Y es una bomba. Pero no es lo mismo.

Silencio.

—Igual me alegro por ella. Se merece la vidriera. Pero a mí no me daba subirme a ese tren que ya no va a ninguna estación.

 

Entonces suelta la frase. Como quien escupe un carozo que lleva tiempo masticando:

—Parece que a Andrés le gusta más la plata que el dulce de leche.

 

Nos reímos. No tanto por el chiste, sino porque entendemos lo que no dice.

 

—¿Y vos, Micky? ¿No te tentó la guita? — le pregunté apoyado en la barra.

 

El bajista sonrió y levantó su vaso.

—La tentación es para el que tiene dudas —dijo, y le dio un trago largo a la cerveza.

—¿Dolió? —le pregunto.

 

—Claro. Pero también fue un alivio. No soy una estatua para que me suban al escenario cuando les conviene. ¡Soy Micky, loco! ¿entendés? Fui el bajo de la banda. Fui parte del sonido que hizo que un pibe de Jujuy y otro de Avellaneda se sintieran hermanos por una canción. Eso no me lo quita nadie. Ni Andrés, ni la guita, ni los fuegos artificiales.

Pagamos la cuenta a medias. No acepta que lo invite. Al salir, nos despedimos sin promesas. Antes de cruzar la calle, me grita desde la vereda:

—Pero no pongas mi nombre. Decí que lo soñaste. Que te lo dijo un bajista fantasma en una cervecería que no existe.


En marzo nos volvimos a ver en Mar del Plata. Micky se sentó en el borde del escenario. Un bar chico, con mesas de madera gastada y el techo bajo que acumula humo de cigarrillo. Un par de parroquianos charlan en una esquina, sin apuro. Afuera, la lluvia finita humedece la vereda del colegio Fasta San Vicente de Paul. Todo le recuerda (me confesó después) a aquellos primeros tiempos en Arpegios, cuando la música nacía del corazón y no de los contratos.

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Quince años pasaron desde la separación de la banda del Palomar, al tiempo que sus ex compañeros de ruta retornaban a tocar en estadios, con luces cegadoras y pantallas gigantes. Era un espectáculo perfecto, calculado hasta en sus mínimos detalles. Pero Micky no quería perfección. Quedarse era su manera de recordar por qué había empezado.

 

Esa noche de domingo en Mar del Plata, el bajo retumbó en el pequeño escenario con la misma fuerza de siempre. No había miles de personas coreando, ni contratos millonarios, ni entrevistas en la tele. Pero en la primera fila, un pibe de gorra y remera roja gastada de “Ay ay ay” lo miraba con los ojos encendidos, como si estuviera descubriendo algo nuevo, algo real. Y Micky supo que su decisión había valido la pena.

 

Concluí mi cronista para el diario: “Los regresos suelen tener brillo, pero no siempre esencia. A veces lo que vuelve no es el grupo, ni la música, ni la magia, sino apenas el envase. Los que estuvieron en el corazón del fuego saben cuándo el fuego ya no calienta, y tienen el coraje de quedarse afuera. No por orgullo, sino por memoria. Porque hay decisiones que no se toman con la cabeza ni con la billetera, sino con el oído. Y hay músicos que prefieren desafinar por cuenta propia antes que armonizar con una mentira. Tal vez por eso, mientras las luces del estadio encandilan, algunos prefieren seguir tocando en penumbras. Donde la música sigue siendo de verdad.”











1 de marzo de 2025

CUANDO LA LUNA SE OCULTA

 



El paso del tiempo, contemplado como un río inalterable que arrastra consigo todo lo que toca, es para algunas personas un rumor, una invitación a reflexionar sobre lo vivido. Y es en este susurro donde encontramos a Mariquita, la autora de estas páginas, una mujer cuya voz se ha forjado en el brasero de la experiencia, la sabiduría y la inspiración.

A lo largo de su vida, ha sido testigo de un mundo que ha cambiado con una premura vertiginosa, lo que realmente ha permanecido es su capacidad para observar, aprender y, por encima de todo, contar historias.

Este libro es un testimonio de su incansable curiosidad y su amor por las palabras. Quien lee estas líneas se adentra en la casona de los abuelos, en las remembranzas, en la mente de una mujer que ha transitado una larga distancia, que deshoja margaritas en tardes de otoño, que ha visto generaciones surgir y desvanecerse, pero que ha sabido encontrar la belleza en cada etapa de su vida. Su historia no solo es la suya; es un reflejo de todas las historias que a lo largo de los años hemos compartido como humanidad.

A sus 94 años, Mariquita demuestra que la edad no limita, sino que puede enriquecer la mirada hacia la vida. Este libro es un legado, un destello de prosa poética y un recordatorio de que el paso del tiempo no solo corroe, sino que también pule, ilumina y nos permite ver más allá de lo inmediato. Mariquita concibe que toda edad tiene sus propios frutos; solo hace falta saber recoger una rosa color té.

Bienvenidos a este viaje.

Raly Haurat