Micky se sentó en el borde del escenario de Mole Club. Un bar chico, con mesas de madera gastada y el techo bajo que acumula humo de cigarrillo. Un par de parroquianos charlan en una esquina, sin apuro. Afuera, la lluvia finita humedece la vereda del colegio Fasta San Vicente de Paul. Todo le recuerda (me confesó después) a aquellos primeros tiempos en Arpegios, cuando la música nacía del corazón y no de los contratos.
—¿Y vos, Micky? ¿No te tentó la guita? — le pregunté apoyado en la barra.
El bajista sonrió y levantó su vaso.
—La tentación es para el que tiene dudas —dijo, y le dio un trago largo a la cerveza.
Quince años pasaron desde la separación de la banda del Palomar, al tiempo que sus ex compañeros de ruta retornaban a tocar en estadios, con luces cegadoras y pantallas gigantes. Era un espectáculo perfecto, calculado hasta en sus mínimos detalles. Pero Micky no quería perfección. Quedarse era su manera de recordar por qué había empezado.
Esa
noche de domingo en Mar del Plata, el bajo retumbó en el pequeño escenario con la misma fuerza
de siempre. No había miles de personas coreando, ni contratos millonarios, ni
entrevistas en la tele. Pero en la primera fila, un pibe de gorra y remera roja
gastada de “Ay ay ay” lo miraba con los ojos encendidos, como si estuviera
descubriendo algo nuevo, algo real. Y Micky supo que su decisión había valido
la pena.