Mauro
había estado pensando durante semanas en qué hacer la noche de Navidad. El
calor de la familia siempre había sido su refugio, pero este año, las cosas no
eran igual. La ruptura reciente con su novia lo había dejado en un vacío que le
costaba llenar con algo tan trivial como las celebraciones. El departamento que
compartieron estaba vacío, los recuerdos flotaban por cada rincón, y la
nostalgia, como un peso invisible, lo seguía a todas partes.
En un primer momento, había considerado viajar al norte del país. Ir a algún lugar cálido, pero al final decidió que lo mejor sería pasar la noche en la ciudad, lejos de las miradas curiosas y las preguntas incómodas. Un hotel parecía lo más adecuado. Un hospedaje elegante, cuatro estrellas, algo lo suficientemente neutral como para no sentirse tan solo, pero sin la presión de tener que fingir una felicidad que no sentía.
Se prometió que, al menos, disfrutaría de una buena cena, un par de copas de vino y, si todo iba bien, evitaría el contacto humano hasta el día siguiente. La Navidad podía ser solo una fecha en el calendario, un día más para muchos, un recordatorio amargo para otros.
El
salón del hotel estaba decorado con elegancia. Las mesas estaban dispuestas con
precisión, los platos de loza brillaban, y la gente conversaba en tonos suaves.
Pero a Mauro le parecía todo irreal, como si estuviera observando una película
en la que no encajaba. Se sentó en una mesa para dos, la copa de Malbec en la
mano, pero los pensamientos no dejaban de rondarle la cabeza.
Llevo
un cuaderno para tomar nota, “de esta manera me verán como un crítico del lugar
que viene a hacer un cronista del servicio del Hotel” pensó.
No fue
hasta que vio a una madre y a un niño que algo cambió. La mujer, de unos
cuarenta y tantos años, parecía nerviosa, mirando su reloj y sacudiendo
ligeramente el pie como si estuviera esperando algo o a alguien.
El
niño, por su parte, no paraba de saltar en su asiento, mirando a su alrededor
con ojos curiosos.
Mauro, sin pensarlo, observó al niño jugar en silencio. Algo en su rostro le resultaba familiar, una especie de pureza inquebrantable que él había perdido hacía mucho tiempo. El niño, a pesar de estar rodeado de adultos, parecía estar en su propio mundo. Desde la mesa contigua, Mauro vio cómo el niño miraba en su pantalla unos dibujos.
—"¡Mira, mamá! ¡Es Spiderman! — dijo
el niño con una voz llena de entusiasmo.
La
mujer sonrió, pero su expresión era una mezcla de cariño y cansancio, como si
estuviera luchando por mantener el control en un momento que no podía pilotear
del todo.
Mauro
se sintió atraído por el gesto y la sinceridad del niño, y en un impulso que no
comprendió del todo, se acercó a ellos.
— ¿Te
gusta el Hombre Araña? —preguntó, sin pensarlo.
El niño
lo miró con algo de sorpresa, pero luego asintió, con una sonrisa tímida.
— ¿Te
gustaría que te dibujara algo?
El
niño, con una expresión de asombro, asintió con entusiasmo. Mauro se sentó y,
en un impulso que parecía venir de un lugar incierto, comenzó a dibujar en una
de las hojas de su cuaderno de apuntes que tenía sobre la mesa. Después de unos
minutos, levantó la hoja para mostrarle su dibujo al niño.
— Acá está, Spiderman—dijo con una mueca.
El niño
soltó una carcajada legítima, como si Mauro acabara de regalarle el mejor
presente del mundo. La madre los observaba, sorprendida pero también agradecida
por la atención que Mauro había mostrado a su hijo. En ese momento, el niño
miró a su madre, luego a Mauro y, sin previo aviso, lo abrazó.
—
¡Gracias! — exclamó, sin entender del todo por qué, pero agradecido por el
gesto.
Mauro
no pudo evitar emocionarse. Ese abrazo, tan espontáneo, le recordó a su propio
hijo, a los años en los que la vida parecía más sencilla, más pura. No era su
hijo, ni siquiera lo conocía, pero en ese abrazo se sintió transportado a un
tiempo en el que las cosas parecían tener más sentido.
La
madre del niño, observando la escena, sonrió y comentó:
—
Gracias por alegrarle la noche. Te confieso que a veces, no me doy cuenta de lo
que realmente quiere, pero me hace bien ver que hay cosas simples que pueden
hacerlo feliz.
La
madre se levantó un momento para ir al baño, y el niño, con su dibujo en la
mano, se quedó sentado junto a Mauro.
— ¿Vas
a quedarte solo en Navidad? —preguntó el niño, como si no hubiera un motivo por
el cual esconder una verdad tan simple.
Mauro,
sorprendido por la franqueza del pequeño, suspiró.
—Sí... parece que sí. —Se rió amistosamente, mirando al pibe con algo de tristeza. —Pero a veces, uno necesita un poco de soledad.
El niño, después de una pausa que pareció más larga de lo que realmente fue, dijo:
— Sos un como superhéroe. Dibujas re bien.
Mauro lo miró fijamente. Aquella simple frase, dicho por un niño de ocho años, le tocó más de lo que imaginaba.
La madre regresó en ese momento, y antes de levantarse para irse, se acercó a Mauro.
— Gracias por hacer que su noche fuera especial. —Le extendió la mano con una sonrisa tímida. — Soy Laura, por cierto.
Mauro,
sonrió y estrechó su mano.
—Mauro
— respondió.
Cuando
se levantaron para marcharse, el niño se despidió con una expresión brillante.
— ¡Feliz Navidad, Spiderman!
Mauro
se quedó de pie, mirando cómo se alejaban al tiempo que el disc jockey arrojó
la primera canción. Sintió algo dentro de él moverse, algo que había estado
dormido por mucho tiempo. En su soledad de esa Nochebuena, en un Hotel de
cuatro estrellas, había encontrado una conexión que no esperaba, algo tan
sencillo como un dibujo. Un simple dibujo, pero que le recordó que, incluso en
la soledad, el amor y la humanidad podían llegar de formas insospechadas.
— A
veces — pensó Mauro mientras se disponía a bailar una cumbia —las cosas simples
tienen felicidad dentro. Solo necesitan ser vistas con los ojos de un niño.
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