17 de mayo de 2025

TU PRIMER VOTO

 



Hoy votás por primera vez.

Y yo, que todavía veo tus chiches en la caja de juguetes, tengo el corazón apretado, como cuando te soltaba la mano al final de cada visita.

Te fuiste temprano, solo. Con ese paso firme que aprendiste a fuerza de esperas, de filas en el hospital, de horas en una plaza que era parque y era cárcel a la vez. Te vi desde la ventana. Tenías el DNI en el bolsillo y una mezcla de decisión y ternura en la cara, como quien está por hacer algo enorme y no lo sabe del todo.

Yo me quedé sentado en la mesa de la cocina, con un mate lavado y la radio bajita. Decían algo sobre elecciones históricas, sobre la juventud que va a decidir el rumbo del país. Y pensé: mi hijo también.

Entonces me vinieron imágenes como relámpagos.

Tu cochecito avanzando por las baldosas flojas de la plaza del Monstruo de Combate de los Pozos. Las palomas que te hacían reír, la primera vez que pateaste una pelota que nos prestó otro padre que también tenía el reloj marcándole el tiempo. Todos éramos visitantes en esos parques: hombres con mochilas llenas de juguetes y una sonrisa medida, como quien no puede permitirse el error.

Vos eras chico. No entendías de acuerdos judiciales, de días pares o impares, de resoluciones provisorias. Solo querías que te alzara, que te llevara corriendo por el pasto. Y yo quería lo mismo, pero me cuidaba de no tentarte a llorar cuando se terminara la hora.

Recuerdo una vez que te hiciste encima en el colectivo. Tenías tres años. Llevabas un jardinero con ositos bordados. Entramos a un bar, pedí por favor si podía cambiarte ahí. Me dijeron que no, que el baño era solo para clientes. Pero vos no entendías de consumo mínimo. Así que te llevé al hospital Durand, al baño de discapacitados, porque ahí había espacio. Te limpié con una remera vieja mía que llevaba en la mochila. Vos no lloraste. Me mirabas con una calma que todavía no sé de dónde sacaste.

Después, cuando llovía, nos metíamos en los recovecos de los colegios. Eran techitos flacos, de chapa, que chorreaban por los costados. Jugábamos a que éramos piratas o astronautas, lo que pintara ese día. Te hablaba bajito, porque no quería que te resfriaras. Si te enfermabas, se suspendía la visita. Así eran las reglas.

Pero vos creciste. Aprendiste a patear fuerte, a leer carteles, a reconocer los colectivos por número. Una tarde, ya más grande, me dijiste: “¿Pa, me acuerdo cuando me llevabas al hospital? ¿Vos eras el único que cambiaba los pañales ahí?”

Y yo te miré como si me hubieras abierto el pecho con un cortaplumas. Porque no pensaba que te acordaras. Porque creí que todo eso era mío, que lo cargaba solo.

Hoy, en la mesa de votación, vas a ver a otros como vos. Algunos con la camiseta de su club, otros con auriculares, otros tal vez apurados por irse. Pero todos con ese derecho que yo no pude darte en una plaza ni en una garita: el de decidir. El de decir esto sí, esto no.

Vas a votar, hijo. Y sin saberlo, vas a defender esos hospitales públicos que nos acogieron sin juzgarnos. Esos espacios públicos donde el amor que te tenía necesitó hacerse visible aunque la ley me diera la espalda. Esas plazas donde aprendiste a caminar con el mismo paso que ahora te lleva al futuro.

Y yo me quedo acá. Con tus chiches en la caja. Con tus dibujos pegados en la heladera. Con una foto arrugada donde estamos los dos mojados, riéndonos en una garita.

Faltan horas para que vuelvas. No voy a preguntarte a quién votaste. Me basta con saber por qué.




2 de mayo de 2025

PEDRO, SEMBRADOR DE PALABRAS

 



En Mar del Plata, donde las olas no descansan ni siquiera en este fin de semana extra largo, Pedro camina con su bolsa al hombro y la mirada atenta, como quien sabe leer el mundo más allá de las letras. No viene a descansar, como tantos que invaden la ciudad con reposeras, sombrillas y selfies. Pedro viene a sembrar.

Viene desde Boedo, donde las calles se confunden con los límites de Nueva Pompeya — ese borde indefinible entre lo real y lo imaginado — , trayendo consigo historias, papeles doblados y un oficio antiguo y vital: el arte de la palabra. En las playas llenas de pantallas y gente que mira sin ver, Pedro ofrece otra cosa. Algo distinto. Algo que no se carga, no se enchufa, no se desliza con el dedo.

No vende helados ni artesanías. Vende libros. Pequeños textos impresos con tinta de calle y alma de escritor. Hay poemas breves, historias de amor nacidas en servilletas, relatos que caben en una mano y hacen nido en el corazón. Pedro no grita, no forcejea. Susurra. Y en ese susurro, crea una necesidad donde antes no había nada: la necesidad de detenerse, leer, imaginar.

Un niño se acerca y le compra un relato. Una pareja lo escucha, duda, y termina llevándose una historia de playa con final abierto. Un jubilado, curioso, se pone a leer un poema en voz alta y provoca un aplauso espontáneo. Pedro no sólo vende, despierta. Planta semillas. Deja pequeñas explosiones de sentido en cada encuentro.

La cámara de Mauricio Arduin —ese ojo de la Capital de Mar del Plata que todo lo ve— lo capta justo en el momento en que entrega un texto y sonríe. Una imagen basta para entender que Pedro está haciendo algo más que vender. Está dejando huella. Está dejando historia.

Y yo, que tengo el privilegio de tenerlo como alumno en mi taller literario, lo miro con admiración. Pedro no se detiene. No espera que lo descubran. Pedro ya es. Un escritor con las palabras a flor de piel. Un sembrador de historias entre olas, turistas y asfalto caliente.

Hoy, mientras otros descansan, Pedro trabaja en la playa, pero su trabajo es arte. Y Mar del Plata, aunque no lo sepa del todo, florece un poco más cada vez que él pasa.