Onitnas no sabía que estaba solo. O peor: creía que estaba acompañado. Creía que los aplausos que sonaban en su cresta desteñida, por cada caño que tiraba en el potrero de tierra dura, eran reales. Pero no. Eran efectos especiales de su altivez en 5.1.
Los que lo rodeaban lo miraban con un adhesión silenciosa, una distancia temerosa. Lo festejaban cuando ganaban por él, sí, claro. Pero después… después se iban a comer hamburguesas con otro. Y a él lo dejaban con sus caños, su “talento”… y su combo imaginario.
Ese otro era su ex amigo. No tenía los mismos botines de boutique, más cercanos al desfile que al córner, ni la aptitud que Onitnas había heredado sin saber de quién —y sin molestarse en averiguarlo— Pero tenía algo que no se compra ni se farmea: carisma.
El ex
amigo no entraba: descendía al campo, como si el césped lo esperara y el equipo respiraba mejor, como si de pronto
hubieran abierto las ventanas. Nadie quería ser su sombra, pero todos querían
estar cerca suyo. Era de esos que, cuando perdían, tiraba una broma que les
arrancaba una sonrisa… incluso al técnico. De esos que te levantaban después de
una patada y te daban una palmada en el hombro, como diciendo “ya fue”.
En cambio Onitnas, cuando perdía, buscaba pelea. Porque claro, en su mundo, el problema nunca era él. Siempre el joystick, el árbitro o el césped. Aunque el campo fuera de tierra.
—¡No se la pasás a nadie, Oni! —le habían dicho una vez.
—¿Y para qué? ¿Para que la pierdan? —había escupido él, como si el pase fuera una traición.
El fútbol no se lo perdonó. Tampoco los pibes. Lo dejaron de invitar.
Hoy Onitnas celebra inmóvil, desde su trono de plástico, con el joystick sudado como único testigo de su hazaña. Viste la casaca de Bouzat, impecable, virgen de fango, intacta de goles, como un talismán que nunca pisó la historia. Su voz se estrella contra una pantalla fría, como si el rival pudiera oírlo.
Onitnas clama en soledad ante una ventana de hielo que no devuelve eco. Suma victorias pixeladas, tropas en el Clash Royale, goles en el FIFA, likes de dudosa procedencia. Nadie lo etiqueta, nadie le reacciona: sus mensajes son gambetas al aire, historias que nadie ve. Su WhatsApp es un vestuario vacío y en Instagram no entra ni el viento del algoritmo.
Mientras tanto, su ex amigo entrena en la Quemita, con camiseta blanca y roja, soñando —no desde la cama, sino desde el barro— con debutar en la primera de Huracán. Lo arropa el equipo. Lo escoltan su novia fiel como promesa de fuego, una familia que abraza con ternura y palabras justas, y su paso angelado, hipnótico, que ilumina sin hacer sombra. Lo sostiene una tribuna invisible que le reconoce algo más importante que la gambeta: su forma de estar en el mundo.
Onitnas no sabe hablar, por eso discute.
No sabe amar, por eso hiere.
No sabe abrazar, por eso amenaza.
No sabe elogiar, por eso insulta.
Onitnas no juega en equipo, porque todavía no descubrió que en el fútbol —como en la vida— no se gana solo.
¿Va al colegio? Sí. Se llama Roberto Arlt. Pero Onitnas probablemente cree que ese tal Arlt fue un corredor de TC 2000 o un técnico de la B Metropolitana. No leyó al genio de Arlt. No sabe que en su novela más famosa, Los siete locos, todos sus personajes están rotos, pero hasta los más rotos se necesitan entre sí para no hundirse. No sabe que una parte de la prosa de Arlt fue escrita para él; para el pibe que podría ser un crack, pero no entiende que se juega con otros. Para el pibe que le teme al afecto más que a la derrota. Aunque claro, con joystick en mano y auriculares puestos, es fácil confundirse: el corazón también se puede mutear.
¡Qué pena, Onitnas! No por lo que le falta, sino por todo lo que ya tiene… y todavía no sabe. El talento ya lo tiene. El equipo, todavía lo espera… como se espera al bondi que ya pasó, pero uno se queda por si vuelve. La vida, también. Aunque empieza a impacientarse.
“En el caos de sus locuras y tormentos, los
personajes se aferran unos a otros como náufragos; rotos, sí, pero unidos,
porque incluso en la destrucción, la soledad pesa más que el desorden
compartido.” Los Siete Locos | Roberto Arlt (1929)
Muy bueno
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