21 de septiembre de 2016

RESCATE EMOTIVO









Esto viene y se va, viene y se va y ayer vino con más fuerza que nunca. Retornó ni bien subí a la autopista con la virulencia de quien se sabe el mandamás en el arrabal del subconsciente. Pensé en bajar en Jujuy - ¡no puedo ser tan cagón! - me dije. A la altura de Boedo vi un islote como un oasis en el desierto. Seguí. No podía parar. Visualicé el Parque Chacabuco de coté, el corazón latía cada vez más fuerte, habían pasado dos minutos de reloj, ciento veinte segundos eternos. Las piernas tiritaban de manera involuntaria, la izquierda se amotinó y se permitió temblar con su propia coreografía lejos del pedal del embrague donde tenía que estar. La derecha, en todas sus formas, siempre sabe lo que hace. Precisaba que responda. Acelerar y desacelerar eran vitales para que el auto siga en movimiento. Busqué el carril de los lentos, disminuí la velocidad de ochenta kilómetros por hora a sesenta. Al llegar a Avenida La Plata oí la vocecita de Valentino como quien escucha debajo del agua un murmullo en la superficie – Pa, yo lo único que le dije a Elías fue "cachete inflado" – Caí en la cuenta que había comenzado una conversación donde formulé una pregunta. Recordé a la promotora de pechos turgentes en la sucursal de Kansai cuando me ofreció los accesorios para el auto y los rechacé por el costo que implicaba en ese momento. Entendí que el levanta vidrios eléctricos no sería de gran uso. Ayer hubiese sido vital para mí. Bajé la ventanilla como quien levanta una persiana de madera pesada, todo era más trabajoso de lo normal. El aire ingresó sin pedir permiso. Al golpear en mis mejillas me dio esperanza y el ímpetu de continuar. Visualicé la curva de Medalla Milagrosa y las pulsaciones eran cada vez más potentes, el corazón palpitaba en mi garganta reseca. – No le digas cachete inflado a Elías, Valen … igual, igual no es tan grave – exclamé con un tono más enérgico de lo habitual para escuchar mi voz. Súbitamente, me vino la imagen de Kiko, quise reírme pero no pude. La advertencia del desvío al acceso Oeste alumbró el interior del auto y abrigué por primera vez la sensación de llegar a destino. La luz naranja avivaba el avance hacia las cabinas y sentí algo similar al cansancio de llegar a la Catedral de Luján después de peregrinar sesenta kilómetros. Ejecuté una maniobra por reflejo, me ubiqué detrás de un camión. Desplacé el volante lentamente de carril en carril hasta llegar al peaje de Dellepiane en punto muerto. Al alcanzar las cabinas detuve el auto con el freno de mano. Ya no me quedaban fuerzas. Le entregué mi billetera a la cajera, intenté mirarla a los ojos y le expresé con una mímica imperfecta - no me siento bien - La mujer carpeteó con diplomacia y distinguió que no iba solo. Se sacó los auriculares y me indicó como llegar hasta el guardarrail enclavado a la derecha de la autopista. Al atravesar el peaje sentí que el alma retornaba al cuerpo.


Valentino no entendía nada, le expliqué que necesitaba parar unos minutos, que estaba conmovido por lo que habíamos vivido en el Nuevo Gasómetro. San Lorenzo le había ganado a Vélez 2 a 1 con un tremendo golazo de Blandi al palo izquierdo de Alan Aguerre. Mi hijo dudó – Valen, tengo que parar acá– expresé con la última gota de saliva, al tiempo que maniobraba tres metros en marcha atrás asistido por personal de AUSA y una mujer muy joven de la Policía Federal. Walter, un muchacho de unos treinta y pico de años, con la campera amarillo flúor y bandas grises que brillaban en la oscuridad, me ofreció llamar al SAME, le indiqué que no era necesario y le guiñe el ojo. Valen me vió justo y quiso saber más. Le dije que había parado por la emoción, que la pasión por San Lorenzo es así. ¡Inexplicable! Que su mamá iba a entender la demora porque ella también es una apasionada por el fútbol. Walter adivinó la jugada, afanoso y bien predispuesto entró y salió de una oficina con una botella de Coca de 600 cm3 fría. Alguien que no conozco, que no vi nunca antes me ayudó a solapar la verdad. Valentino aceptó la explicación y saboreó la Coca Cola mientras Walter se confesaba hincha fanático de Platense. Me pregunté ¿Cuánto hace que no contemplo la luna abrazado de mi pichón? La noche no podía ser más perfecta. Algo sucedió que no puedo poner en palabras. Había salvado mi vida y algo más importante, la vida de mi hijo. Llamé a mi amigo Alejandro Faure, otro cuervo de alma, que esta primero en mi lista de contactos y primero cada vez que lo necesito. A los diez minutos llegó con un remis y nos rescató de la autopista. Walter se arrimó, lo despedí con un abrazo y me reveló - está todo acá Miguelito, todo acá - señalando con su índice la cien. Le agradecí y le revelé que desde esa noche tenía dos motivos para simpatizar aún más con el calamar: El Polaco Goyeneche y él. Le di un beso a la joven policía. Subí al auto y me desparramé en el asiento del acompañante. Ale puso primera, la luna llena se acostaba sobre el horizonte del Bajo Flores, Valentino sacó las figuritas de Pokemon de su bolsillo y las ordenó en el asiento trasero dispuesto a continuar con el juego que comenzó unos minutos antes, cuando el torrente irrumpió en plena autopista 25 de Mayo.






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