18 de marzo de 2020

WILD WILDE





La verdad siempre se revela cuando ya se ha ido todo el mundo. Después de tres años de la carta definitiva, la ví entre la muchedumbre de la avenida.

Ella estaba sola, elegante, meneando el flequillo con un tips que podía distinguir a muchos metros de distancia. Mientras vacilaba en acercarme, llegó un tipo arreglado y con un paso resuelto. Ella le otorgó un vistazo de enamorada. El la observó con ternura. Ella algo retraída se acercó, lo besó en la boca y posó las manos sobre sus pómulos. Reparé en su anillo cuadriforme y plateado mientras marchaban como tejiendo un atajo hacia las escaleras del subte. No quedaron dudas, el lenguaje de la verdad es siempre sencillo.


Atónito distinguí la cartera negra algo deslucida en la que ella encajó con fiereza una postal de la Atlántica de Río, una foto de Evita y un pedazo mío que sucumbía. Yo sabía que al dejarla ir se desmoronaba una relación con ninguna prisa, besos con risas, y noches sin futuro.


Exhale pausadamente. Mis piernas temblaban y ansiaban salir de allí. Mi corazón, en cambio, me ordenaba quedarme un minuto más. Bajé por Carlos Calvo, me perdí entre las veredas de San Cristóbal y al llegar al departamento mi mujer me sorprendió en el hall. Me vió llorar y me preguntó si estaba todo bien. No respondí.

Al entrar fui directo a la cocina, busqué mi taza y esparcí dos cucharadas de café con azúcar. Me asaltó un flash back de Pão de Açúcar. Batí y batí a un ritmo maquinal mientras dos lágrimas auxiliaban la mezcla. Unos minutos después me restablecí y revelé a mi mujer que estaba todo bien. La besé al tiempo que tomaba el primer sorbo de café y agasajaba a Cooke, mi perrito pekinés. Durante años preferí una locura que me ilusione a una verdad que me tumbe.


— Me separaron de la sección.

— ¿Por eso estas así?

— Fueron seis años...

— Bueno, ya estabas medio podrido de esas notas, o ¿no?

— Si, en sociedad está Patricia.

— ¿Y qué tal?

— Buena mina, labura muy bien. La conozco hace años.

— ¿Menos laburo ahí?

— Es diferente. Menos egos con que lidiar, más llevadero. Además vamos a poder viajar.

— ¿Las vacaciones quedan igual?

— Sí, sí. Hoy hablé de guita y de eso justamente.

— Bueno, Mauro. ¿Por qué tan angustiado, entonces?

— Qué se yo.

— Cambiá esa cara. Una buena: Rosario va a cuidar a Cooke.

— Bárbaro, dame fuego.

— Me confirmo hoy. ¡Estoy feliz! Quiero conocer Río con vos, me dijeron que es un lugar alucinante…

— Y… Está bueno.

— ¿Fuiste? No me dijiste eso ¿Cuándo?

— De pendejo, con los pibes de la secundaria.

— ¡Ay! ¿Con qué plata?

— ...

— Mostrame fotos.

— Más tarde.

— ¡Cuánto misterio, Maurin! Yo me encargo de las reservas de los vuelos, el hotel y las excursiones.

— ...

— Vos después me decís, dame una seca.

— Lo que vos elijas estará bien.


***


Después de diez años de sobriedad y abstinencia el diablillo interno golpeó las puertas de mi abismo. ¿Dónde buscar?, ¿a quién llamar?, ¿cómo reaparecer en un circuito infrecuente y hostil? ¿el Melli? No, no.


Pasé la noche sin dormir. Al día siguiente busqué en la guía de Zona sur: Cristian Gribaudo. Era el. Vacilé un segundo. Lo llame. El Melli respondió y quedamos en encontrarnos en un bar de la estación de Wilde.


— ¡Cualquiera, tigre!

— Acá tenes la plata. ¿Qué más queres?

— ¿Qué quiero? Que te tomes el palo.

— No te podes negar. Desde cuando sos tan moralista vos.

— ¿Mora qué? Vos ya no estas para esto, querido...

— ¿Por qué me hiciste venir hasta acá?

— Te apreciamos, pensé que venias a vernos. Además la Cata preguntaba por vo´...

— ¡Bueno si me aprecias dame lo que te pido o decime con quien puedo hablar!

— Porque te aprecio te digo que no. Las cosas cambiaron mucho. Ya no es como ante´.

— ¿Y cómo son?

— ¿Cómo son?, ¿Qué te enseñaron en la faculta´? Te la nombré a la Cata y ni mu.

— No podía cuidarla, Melli. Vos lo sabes bien. Vine porque confio en vos.

— No te puedo ayuda´, hermanito. Tomá, esto era de la Cata.



Retorne de Wilde aturdido y con las manos vacías. Un oso de peluche de mi sobrina era todo mi bagaje. Di vueltas como un trompo. Ingresé a una iglesia. Lloré como una mujer. Recordé al padre Tarcisio cuando en la parroquia del barrio me estimuló a tomar vuelo. — Mauro, te sobra talento. Tenes que estudiar, hijo.
Con las pocas herramientas que tenía resolví continuar mis estudios y salir de la sordidez que me envolvía. Fue una estupidez regresar a donde ya no me esperaban. La evocación de Cata me atravesó.



Hace más de una década, el Melli me intimó que custodiara a su hija cuando quedó encarcelado. La mamá de Cata desbordada, una noche donde nadie la vigilaba, tomó de más. La hallé sin vida en el baño. Cata, de ocho años, dormitaba mientras su mamá fenecía. Sobrepasado por la situación salté corriendo de esa escena espantosa y no volví jamás.

****

Finalmente salí de la iglesia luego de la expedición al pasado en el sudeste sombrío. Cansado de buscar respuestas recordé la canción de Dylan cuando el nobel de literatura sintió que tocaba las puertas del cielo. “Knock—knock—knockin' on heaven's door”. Dios no me abrió. Caminé por Lima y entre a una pizzería Ugi´s. Ordené tres porciones del cuerpo de Cristo y una botella tres cuarto de la sangre del Señor.


— ¿Dos o cuatro, amigo?

— ¿Sos sordo? Tres porciones, te dije.

— ¡Dos o cuatro, así de corta!

— Eh... Bueno, dame dos.



Repeat



— Two or four, my friend?

— Are you deaf? Three portions, I told you.

— Two or four, so short!

— Uh... Well, give me two.



Con la mirada vacía y acuosa, como la de los peces cuando van ahogándose fuera del agua, sacié la sed del cuerpo y del alma. A la tercera cerveza acerté con un discípulo de Wild Wilde que me invitó una copa. Después de una charla extensa me indicó donde encontrar al Dios que buscaba. El Dios que no interroga y atiende de lunes a lunes las veinticuatro horas.


— Decile que vas de parte mía.

— ¿Me hacen descuento?

— Dale cabezón, nos vemos.

— ¡Gracias, loco!

— De nada, compadre.


¡A la mierda con el Melli! Al calor de los alcoholes los desconocidos se vuelven amigos. Mientras me encauzaba al encuentro de Dios, recordé que debía preparar una nota atemporal para la sección sociedad del diario. Tomé mi apuntador y rasgueé: La Iglesia del Inmaculado Corazón de María es el característico templo católico que corona el extremo norte de la Plaza Constitución…



— Linda chicas, eh.

— ¿Viste?

— ...

— Vamos a lo nuestro... Si queres podes pasar con alguna más tarde.


De una de las habitaciones irrumpió un ángel regordete duro como sanguche de tortuga que le habló a Dios al oído. Este cambió su expresión y me apuntó con voz firme.

— ¿Vos no sos Mauro, el hermano del Melli?

— No.

— Mira, papito. No es nada en contra tuya pero tomatela.

— Tengo plata. ¡Te voy a pagar!

— Andate antes que los guardianes del cielo se pongan nerviosos.


Ebrio y entontecido salí del lugar con dificultad. Al subir las escaleras advertí un angelito muy bonita que me resultó familiar. Ella me observaba mientras escalaba hacia la puerta de salida. La joven, que no llegaba a los veinte, elevó su brazo derecho retraídamente y colocó sus dedos en V. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

El aire de la calle me despabiló en ambiguas horas que mezclan al borracho y al madrugador. Tomé un taxi — Carlos Calvo y Ceballos, por favor — y apoyé mi cabeza sobre el oso de peluche.

El Melli tenía razón, las cosas cambiaron mucho. Ya no son como antes.



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