11 de octubre de 2020

DISCULPE, ¿TIENE FUEGO?

 



CAPITULO IX


Ingresamos a Puerta Roja. Un bar con mesas redondas como El Tortoni, con una cortadora de fiambres en el mostrador y retratos con figuras del cine de la edad de oro de los cincuenta. Curioseamos un sitio para dos. Estaba nervioso. Me deslicé por el salón como un aprendiz de impostor. Estaba librando al pie de la letra el plan de Gusti. Abrigaba un sobresalto de vértigo pasmoso. ¿Se percibiría el disfraz?

Amparo conocía mi pasado reciente pero no había forma que supiera de buena tinta mi estrategia. Eludió el tema de entrada. Sin rodeos, fuerte y al medio me indagó por mi situación amorosa.

— Tu novia no se pondrá celosa por irte de baretos.

— ¿Mi novia? No tengo novia.

 —…

 —  ¿Por qué esa cara?

 — Ninguna cara. Solo que me llama la atención.

 — ¿Qué?

 — ¿Estás en babia? Que un tío como tú no tenga novia.

— Uno nunca está solo y siempre estamos solos, Amparo.

 — ¡Que va! Cosmología conmigo no, eh. Vamos, no seas gilipollas.

 — Preguntame lo que quieras. No tengo problemas en responder.

 — Bien ¿Estás enchochao?

 — ¿Qué es eso? —  pregunté con merodeo.

 — Enamorado.

 — Ahora, no. — contesté y pensé en Inesita. ¿Acaso la stalker plantinum le habló de Vera?

 — ¿Lo has estado?

 — Si, aunque mi analista sostenía que no.

 — ¿Por qué?

— Para el psicólogo Vera no fue un amor.

 — ¡¿Vera?!

 — Si, así se llamaba.

 — Lo siento.

 — No, no. Vive...

 — ¡Qué alivio! ¡Joder!

 — Terminamos hace tiempo. Quedé muy golpeado.

 — Te haces el gamberro pero eres un sentimental, eh.

 — No sé, que sé yo. Fue una locura.

 — Si no estás dispuesto a hacer locuras no mereces enamorarte.

 — Bueno...

 — ¿Te enamoraste o no colega? ¿Cómo era ella?

 — ...

 — Se te dilataron las pupilas ¡Vamos! Habla, hombre.

 — Era, era…

 — ¿Era?, ¿Vera? — ironizó Amparo y rió como una chiquilina. Dejó ver un ademán espontáneo, como en las fotos del International College Spain.

Ella maniobró el timing de la charla con pericia. En cinco minutos ya me tenía entre las cuerdas. Mientras una camarera con una fisonomía pequeña nos brindaba la carta, soltó el tema que me inquietaba. Con dos frases certeras destrabó la tirantez que se escurría desde un vaso de chupito sin levantar hasta su anillo de compromiso.

— Debo ser sincera contigo, Mauro. Sé que tienes problemas con los excesos y tal. No he venido hasta aquí a juzgarte por lo sucedido en la redacción. Sé que no eres pardillo, sólo quiero saber por mí misma. Ahora que veo tu mirada sagaz, deduzco que tienes mucho para decir sobre esa mujer.

— Esa mujer…

— Sí, como el cuento…

— ¡¿No me digas que leíste a Walsh?!

— ¡Claro! No me rayes. Soy periodista.

— Walsh es mi escritor favorito…

— “El coronel elogia mi puntualidad. Es puntual como los alemanes, dice...” — relató Amparo con su acento madrileño.

— ¡Me vuelvo loco! — dije con un tono inocente, mientras delineábamos en nuestras miradas un frenesí adolescente.

— ¡Qué va! Habladme de Vera ¿Qué fue lo qué pasó?

— Fueron años de preguntas sin respuestas…

— ¿Qué sucedió?

— No quiero hacer de nuestro primer encuentro una pálida.

— ¿Una pálida?

— Sí, un relato triste.

— Pero hombre, ¿Quién dice que enamorarse es algo triste? Me la pela, cuando finaliza el amor te concedo que sea triste, pero él mientras tanto… Es algo que poca gente vive.

— Tenés razón — revelé para seguirle la corriente ¿Por qué no contarle? Hablar de Vera sosegaba mi ansiedad.

— Pues, continuad entonces.

— Bueno, fueron años de terapia. Sentí que iba a enloquecer, la veía en todas partes…

— Ahorremos los desencuentros. ¿Cómo fueron los encuentros?

— Bueno, pocas veces sentí que una caricia podría traspasarme. No sé si voy a olvidarme de ella — ¿Qué estaba diciendo? —  Bueno, eso es todo lo que recuerdo.

— ¡Ni de coña! Continuad, por favor.

 ¿Estaba bien que hable? ¿Acaso Vera era una historia sin superar? ¿Me sumará puntos para llegar a Amparo? ¿Rudo o sensible? ¡Gusti! ¡Help!

— Tengo algo escrito en un blog. Estoy desenrollando un relato que me ayuda...

 — ¿Te ayuda?

 — Me ayuda a olvidarla.

— ¡Joder! ¿Lo puedes buscar?

— ¿Ahora?

— Sí, ahora.

— …

 — ¿No tienes datos? Yo te…

— No es eso. Lo busco. A ver — Siempre tengo a mi lado el blog — ¡Acá está! No está terminado, es un borrador…

— ¡Qué chorrada! Vamos igual. Te escucho.

— Bien… “Ella me hablaba con voz de caramelos, la veía atizada en sus ojos almíbar a caballo de dos espejos donde tumbarme ante tanto ruido (…) Cuando sus sentidos reposaban en estado presente relucían como un semáforo en amarillo…”

— ¿Semáforo amarillo?

— El amarillo es la cautela… ella apaciguaba nuestra marcha y "yo aceleraba a la espera del paso a un verde fugaz. Ella avivaba un rojo impreciso antes de ser carmesí..."

— ¡Cómo mola!

— ... "Su sonrisa era un retozo de molares y premolares que afloraban con galanura. Entreveía unos hoyuelos en suspensión que acentuaban su gesto prodigioso…"

— Qué buen rollo. Sigue…

— ... "Sacudía su cabellera como si su flequillo fuera una visita imprevista braceando en la frente (...) Empuñaba las copas de vino con el pulgar y el índice creaban una u extendida sobre el cristal. Su meñique apuntaba hacia mí como las plumas rectrices de un pájaro en el ribete."

— ¿Cómo eran sus manos?

— Pequeñas... Suaves…

— Pásame tu móvil, churri. Improvisa algo sobre su piel — me reclamó Amparo y sonrió desenvuelta.

— Necesito una copa más.

— Tienes dos mensajes.

Mondongo: "la bichi una manteca".

—  Vamos. Su piel era…

— Tersa, la más sedosa que cortejé... En el último encuentro nos apretujamos fuerte, como quienes se despiden para siempre...

— ¡Ostia! Muy bien ¿Escribiste algo del sexo con ella?

— Sí.

— ¿En el blog?

— No.

— Dime.

— Bueno ¿Cómo decirlo? Con Vera tuvimos una relación más poetizada que libidinosa. Estaba tan atraído por ella que me costó hacerle el amor. Vera apuntó con su flanco hacia la ventana y voló...

— No siempre nos vamos por mal sexo.

— Es cierto, creo que voló porque la ahogué.

— ¡Ostia! ¿Fue amor o qué?

En ese momento hallé en Amparo una pitonisa que desplegaba su tercer ojo. No me fastidiaba que entorpeciera mí relato. Logramos un contrapunto sincopado. Mis ojos se desvistieron ante su escucha. Amparo distinguió sobre la mesa del bar mi costado obsesivo más que al hombre rendido con sus contradicciones. La camarera a quien no vimos llegar, sirvió nuestros pedidos. Alcé mi ponchera de Vodka.

— No debo tomar más que un trago.

— ¡Qué guay! No seas un pringao. Estábamos en Vera y me cojes con tu trago.

— Me cuesta mucho. Perdón que sea insistente.

— Conozco en Madrid a varios colegas atornillados al caballo ¿Sabes qué es?

— Sí, veo películas.

— ¿Qué es?

— Falopa.

— ¿Qué falopa?

— Falopas duras.

— ¡Que va! Eso mismo. Vamos, Mauro. Con todo el respeto que me mereces, debo ser sincera contigo. No escucho ni percibo a un hombre enamorado, ¿vale?

—  Sí ¿Entonces?

— Escucho a un tío que le molaba una tía, pero considero que le molaba más cómo erais cuándo estabas con ella. Medio narciso ¿Entendéis?

— Sí.

— ¿Y ella? ¿Qué le pasó contigo? Me imagino que es guapa.

— Si, muy linda.

— No alcanza con eso. Te encantará cuando te enredéis hasta el cuajo, con las vísceras ardiendo en tizones, sin tanta descripción, sin tanta cosa de lo que veis. Ella no acarició ni de cerca tu corazón, lo rozó en todo caso.

Se generó un silencio incómodo. Tomé mi vodka de un sorbo.

— Mi analista pensaba lo mismo.

— ¿Pensaba?

— Si, abandoné la terapia.

— ¿Por qué?

— Porque me sacó la ficha.

— ¡Vamos! ¿Sacar la ficha sería dejarte en evidencia?

— Claro, algo así.

— Te lo diré como lo decimos en Madrid: Mezclaste churras con merinas.

— ¿Y eso?

— Estabas confundido.

— ¿Tomás café?

— No te me escapes, churri.

— No me escapo. Me cuesta hablar de Vera.

— Yo diría que no tanto. Creo que la Vera va quedando atrás.

— Ojalá, gaita.

— Ahora que me llamas “gaita” con boca chancla. Explícame ¿Qué hacíais en deportes, tío?

— Es mi profesión. Me llevó Gustavo.

— ¿Elgusti? — preguntó Amparo arrastrando la s.

— Si, ¿vos también le decís El Gusti?

— ¡Tú lo llamáis así!

Largamos una risotada al mismo tiempo. La sonrisa nos delata cuando alguien nos gusta. En ese preciso instante supuse que la táctica recomendada por mi amigo marchaba viento en popa. Conquisté el centro de la pista por primera vez en la noche.

— ¿Él te dijo que me invitéis a salir, verdad?

— ¿Cómo? — pregunté y me tiré contra las cuerdas.

— Lo que escuchaste.

— No, ¡Para nada! — respondí cubriéndome. ¿Acaso esta mujer podía leer mis pensamientos? — ¿Cómo me va a decir eso? Estoy grande, Amparito. Lo hago porque quiero, porque anoche trabajamos… Hoy tuvimos el día libre…

— No te pongas nervioso. Fue solo una pregunta, chaval.

Tomé mi vaso. Estaba vacío. Pedimos dos cafés negros.

 — Me mola la historia de esta tía con alas, eh — dijo Amparo mientras removía el café negro.

— La tía con alas, voló.

— Voló como el pasado.

— ¿Cómo el pasado? — le pregunté.

— Sí. El pasado no se larga del todo. La memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos.

— ¡Epa, epa! Desarrolle Licenciada.

— Hay que estar preparada siempre. No sabéis cuándo alguno de tus recuerdos te dará el coñazo, se aferran, algunos son dulces y te hacen sonreír, otros se salen por los ojos, ¡a tomar por culo! Parecen cascadas sobre las mejillas.

— Interesante. Che, este café está quemado.

— Si, ¡Joder! Es igual. Bueno, Mauro. Ya estuvo bien, tengo que regresar.

— La próxima quiero saber más de vos. De tu matrimonio, de tus hijos…— levanté mi mano para llamar a la camarera. Era tan petisa que no podía encontrarla en el salón.

— Mira, mi estancia en Buenos Aires se extendió más de la cuenta. Así que te concederé una cita más y veremos.

— ¿Cómo es? ¿Vos podes saber de mí y yo no puedo saber de vos?

 — No somos niños. Soy casada, chaval.

— ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?

— ¡Ostia! ¿No te das cuenta? Una mujer no permanece más de una hora con un tío sino le gusta...

— ...

— Tú me gustas — me cantó la madrileña, con la firmeza de un quebracho.

Salimos del bar en silencio. Quise decir algo y Amparo me detuvo.

— No estás obligado a platicar, tío. En cuanto a mi matrimonio solo puedo decirte que estamos en una transición, ya te contaré — dijo de corrido sin mirarme, como si lo hubiese ensayado en el trayecto de la mesa hasta la puerta. Alcanzamos la vereda y extendió su brazo como una heroína. Un taxi se detuvo.

Quise decirle: Escúchame gaita, yo no sé cómo explicarlo. Hace años que no me conmuevo por casi nada. Tu orden, me inquieta. Tu ángel, me hechiza. Tu profesionalismo, me calienta. Me encanta cómo abordas a la runfla y conseguís los dictámenes, cómo desgranas los proyectos con un conocimiento jurídico admirable. Estudiaste el reglamento en tres semanas. Dedujiste los puteríos solita, solita. Sacaste quienes cortan el bacalao. Estoy en una edad donde es muy difícil que algo me sacuda ¡Me volvés loco! Me dan ganas de bañarme, afeitarme, tomar cada vez menos, de emprolijarme, de comprar pilcha. Por favor te pido que me escuches. No estoy jodiendo. Me voy con vos donde sea. Con el respeto que me mereces, debo ser sincero, no escucho ni percibo a una mujer casada. Vivamos juntos ¡Escúchame! Dame cinco minutos para declararte mi amor a gritos o susurrando o con miedo en la voz. Llorando, con palabras torpes. Por favor, es ahora.

Intenté abrir la puerta del taxi. Ella me frenó.

Me volví a casa caminando. En el trayecto recordé a Vera cuando me dijo: estoy en una transición, ¿Cómo una transición? Sí, me estoy separando. Dame un tiempo para acomodarme. Estoy o estamos, le pregunté y no me contestó. Me animé a preguntarle ¿Qué somos? ¿Cómo que somos? Claro, que somos le repetí y me dijo: compañeros.

Vera, a diferencia de Amparo, tenía una manera sombría de usar el lenguaje. Apelaba a términos imprecisos como cambio o giros en la relación con una vocación de cronista del mercado bursátil. De a poco naturalice su modo de hablar displicente y lejano. Al día de hoy no sé qué quiso realmente.

A veces siento que vuelvo a pensar en Vera como un carroñero de la nostalgia. Cirujeo en despojos de cierta simpatía que se deshicieron con las lluvias. Cuando nos separamos, su silencio fue un golpe mudo. Solo quería embriagarme con el que fui, con el de palabras sin bordes filosos antes que bajara el sol y volver a sentirme carne, cabeza y esqueleto. Lloraba con sigilo. Silencios aferrados a las paredes. Me la jugué. Y si no hay riesgo, ¿para qué vivir?

Por un lado había superado una prueba de fuego tan ardua como amaestrar mi abstinencia. Había domado a mis propios miedos y el terror a ser rechazado. Por otro, no me esperaba semejante revelación. Amparo se expuso con decisión. Tachó la doble del histerismo a lo Vera y puso sobre la mesa las cuarenta del mazo.

¡Tengo que llamarlo al Gusti, ya!

Listo, se acabó la estrategia.

Amparo es un amor, pero se va.

Siempre se van. ¿Cómo sigo?

Dos días después me llegó un mail de la Secretaria Parlamentaria, el tratamiento de la reforma previsional era un hecho. Sería la última cobertura junto a Amparo. Ella quiso acompañarme. Ese miércoles quedamos en medio de una lluvia de piedras mientras intentábamos filtrarnos en el palacio. Una multitud derribó las vallas. La abracé creando un escudo humano y pudimos entrar. Fue la primera vez que la sentí tan cerca. Aprecié su perfume que aún hoy habita en mis recuerdos.

Si bien estábamos acreditados, hubo colegas que no pudieron ingresar. Mondongo fue el encargado del cercado de contención. Al vernos me guiñó un ojo. "La Bichi" cumplió. Con la sesión en marcha nos ubicamos en los palcos de periodistas. Los incidentes afuera se agudizaban. Tras un breve cuarto intermedio, mientras redactaba, Amparo me acercó un café.

— ¡Muchas gracias!

— Agradécele al joven — me dijo Amparo y pude ver los zapatos del Toto — Estoy sin perras. ¿Tú puedes pagarle?

— Ta´ bien señora— dijo el Toto.

— ¿Mauro?

— Sí.

— ¿Podríais averiguar que se tratará sobre tablas? — me pidió Amparo. Creo que intuyó que el Toto quería decirme algo a solas.

— Sí, claro.

Aproveché la directiva y me lancé a los pasillos. Me esperaban "los nenes" como perros hambrientos. Les marqué un par de puntos y salieron a la caza. Toqué a dos asesores y conseguí el orden del día. Amparo lo leyó apresurada y decidió que no había nada importante que cubrir. Si el tratamiento de la reforma previsional estaba abrochado no tenía sentido seguir en el palco. La manifestación comenzó a trasladarse a la avenida 9 de Julio y nosotros retornamos a la oficina. Amparo me planteó ingresar a un bar con wifi hasta que se amainara la protesta, cubrir el debate on line y redactar el grueso del cronista.

— ¿Querés ir a descansar? Yo me ocupo. Le doy formato y la subo a la web — le propuse al verla extenuada.

— Bueno, vale ¿Tenéis la clave?

— No.

Amparo no terminó de exponer “Si regresas a la redacción no vas a poder…” cuando sonó su teléfono.

— Mauro, Spataro precisa hablar contigo.

— ¿Pasó algo?

— No lo sé…

— ¿Estaba de buen de humor?

— Parece que sí. Tenía buen rollo. Una casa de electrodomésticos cojonuda se sumó como cliente.

— Buenísimo. Voy ya mismo.

— ¡Que guay! Voy contigo.

¿Por qué no me llamó a mí? ¡Viejo forro! Al final siempre lo mismo.

— Adelante Hamilton ¿Cómo está?

— Muy bien, señor.

— Siéntese. Quería felicitarlo por su trabajo en el tratamiento del proyecto de góndolas.

— Gracias, señor.

— Hablé con la Licenciada Garcés Marcilla, me comunicó que la exclusiva la gestionó usted.

— Sí, señor.

— Eso generó muchos clicks.

— ¡Qué bueno!

— ¿Usted sabe lo que eso significa? Podríamos rever su situación contractual. Tengo dos postulantes para dirigir la sección política. Amparo no va a estar toda la vida con nosotros. ¿Le gusta lo que hace?

— Sí. Me gusta.

— Me alegro por usted. Para que aprecie que no hay rencores, quiero invitarlo a mi casa esta noche y precisar algunos detalles sobre su continuidad. Mi señora cocinará unos spaguetti carbonara.

— Le agradezco, pero no es neces…

— Olga y yo entendemos que sí.

— Bueno, acepto la invitación con gusto, señor. Llevo unas bebid…

— No se preocupe. Por cierto, la licenciada también está invitada. Seremos cuatro comensales.

— Muy bien, señor.

Salí del despacho del viejo con un paso errante. En la redacción crujía un silencio sacramental. ¿Por qué tanta cortesía? ¿Amparo le habló de mí a Omar? Sus días en Buenos Aires estaban contados. Recordé que el Gusti me reveló que la vieja me quería entrar. Me senté y prendí la computadora. Un mutismo frío se apoderó en los boxes cuando mi jefa de sección se arrimó hasta el escritorio. ¡No podía ir careta! ¿Si la mujer de Omar me tiraba plumas? Tenía que avanzar. No me podía achicar. ¿Dónde conseguir algo power para la sobremesa? No podía fallar. ¿Los nenes? ¡No! Eso implicaría exponerme con Mondongo. El gordo podía ser un barrillete pero no era ningún gil. ¿Llamar al Lechuga? Uf, eso sí que no. 



WILD WILDE

La última experiencia fue un chasco. Recuerdo que después de un año de la carta definitiva, volví a ver a Vera. Estaba sola, elegante, meneando el flequillo con un tips que podía distinguir a varios metros de distancia. Mientras vacilaba en acercarme, llegó un tipo arreglado con un paso resuelto. Ella le otorgó un vistazo de enamorada. Algo retraída se acercó, lo besó en la boca y posó las manos sobre sus pómulos. Reparé en su anillo cuadriforme y plateado mientras marchaban como tejiendo un atajo hacia las escaleras del subte. No quedaron dudas, el lenguaje de la verdad es siempre sencillo.

Atónito distinguí la misma cartera negra algo deslucida en la que ella encajó con fiereza una foto de Grisú y un pedazo mío que sucumbía cuando nos separamos. Yo sabía que al dejarla ir se desmoronaba una relación con ninguna prisa, besos encendidos, y noches sin futuro.

Exhalé profundo como me enseñaron en los grupos de rehabilitación. Mis piernas temblaban y ansiaban salir de allí. Mi corazón, en cambio, me ordenaba quedarme un minuto más. Bajé por Carlos Calvo, me perdí entre las veredas de San Cristóbal y al llegar a casa, Luciana me sorprendió en la puerta del edificio. Me vió con los ojos tristes y me preguntó si estaba todo bien. No respondí.

Al entrar al departamento fui directo a la cocina, busqué mi taza y esparcí dos cucharadas de café con azúcar. Me asaltó un flash back de Pão de Açúcar. Batí y batí a un ritmo maquinal mientras lágrimas veladas auxiliaban la mezcla. Unos minutos después me restablecí y revelé a Luciana que estaba todo bien. La besé al tiempo que tomaba el primer sorbo de café y agasajaba a Cooke, su perrito pekinés. Durante años preferí una locura que me ilusione a una verdad que me tumbe.

— Me separaron de la sección — comenté en voz baja al tiempo que le preparaba un café.

— ¿Por eso estas así?

— Fueron seis años...

— Bueno, ya estabas medio podrido de esas notas, o ¿no?

— Si, en sociedad está Silvina.

— ¿Y qué tal?

— Buena mina, labura muy bien. Era secretaria del jefe. Está estudiando periodismo. La conozco hace años.

— ¿Menos laburo ahí?

— Es diferente. Menos egos con que lidiar, más llevadero.

— ¿Tus vacaciones quedan igual?

— Sí, sí. Hoy hablé de guita y de eso justamente.

— Bueno, bombón. ¿Por qué tan angustiado, entonces?

— Qué se yo.

— Cambiá esa cara ¡Parece que viste un fantasma! Mi hermana puede cuidar a Cooke.

— Está bien. ¿Tenes fuego?

— Me confirmó hoy. ¿No está bueno? Quiero que viajemos tranquilos, mi amor.

—…

— Quiero volver a Río, conocer Angra Dos Reis. Es un lugar alucinante…

— Y… Está bueno.

— ¿Fuiste? No me dijiste eso ¿Cuándo?

— De pendejo, con los pibes de la secundaria.

— ¡Ay! ¡Mira vos!

— ...

— Bueno, yo me encargo de las reservas de los vuelos, el hotel y las excursiones.

 — ...

 — Vos después me decís. Dame una seca.

 — Lo que vos elijas estará bien.

Recuerdo muy bien esa recaída. Después de diez meses de sobriedad y abstinencia el diablillo interno golpeó las puertas de mi abismo. ¿Dónde buscar? ¿A quién llamar? ¿Cómo reaparecer en un circuito extraño y hostil?

Pasé la noche sin dormir. Me puse a stalkear y fue inevitable la pulsión de ir al mismo lugar de mierda. Cristian “Lechuga” Hamilton. Era él. Vacilé un segundo. Le escribí. Lechu respondió al día siguiente y quedamos en encontrarnos en un bar de la estación de Wilde.

— ¡Cualquiera, tigre!

 — Acá tenes la plata. ¿Qué más queres?

 — ¿Qué quiero? Que te tomes el palo.

 —No te podes negar. Desde cuando sos tan moralista vos.

— ¿Mora qué? Vos ya no estas para esto, nene...

— ¿Por qué me hiciste venir hasta acá?

— Porque pensé que venias a vernos. Además la Cata preguntaba por vo´...

— ¡Bueno si me aprecias dame lo que te pido o decime con quien puedo hablar!

— Porque te aprecio te digo que no. Las cosas cambiaron mucho. Ya no es como ante´.

— ¿Y cómo son?

— ¿Cómo son?, ¿Qué te enseñaron en la faculta´? Te la nombré a la Cata y ni mu.

— No podía cuidarla, Lechu. Vos lo sabes bien. Vine porque confío en vos.

— No te puedo ayuda´, hermanito. Tomá, esto era de la Cata.

Retorné de Wilde aturdido, manija y con las manos vacías. Un oso de peluche de mi sobrina era todo mi bagaje. Di vueltas como un trompo. Ingresé a una iglesia. Lloré desconsolado. Recordé al padre Tarcisio cuando en la parroquia del barrio me estimuló a tomar vuelo. — Mauro, te sobra talento. Tenes que estudiar, hijo.


CATA

Con las pocas herramientas que tenía resolví continuar mis estudios y salir de la sordidez que me envolvía. Fue una estupidez regresar a donde ya no me esperaban. La evocación de Cata me atravesó.

Hace más de una década, el Lechu me intimó que custodiara a su hija cuando cayó en cana. La mamá de Cata desbordada, una noche donde nadie la vigilaba, tomó de más. A la madrugada tropecé en el baño con su cuerpo sin vida. Cata, de ocho años, dormitaba mientras su madre se moría. Sobrepasado por la situación salté corriendo de esa escena espantosa y no volví jamás.

Finalmente salí de la iglesia luego de la expedición al pasado en el sudeste sombrío. Cansado de buscar respuestas recordé la canción de Dylan cuando el nobel de literatura sintió que tocaba las puertas del cielo. “Knock—knock—knockin' on heaven's door”. Dios no me abrió. Caminé por Lima y entre a una pizzería Ugi´s. Ordené tres porciones del cuerpo de Cristo y una botella tres cuarto de la sangre del Señor.

— ¿Dos o cuatro, amigo?

— ¿Sos sordo? Tres porciones, te dije.

— ¡Dos o cuatro, así de corta!

— Eh... Bueno, dame dos.

Repeat

— Two or four, my friend?

— Are you deaf? Three portions, I told you.

— Two or four, so short!

— Uh... Well, give me two.

Con la mirada vacía y acuosa, como la de los peces cuando van ahogándose fuera del agua, sacié la sed del cuerpo y del alma. A la tercera cerveza acerté con un discípulo de Wild Wilde que me invitó una copa. Después de una charla extensa me indicó donde encontrar al Dios que buscaba. El Dios que no interroga y atiende de lunes a lunes las veinticuatro horas.

— Decile que vas de parte mía.

— ¿Me hacen descuento?

— Dale cabezón, nos vemos.

— ¡Gracias, loco!

— De nada, compadre.

¡A la mierda con el Lechu! Al calor de los alcoholes los desconocidos se vuelven amigos. Mientras me encauzaba al encuentro de Dios, recordé que debía preparar una nota atemporal para la sección sociedad del diario. Tomé mi apuntador y rasgueé: La Iglesia del Inmaculado Corazón de María es el característico templo católico que corona el extremo norte de la Plaza Constitución…

— Linda chicas, eh.

— ¿Viste? —  me dijo Dios.

— ...

— Vamos a lo nuestro... Si queres, podes pasar con alguna más tarde — sentenció.

De una de las habitaciones irrumpió un ángel regordete duro como empanada de puerta que le habló a Dios al oído. Este cambió su expresión y me apuntó con voz firme.

— ¿Vos no sos el hermano del Lechu? — me dijo el espíritu celestial de los escondites, mientras carpeteaba mi pulsera de Chaca.

— No, no.

— Mira, papito. No es nada en contra tuya pero tómatela.

— Tengo plata. ¡Te voy a pagar!

— Ándate antes que los guardianes del cielo se pongan nerviosos.

Ebrio y entontecido salí del lugar con dificultad. Al subir las escaleras advertí un arcángel muy agraciada que me resultó familiar. Ella me observaba mientras escalaba hacia la puerta de salida. La piba, que no llegaba a los veinte, elevó su brazo derecho retraídamente y colocó sus dedos en V. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

El aire de la calle me despabiló en ambiguas horas que mezclan al borracho y al madrugador. Tomé un taxi — Carlos Calvo y Cevallos, por favor — y apoyé mi cabeza sobre el oso de peluche.

El Lechuga tenía razón, las cosas habían cambiado, ya no eran como antes. No regresé nunca más.


DICTÁMENES

— Mauro, aquí están los dictámenes impresos, firmados y sellados — me dijo Amparo mientras se acercaba hasta mi cuello ¿Por qué no me los remitió por el chat interno como lo hacía siempre? — ¿tú me recogerás esta noche? — continuó con la voz dulce y firme.

—Sí, claro — le respondí mirando su escote. 

Al levantar la cabeza observé la fisonomía del Gusti Santos. ¡Estaba chocho! Como un alumno retozón en el banco del fondo. Le faltaba pedir fuego para fumar un habano. Mi amigo había resuelto un gran operativo: Recuperar la confianza de Omar Spataro, al tiempo que Amparo me pedía, frente a todo el personal, que la pase a buscar para ir a cenar a la casa del jefe.


 Capítulo X https://bit.ly/39XILe2


2 comentarios:

  1. ¡¡como me gusta leerte, raul!! contados con los dedos de la mano quienes se destacan/destacaron en blogs (Camila Sosa Villada, Hernán Carsciari por nombrar algunos, tarea para esta cuarentena si no los leiste jajaj) entre ellos vos.. buena suerte y buena vida.

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  2. Muchas gracias por tus palabras, a Hernan Casciari lo he leído, tengo dos libros de el, lo escucho en Metro además, un fenómeno y de Camila leí La novia de Sandro, su libro de poemas, maravilloso. Tengo como tarea leer sus novelas. Un saludo y gracias por tomarte el tiempo de leer y comentar además, también te deseo buena vida!!

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