Estaba
en terapia intensiva.
Entre
cables, pitidos, ojos ajenos que velaban por mi voz dormida.
Y en
ese silencio, irrumpieron.
No con
gritos, sino con un cerrajero.
Porque
a veces la violencia se disfraza de trámite.
Se
dice: "es nuestra casa",
y se
deja caer la historia con la liviandad de un papel firmado.
Como si
los ladrillos pudieran contar su propia versión
y
dijeran:
fue
mamá,
fue ese
hombre bueno que no firmó pero estuvo,
fue
infancia, fue espera, fue abrazo.
Lo
hicieron porque pudieron.
Porque
el enojo es un idioma que no necesita gramática.
Pero yo
ya no hablo ese idioma.
No
quiero traducirlo.
Cuando
venís grande, y tenés hijos,
la
rabia de otros ya no te provoca lucha.
Te
provoca compasión.
Porque
no ves un enemigo.
Ves a
una chica sin abrazo.
A un
pibe que nunca supo fue amado.
Y
entonces, no querés venganza.
Querés
que algún día se detengan frente a una puerta,
no para
abrirla a la fuerza,
sino
para preguntarse si alguna vez
fueron
bienvenidos en alguna parte.
Yo,
mientras tanto, reconstruyo.
No la
cerradura.
El
sentido.
Mi paz.
“Vos estuviste con tus padres en el momento
crucial, nadie más estaba. Pagaste un precio, que fue tu quebranto de salud, y
siempre, siempre, al firme y de pie. ¡Que fuerza, loco! Superado ésto, una
etapa nueva. Vos vas por lo que te nutre, ahora es para crear, escribir, y
sobre todo, vivir. Vivir para vos y los afectos reales, auténticos, los que vos
te merecés. Fuera de tu vida la gente que siente con el bolsillo, que vive para
lastimar, que no recuerda, o no sabe, de AMOR.”
Marina, marzo de 2025. Montevideo -
Uruguay
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