En Mar
del Plata, donde las olas no descansan ni siquiera en este fin de semana extra
largo, Pedro camina con su bolsa al hombro y la mirada atenta, como quien sabe
leer el mundo más allá de las letras. No viene a descansar, como tantos que
invaden la ciudad con reposeras, sombrillas y selfies. Pedro viene a sembrar.
Viene desde Boedo, donde las calles se confunden con los límites de Nueva Pompeya — ese borde indefinible entre lo real y lo imaginado — , trayendo consigo historias, papeles doblados y un oficio antiguo y vital: el arte de la palabra. En las playas llenas de pantallas y gente que mira sin ver, Pedro ofrece otra cosa. Algo distinto. Algo que no se carga, no se enchufa, no se desliza con el dedo.
No vende helados ni artesanías. Vende libros. Pequeños textos impresos con tinta de calle y alma de escritor. Hay poemas breves, historias de amor nacidas en servilletas, relatos que caben en una mano y hacen nido en el corazón. Pedro no grita, no forcejea. Susurra. Y en ese susurro, crea una necesidad donde antes no había nada: la necesidad de detenerse, leer, imaginar.
Un niño se acerca y le compra un relato. Una pareja lo escucha, duda, y termina llevándose una historia de playa con final abierto. Un jubilado, curioso, se pone a leer un poema en voz alta y provoca un aplauso espontáneo. Pedro no sólo vende, despierta. Planta semillas. Deja pequeñas explosiones de sentido en cada encuentro.
La
cámara de Mauricio Arduin —ese ojo de la Capital de Mar del Plata que todo lo
ve— lo capta justo en el momento en que entrega un texto y sonríe. Una imagen
basta para entender que Pedro está haciendo algo más que vender. Está dejando
huella. Está dejando historia.
Y yo,
que tengo el privilegio de tenerlo como alumno en mi taller literario, lo miro
con admiración. Pedro no se detiene. No espera que lo descubran. Pedro ya es.
Un escritor con las palabras a flor de piel. Un sembrador de historias entre
olas, turistas y asfalto caliente.
Hoy,
mientras otros descansan, Pedro trabaja en la playa, pero su trabajo es arte. Y
Mar del Plata, aunque no lo sepa del todo, florece un poco más cada vez que él
pasa.
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