Confió en nuestro programa desde el primer minuto y nos recordaba, con sabiduría, que “el aire es sagrado”. Al final de cada emisión, su guiño era un simple emoticón, pero para nosotros era la señal luminosa de su aprobación.
Jorge llegó hasta mí cuando el tiempo se medía en suspiros y monitores, cuando mi voz estaba guardada detrás de los cristales de terapia intensiva. Lo supe después, al pasar a sala, cuando el abrazo nos devolvió la vida entera en un solo gesto.
Nos había quedado pendiente un rito sencillo y enorme: compartir unos mates un sábado por la tarde en Camet, bajo el cielo abierto, mientras hablábamos de aves de campo, su fetiche, su descuelgue, su refugio secreto, ese verdadero lugar en el mundo donde el alma encuentra alas y se posa sin apuro.
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