"No creo en la sangre, creo en los individuos"
Marcelo Ghio ("Chelo" Esculapio)
Aquel hombre de radio —voz de las tardes de domingo, forista sin estridencias en el dial de los que aún escuchan— tenía un nombre que sonaba entre sus pares, pero en Retiro no era nadie. Allí, entre valijas ajenas y bocinas sin nombre, el cuerpo empezó a escribir su propia carta de auxilio. Primero fueron las palpitaciones, como un tambor desbocado en el pecho.
Luego, una sombra sorda en el brazo izquierdo, la debilidad del aire, el mundo ladeado. Cayó en silencio, sin dramatismo, sin micrófonos cerca. Lo internaron. Nadie sabía su nombre en esa sala blanca y urgente. Nadie recordaba su frase de cierre en los programas de los domingos. Ni los oyentes de antaño, ni los seguidores que alguna vez dejaron un corazón en su muro de Facebook.
Al llegar el alta, lo llevaron hasta la estación de Retiro. El estéreo
del auto rugía con la música al máximo, no para acompañar el viaje, sino para
acallar cualquier palabra que intentara nacer. Esa indiferencia —ese ruido que
lo borraba— le dolió más que la cefalea ardiente de su migraña hemipléjica, más
que las secuelas de los tres ACV que habían ido marcando su cuerpo. Porque hay
dolores que no se alojan en la carne, sino en el silencio que dejan quienes
deberían haberse quedado.
Un tiempo después lo recordaba con un temblor que no venía del cuerpo, sino del alma.
Y entonces, en medio de esa soledad digital, apareció ella. Ella, su ángel guardián. Su madre del corazón. La que no sabía mucho de redes sociales, pero sí de trayectos de amor que se miden en kilómetros y no en likes. Viajó ochocientos. De ida y vuelta. Sin pedir permiso ni dar explicaciones. Con la certeza terca de quien conoce el valor de estar. Lo encontró con el alta en la mano y la mirada baja.
Él no dijo mucho, porque hay emociones que no caben en las vocales ni en los bordes de una frase. Solo pensó, en un rincón donde aún respiraba ternura: menos mal que la tengo a ella. Y al verla cruzar el andén número dos de la estación de Retiro en un rond de jambe perfecto, comprendió que no hay algoritmo que abrace, ni historia viral que te levante del piso.
¿Quién necesita más amigos en Instagram o Facebook, si hay una sola persona capaz de subirse a un micro y cruzar media provincia por tu voz herida? ¿De qué sirven las notificaciones si no hay nadie que venga a buscarte cuando no podés volver solo? Porque hay cariños que no publican stories, pero escriben epopeyas en la vida real.
Y ese hombre de radio descubrió, por fin, la verdad más simple: que a veces, el único programa que vale la pena escuchar es el que suena cuando alguien dice: “Tranquilo, ya llegué. Ahora nos vamos a casa.”
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