Aquel hombre de radio —voz de las tardes de domingo marplatense, forista sin estridencias en el dial de los que aún escuchan— tenía un nombre que sonaba entre sus pares, pero en Retiro no era nadie. Allí, entre valijas ajenas y bocinas sin nombre, el cuerpo empezó a escribir su propia carta de auxilio. Primero fueron las palpitaciones, como un tambor desbocado en el pecho.
Luego, una sombra sorda en el brazo izquierdo, la debilidad del aire, el mundo ladeado. Cayó en silencio, sin dramatismo, como caen los comunicadores cuando no hay micrófono cerca. Lo internaron. Nadie sabía su nombre en esa sala blanca y urgente. Nadie recordaba su frase de cierre en los programas de los domingos. Ni los oyentes de antaño, ni los seguidores que alguna vez dejaron un corazón en su muro de Facebook.
Y entonces, en medio de esa soledad digital, apareció ella. Ella, su ángel guardián. Su madre del corazón. La que no sabía mucho de redes sociales, pero sí de trayectos de amor que se miden en kilómetros y no en likes. Viajó ochocientos. De ida y vuelta. Sin pedir permiso ni dar explicaciones. Con la certeza terca de quien conoce el valor de estar. Lo encontró con el alta en la mano y la mirada baja. Él no dijo mucho, porque a veces la emoción no cabe en las vocales. Pero pensó: menos mal que la tengo a ella. Y comprendió, al verla cruzar la puerta de la Clínica Anchorena en rond de jambe, que no hay algoritmo que abrace, ni historia viral que te levante del piso.
¿Quién necesita más amigos en Instagram o Facebook, si hay una sola persona capaz de subirse a un micro y cruzar media provincia por tu voz herida? ¿De qué sirven las notificaciones si no hay nadie que venga a buscarte cuando no podés volver solo? Porque hay cariños que no publican stories, pero escriben epopeyas en la vida real.
Y ese
hombre de radio —dueño de tantas voces prestadas— descubrió, por fin, la verdad
más simple: que a veces, el único programa que vale la pena escuchar es el que
suena cuando alguien dice: “Tranquilo, ya llegué. Ahora nos vamos a casa.”
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