11 de octubre de 2025

PENSAR CON LA VOZ

 



En los últimos tiempos, la radio vivió un fenómeno inédito.

AM, FM, olas invisibles que recorrían ciudades y campos:

los dueños de emisoras comenzaron a invitar a periodistas, animadores, actrices, actores…

rostros que habían hecho su vida en la televisión,

pero que de pronto debían aprender a hacerse escuchar, más que a verse.

 

Y en ese giro apareció algo curioso:

una pequeña revolución del sonido en tiempos de imagen.

Porque vivimos en una era donde lo visual es tirano,

donde la selfie reemplaza al retrato y la cámara frontal al espejo.

Pero en la radio, la palabra sigue siendo reina.

La voz no necesita maquillaje ni luces ni filtros.

En la radio importa lo que se dice, y cómo se dice.

Cada respiración, cada pausa, cada sílaba cuenta.

La voz adquiere espesor, alma, y llega al oído de quien no busca espectáculo,

sino compañía, un hilo invisible que nos conecta desde la otra orilla.

 

Leer, ese hábito íntimo y callado, se escucha en la manera de hablar frente al micrófono.

Leer forma el oído, pule la lengua, afina el pensamiento.

La radio exige cuidado: la palabra es puente, no trampa.

Mientras los diarios guardan la memoria de grandes plumas,

la radio se nutre de voces que convierten el aire en pensamiento.

 

Somos muchos los que seguimos persiguiendo una voz, una firma, una frase con alma.

Los que esperamos una crónica que nos acerque belleza,

una idea que nos despierte ternura,

un relato que haga que el día haya valido la pena.

 

El micrófono desnuda.

Es un salto del escritorio al diván.

Frente a él, uno siente que rinde un examen invisible,

que las palabras se examinan solas, se confiesan.

 

Para quienes estamos al aire, lo más hermoso es recibir un mensaje que diga:

“Yo también me pregunto dónde irán a parar las bolitas lecheras que se pierden en las mudanzas”.

Ahí entendemos que la radio sigue viva.

Que lo dicho evoluciona hacia un lugar común, familiar, humano.

La radio es un oficio artesanal, una joyería del aire.

Cada palabra se lima, se pule, se sopla con cuidado,

como si fuera una joya sonora.

 

Si el mundo terminara como en esas películas de apocalipsis,

y tuviéramos que salvar un solo objeto, yo elegiría una Spika.

Una radio pequeña, gastada, con olor a plástico caliente.

La elegiría como resistencia humana.

Porque mientras haya una voz transmitiendo en vivo,

aunque todo se derrumbe, habrá humanidad.

Ese temblor, esa respiración que se cuela entre las palabras,

ese silencio que dice más que cualquier frase:

es irremplazable.

 

La radio nos cura del ruido digital, del vértigo de las pantallas.

Es una ambulancia que llega por el oído,

que nos rescata del silencio brutal de la soledad.

Más tarde o más temprano, todos recibiremos nuestra señal de ajuste.

Y ojalá que, cuando llegue, el silencio del final nos encuentre con un “te quiero” entre los labios.

Porque al final, el amor es lo único que salva.

El amor —como la radio— no se ve.

Pero cuando llega, suena.





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