En los
últimos tiempos, la radio vivió un fenómeno inédito.
AM, FM,
olas invisibles que recorrían ciudades y campos:
los
dueños de emisoras comenzaron a invitar a periodistas, animadores, actrices,
actores…
rostros
que habían hecho su vida en la televisión,
pero
que de pronto debían aprender a hacerse escuchar, más que a verse.
Y en
ese giro apareció algo curioso:
una
pequeña revolución del sonido en tiempos de imagen.
Porque
vivimos en una era donde lo visual es tirano,
donde
la selfie reemplaza al retrato y la cámara frontal al espejo.
Pero en
la radio, la palabra sigue siendo reina.
La voz
no necesita maquillaje ni luces ni filtros.
En la
radio importa lo que se dice, y cómo se dice.
Cada
respiración, cada pausa, cada sílaba cuenta.
La voz
adquiere espesor, alma, y llega al oído de quien no busca espectáculo,
sino
compañía, un hilo invisible que nos conecta desde la otra orilla.
Leer,
ese hábito íntimo y callado, se escucha en la manera de hablar frente al
micrófono.
Leer
forma el oído, pule la lengua, afina el pensamiento.
La
radio exige cuidado: la palabra es puente, no trampa.
Mientras
los diarios guardan la memoria de grandes plumas,
la
radio se nutre de voces que convierten el aire en pensamiento.
Somos
muchos los que seguimos persiguiendo una voz, una firma, una frase con alma.
Los que
esperamos una crónica que nos acerque belleza,
una
idea que nos despierte ternura,
un
relato que haga que el día haya valido la pena.
El
micrófono desnuda.
Es un
salto del escritorio al diván.
Frente
a él, uno siente que rinde un examen invisible,
que las
palabras se examinan solas, se confiesan.
Para
quienes estamos al aire, lo más hermoso es recibir un mensaje que diga:
“Yo
también me pregunto dónde irán a parar las bolitas lecheras que se pierden en
las mudanzas”.
Ahí
entendemos que la radio sigue viva.
Que lo dicho evoluciona hacia un lugar común, familiar, humano.
La
radio es un oficio artesanal, una joyería del aire.
Cada
palabra se lima, se pule, se sopla con cuidado,
como si
fuera una joya sonora.
Si el
mundo terminara como en esas películas de apocalipsis,
y
tuviéramos que salvar un solo objeto, yo elegiría una Spika.
Una
radio pequeña, gastada, con olor a plástico caliente.
La
elegiría como resistencia humana.
Porque
mientras haya una voz transmitiendo en vivo,
aunque
todo se derrumbe, habrá humanidad.
Ese
temblor, esa respiración que se cuela entre las palabras,
ese
silencio que dice más que cualquier frase:
es
irremplazable.
La
radio nos cura del ruido digital, del vértigo de las pantallas.
Es una
ambulancia que llega por el oído,
que nos rescata del silencio brutal de la soledad.
Más
tarde o más temprano, todos recibiremos nuestra señal de ajuste.
Y ojalá
que, cuando llegue, el silencio del final nos encuentre con un “te quiero”
entre los labios.
Porque
al final, el amor es lo único que salva.
El amor
—como la radio— no se ve.
Pero
cuando llega, suena.
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