Dicen que soy un escándalo. Que llego sin pedir permiso. Que desarmo castillos de arena con la misma impunidad con la que revuelvo las sábanas tendidas de las pensiones frente al mar. Dicen que soy bravo. Que hago llorar a los más chicos y maldecir a los más grandes. Que barro la rambla como si fuera mía —y un poco lo es—. Que te lleno de arena hasta el alma y no pido disculpas por hacerlo.
Dicen tanto de mí… Pero nadie se detiene a escuchar mi versión. Nadie pregunta cómo es llevar sobre el lomo una ciudad entera. Nadie se imagina lo que pesa la belleza cuando nadie la defiende.
Yo soy el viento de Necochea.
No el de cualquier viento. No el viento que se nombra en general, en las conversaciones del clima. Soy ese viento. El que sopla desde el molino viejo como una historia mal contada, hasta la escollera de Quequén, donde los barcos rezan en voz baja al salir al mar.
Cruzo la ciudad como cruzan los perros libres: sin pedir permiso, pero con amor por cada esquina. Me meto entre los médanos como si fueran recuerdos suaves. Me deslizo por el antiguo muelle de pescadores, donde aún resuena la voz de un abuelo diciendo “hoy pican, nene, esperá”. Paso por la terminal, esa panza tibia donde llegan sueños del interior envueltos en bolsos humildes. Y sigo hasta el puerto, donde el olor a sal y a gasoil me deja un nudo en el alma.
Acaricio los álamos, los sacudo, sí, pero también los despierto. A los malvones los despeino apenas, para que se acuerden que están vivos. Yo no soy enemigo de nadie. Soy ese viejo amigo que dice lo que otros no se animan.
El que llega a tu casa, te empuja la puerta, y te grita desde la cocina: “¡Vamos, levantate, que la vida no espera!” Cuando el verano explota, y las sombrillas florecen sobre la playa como girasoles artificiales, yo soy el que les recuerda que no todo puede estar bajo control.
Que incluso en la postal perfecta, algo tiene que volar. Y cuando el invierno se pone gris y el silencio se instala como un huésped pesado, yo vengo a sacudir la tristeza. A patear la quietud. A decir: “¡Todavía estamos acá!”
Y sí, a veces me paso. Soy viento, no santo. Pero también soy quien lleva las cartas invisibles de un barrio al otro. Los abrazos que no se dieron. Los silbidos de un amor adolescente. Los secretos de una abuela que aún recuerda cómo olía el cine París. Yo estuve ahí, ¿sabés? Cuando se besaron por primera vez frente al mar. Cuando enterraron un deseo en la arena. Cuando juraron no volverse a ir… y luego se fueron.
Estuve ahí. Y nunca me fui. Me dicen que soy bravo. Y puede ser. Pero si me escuchás bien, entre ráfaga y ráfaga, no vas a oír violencia. Vas a oír memoria. Y un poco de ternura, envuelta en torpeza. Porque yo también estoy cansado de ser el villano de cada cuento meteo rológico, sabes?. De que me echen la culpa de la tarde arruinada, del sombrero perdido, del flequillo que no se acomoda.
Nadie dice: “Gracias, viento, por empujar las nubes que tapaban el sol”.
Nadie me aplaude por limpiar el aire, por sembrar movimiento donde se había estancado todo.
Y sin embargo… sigo. Sigo soplando. Sigo cantando mi canción invisible por las calles de Necochea. Porque esta ciudad, aunque a veces lo olvide, me necesita. Y vos también, aunque no lo sepas.
No vengo a arruinarte el día, mi amigo!!. Vengo a despertártelo. A veces, lo que nos molesta es justo lo que nos está moviendo. A veces, lo que rechazamos es lo que nos viene a decir que estamos vivos. El viento —como la verdad— no siempre es suave. Pero cuando pasa… todo lo que no servía, vuela. Y lo que queda, es más auténtico.
Así soy yo. Soy el viento de Necochea. Y te espero en la playa, despeinado, libre, como vos, si te animás.
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