Tenía dieciocho años y la insolencia de la juventud. Una mezcla de audacia y orgullo todavía en formación. Evitaba encontrarse con nuestros ojos, como si su sola asistencia bastara para otorgarnos un favor.
Se
presentó ante el jurado con paso seguro, casi altanero, como si la sala del
histórico Caserón ubicado en Avenida 59 y calle 54 fuese demasiado pequeña para
albergar su yo en expansión. Se sentó de costado, cruzando las piernas con una
displicencia estudiada, la de quienes todavía prueban los límites de la
atención ajena.
Lo primero que mencionó fue un catálogo de lecturas: «Crimen y castigo» de Dostoyevski, «Cien años de soledad» de García Márquez. “Por eso hablo así”, comentó, como si la cadencia de su voz hubiera sido prestada por los fantasmas de Raskólnikov y los Buendía. No pretendía convencernos de su talento en la tarde de Necochense, sino dar testimonio de su pedigrí literario. Me enterneció escucharlo: primero apareció mi hijo, y después un futuro adulto que tal vez querría esquivar. Había en su arrogancia cierta fragilidad, una máscara que aún no lograba comprender del todo. Después de cierta edad, empezamos a utilizar una máscara de seguridad y certeza. Con el tiempo, esa máscara se pega a la cara y ya no se puede quitar.
Luego, con la audacia de quien cree haber descifrado un secreto del lenguaje, dijo que su diferencia con Cortázar residía en la precisión con que pronuncia la “R. Lo afirmó con naturalidad, como quien descubre una curiosidad casi secreta. Nosotros lo dejamos hablar, conscientes de que muchas certezas tempranas se desinflan con el tiempo, igual que los globos de kermesse.
Confesó sentirse identificado con la «Carta al padre» de Kafka. Ah, la rebeldía heredada, la épica silenciosa de todo adolescente. Pero enseguida se contradijo: de sus tres libros favoritos, dos habían sido recomendados por aquel padre “incomprensivo”. Allí se dibujaba un matiz profundo de su historia: un joven que disputaba la autoridad mientras, al mismo tiempo, aceptaba su guía.
Nosotros, los jurados, lo escuchábamos con paciencia. Uno anotaba, otro asentía con gravedad, como quien registra pequeñas joyas de un mundo aún en construcción. Yo lo miraba y pensaba: qué pequeña, aún, su mirada del mundo. Chiquita como la laguna de su pueblo: un espejo de agua que confunde reflejo con horizonte, todavía en búsqueda de profundidad.
No estaba para ganar. Su obra era todavía más eco que voz propia, más tanteo que convicción. Si hubiera sido premiado por decisión de mis colegas, habría sido un triunfo prematuro que no le habría enseñado nada sobre la literatura, que no le habría revelado la paciencia, el esfuerzo y la disciplina que exige cada verso.
Porque, aunque su pedido al irse —ese timorato ruego de “háganme pasar de etapa”— contenía la inocencia de un adolescente, la poesía no se concede por compasión. La poesía se conquista: se modela verso a verso, línea a línea, hasta que deja cicatrices que son, al mismo tiempo, medallas invisibles.
Cuando se levantó, lo hizo con paso seguro, como quien ya se siente dueño de más de lo que realmente sabe. Y mientras se alejaba, pensé que algún día comprendería que no basta con pronunciar la “R” fielmente para diferenciarse de Cortázar. El verdadero desafío es curtirla hasta que suene auténtica, hasta que cada palabra pese tanto como la experiencia que la alimenta.
Y tal
vez, entonces, cuando su mirada haya alcanzado la hondura que el ruedo sabe
enseñar, la literatura lo recibirá de verdad, sin trampas ni pasadizos que
burlen la caridad de sus versos.
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