Anoche,
en la AUD, mi hijo salió a encontrarse con sus amigos y compañeras del
Instituto Roberto Arlt. Yo, desde lejos, sentí que algo vibraba distinto: una
mezcla de alegría y desorden luminoso, ese caos hermoso que sólo aparece cuando
la vida está por cambiar.
Me
llegó una foto en plena madrugada. Lo vi radiante, rodeado de risas, de
complicidades, de esa energía que sólo la juventud puede conjurar. Y pensé en
Arlt. En cómo estaría disfrutando este pequeño lío que armaron, igual al que él
armó alguna vez contra la academia y los cogotudos de siempre.
Mientras
lo miraba en la pantalla, entendí que mi hijo ya camina hacia su propio
destino. Y me quedé con un orgullo manso, íntimo: el de saber que empieza a
escribir su historia con una luz que no necesita permiso para brillar.
Julián
apareció en la puerta con una bolsa. No caminaba: flotaba. Tenía ese brillo que
no se compra, que no se aprende, que sólo aparece en los ojos cuando algo
profundamente bueno está por suceder. Adentro de la bolsa se apretaban globos
plateados; parecían peces sorprendidos, atrapados en un pequeño océano de
plástico.
—Hoy le
voy a preguntar si quiere ser mi novia —dijo, como si estuviera anunciando un
eclipse.
Y en
cierto modo, lo hacía.
Mientras
hablaba, sostenía los globos con un cuidado casi ceremonial. No quería que
tocaran el piso. No quería que se mezclaran con la rutina de la casa. Aquellos
globos eran otra cosa: eran lenguaje, promesa, augurio.
Yo lo
observé, y ahí estaba él, mi hijo de hoy, tan alto, tan decidido, tan dueño de
su emoción… y arriba de esa imagen, como un doble transparente, estaba el bebé
que fue.
El nene
que antes de decir “papá” dijo “gobs”.
Su
primera palabra no fue un nombre ni una necesidad. Fue un globo.
Un
objeto que asciende. Una forma de celebrar. Un modo
de comunicar pureza sin gramática.
Creo
que esa elección lo define más de lo que él sospecha. Mientras algunos chicos
aprenden a hablar desde lo urgente (leche, agua, mamá) él conmigo empezó desde
lo festivo. De a poquito, al tiempo de su boca chiquita, me enseñó que cada
globo que sostenía era una idea, una invención, un intento de decir “mundo,
estoy llegando”.
Ahora,
tantos años después, cuando lo veo armar la frase, todavía escucho ese sonido
antiguo: “gobs”. Y me doy cuenta de que él no cambió tanto. Que, incluso en su
adolescencia movediza, sigue hablando en ese idioma aéreo, suave, redondo. Un
idioma que nombra lo que siente sin temor. Era un
trabajo minucioso, casi artesanal. A cada globo le escribió una letra, hasta
completar la pregunta:
¿Querés
ser mi novia?
Lo
hacía con concentración, pero también con una alegría que se le desbordaba por
los labios. Y yo, sin decir nada, acompañé esa escena como quien presencia un
acto sagrado. Porque en realidad lo era: era el instante exacto en que un chico
empieza a ser hombre, no por edad sino por sensibilidad.
Cuando
terminó, respiró hondo. Un aire nuevo entró en su pecho.
—Listo
—dijo—. ¿Queda bien?
No
podía decirle que quedaba perfecto, porque “perfecto” era poco. Quedaba
vivo.
Lo vi
feliz, como si cada globo (cada vocal y cada consonante) fueran un satélite suyo,
un planeta obediente girando alrededor de su valentía.
Lo vi
preparado hacia el encuentro, hacia esa ceremonia mínima y gigantesca de
preguntarle a otra persona: “¿Me elegís?”. Y en ese momento sentí un tironcito
en el pecho. Una mezcla de emoción y nostalgia. Porque cada globo que él
soltaba —o que estaba por soltar— también me soltaba a mí un poco.
Ese
chico que nació diciendo “gobs” hoy le hablaba al amor con globos.
Y yo,
desde la vereda, descubrí algo que quizá debería haber sabido siempre:
Tenía
doce años. Verano del ’88. Lo habían invitado a un asalto. Él pensaba que sería
como un cumple: globos, torta, los pibes corriendo alrededor de la mesa. Pero
no. Esto era otra cosa: luces bajas, radiograbador a todo volumen, los más
grandes bailando lentos y apretados, como si fueran adultos que ya sabían todo
de la vida.
Llegó
medio tarde porque se había quedado en el campito del Mercado Central,
tirándole a un paredón con la gomera. La llevó consigo, metida en la cintura
bajo la chomba de Papazzi, y no sabía bien por qué. Era como cargar un pedacito
de su mundo, un secreto que solo él podía sostener.
Dentro,
el aire era pesado: mezcla de Pepsi tibia, transpiración y un poco de humo de
cigarrillo que escapaba de los más grandes. Vasos de plástico tirados, papas
fritas blandas en un bol, y un cassette que pasaba de Europe a Pet Shop Boys.
Cada tanto alguien apretaba rewind y el radiograbador chistaba, como una
locomotora que respiraba.
De
golpe, ¡paf!, arranca un lento: Milli Vanilli. La música bajó el pulso de la
sala. Él sintió que le ardían las manos. Y ahí la vio a ella. La que le gustaba
de verdad. La invitó a bailar, y ella dijo que sí. Todavía no entendía cómo
había pasado.
Apoyó
sus manos en la cintura de ella y le temblaban tanto que pensó que lo
delatarían. Ella apoyó las suyas en sus hombros, livianas, casi flotando. El
mundo desapareció: no estaban las risitas de los costados, ni los codazos de
los pibes, ni las chapitas rodando por el piso. Solo ellos, moviéndose torpes,
atrapados en un vaivén que parecía eterno.
Hasta
que… chau. Ella descubrió la gomera. La sintió dura, escondida en la cintura.
Lo miró con ojos grandes, primero sorprendida, después con esa mezcla de
ternura y lástima que duele más que un regaño. Él se quería hundir en el piso.
No era el langa que fingía. Era un nene con gomera.
El
lento terminó. Ella se soltó despacito y se fue con sus amigas. Él se quedó
clavado en medio del comedor, con la música apagándose en el pecho y la gomera
todavía firme. Sin beso, sin conquista. Solo él, con sus nervios y su verdad.
Muchos
años después, al recordarlo, se ríe solo. Esa noche entendió que crecer no era
hacerse el grande: era animarse a mostrarse tal cual era, aunque quedara
ridículo. Y, todavía le gusta pensar, que en esa fiesta, aunque no besó, fue
el único que se animó a bailar con la gomera colgando de la cintura.
Quizás
algún día, cuando sea grande, aprenda a besar sin que le tiemble
la mano, a mirar fijo y apuntar al blanco del corazón. Mientras tanto, sigue jugando.
Porque en cada lento torpe, en cada risa nerviosa, descubrirse a uno mismo ya
es un disparo que da en el blanco.