Anoche, en la AUD, mi hijo salió a encontrarse con sus amigos y compañeras del Instituto Roberto Arlt. Yo, desde lejos, sentí que algo vibraba distinto: una mezcla de alegría y desorden luminoso, ese caos hermoso que sólo aparece cuando la vida está por cambiar.
Me llegó una foto en plena madrugada. Lo vi radiante, rodeado de risas, de complicidades, de esa energía que sólo la juventud puede conjurar. Y pensé en Arlt. En cómo estaría disfrutando este pequeño lío que armaron, igual al que él armó alguna vez contra la academia y los cogotudos de siempre.
Mientras
lo miraba en la pantalla, entendí que mi hijo ya camina hacia su propio
destino. Y me quedé con un orgullo manso, íntimo: el de saber que empieza a
escribir su historia con una luz que no necesita permiso para brillar.
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