5 de diciembre de 2025

CRÓNICAS DEL MIEDO

 



(Inspirado en una charla con el periodista Agustín Salas)


Dicen que un buen cronista deportivo debe conocer la sangre y el sudor del juego, pero también esos latidos invisibles que le dan alma al relato. Agustín Salvatierra, periodista joven y hambriento de estilo, encontró esa alma una noche de insomnio, rodeado de libros que no tenían nada que ver —al menos en apariencia— con el deporte.

Eran novelas de terror.

Drácula. Frankenstein. Dr. Jekyll y Mr. Hyde.

Y sin embargo, mientras leía, algo comenzó a revelarse.


I. Drácula en Santiago del Estero

Agustín estaba releyendo Drácula, fascinado con la estructura epistolar: cartas, diarios, recortes de periódico. Entonces imaginó que esa misma forma podía servirle para narrar un partido cualquiera, incluso uno jugado bajo el sol implacable de Santiago del Estero.

Tomó su libreta y escribió:

“Entrada 17:15.

Querido lector: la tarde cayó sobre el estadio como un manto ardiente. El calor picaba la nuca como un vampiro al acecho. Los jugadores parecían sombras alargadas, fatigadas, luchando por no sucumbir…”

Y entendió que, igual que en Drácula, el terror no siempre está en la sangre: está en la tensión, en el suspenso, en lo que se escribe a pedazos, como mensajes desesperados enviados desde la trinchera del deporte.


II. Frankenstein y el equipo que inventó su propio cuerpo

Luego abrió Frankenstein y vio al creador que toma partes dispersas y arma algo nuevo, poderoso, impensado. Entonces pensó en el fútbol total de la Holanda del ’74, en Rinus Michels como un moderno Víctor Frankenstein.

¿No había ensamblado Michels un monstruo táctico hecho de pedazos brillantes?

Agustín escribió:

“El equipo se mueve como si una corriente eléctrica invisible uniera a cada jugador. No corren: se reaniman. Cada pase es un hilo conductor. Cada presión, un latido cosido a otro. Holanda no juega: respira con un solo pulmón.”

Entendió ahí que el deporte también crea criaturas propias, híbridas, nacidas de la obsesión y la genialidad. Y que la crónica podía contarlo como un mito de laboratorio y tormenta.


III. El jugador que era dos: Dr. Jekyll y Mr. Hyde

Al abrir Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Agustín vio al hombre que es dos hombres. Dócil en la calle, feroz en lo oscuro. Y pensó en esos jugadores que fuera del campo son humildes, tímidos, casi frágiles… pero dentro se transforman.

Recordó también a Carlos Monzón: tosco, casi bruto en su vida diaria; lúcido, calculador y frío dentro del ring, como si la campana activara un interruptor desconocido.

Escribió:

“Entró al campo con mirada tranquila, casi pastoral. Pero bastó el primer silbido del árbitro para que algo se quebrara dentro. Sus ojos se afilaron. Sus piernas se tensaron. Era otro. El jugador educado se convirtió en fiera, no por violencia, sino por instinto ancestral. El estadio aplaudió la metamorfosis.”

Y allí entendió algo poderoso: el terror no es solo miedo sino transformación, desdoblamiento, revelación.


IV. El periodista que aprendió a ver

Cerró los libros, exhausto. Y descubrió que la literatura de terror le había enseñado más sobre el deporte que muchos manuales.

Drácula le dio estructura y tensión.

Frankenstein le dio táctica y mito.

Jekyll y Hyde le dio psicología y metamorfosis.

Esa noche escribió su crónica final:

“El deporte no es solo un partido: es un monstruo que cambia de forma, un vampiro que espera en la sombra del área, un hombre que se transforma bajo la luna de los reflectores. El cronista no solo cuenta goles: narra criaturas. Y quien haya leído terror sabe reconocerlas.”

Agustín entregó la crónica.

El editor la leyó dos veces.

Y dijo, casi en un susurro:

—No se enseña a escribir así. Se aprende leyendo.

Y así comprendió Agustín que cada deporte es un umbral: al cruzarlo, el tiempo se retuerce, la luz se inclina, y el rumor del público es un viento antiguo que despierta bestias dormidas en la grama.

Comprendió que escribir es encender una lámpara en un pasillo que no termina, y que toda crónica —si es verdadera— late como un corazón que duda entre sombra y destello.

Porque en el fondo, narrar es vigilar la noche: acechar al monstruo hermoso del juego, y dejar que, por un instante, nos muerda con su verdad.

 



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