En el corazón del monte chaqueño,
donde el sol dorado acaricia la tierra roja y los vientos susurran historias
olvidadas, vivía la Oma. A sus setenta y pico de años, era una mujer de
semblante sereno y alma indomable. De ojos azules, tan claros como el cielo de
invierno, y cabellos rubios que se habían tornado plateados con el paso de los años.
Había llegado desde Alemania cuando
era joven, huyendo de las penas de una Europa que se desangraba en guerras. El
destino, caprichoso y a menudo cruel, la había llevado a asentarse en la
soledad del monte chaqueño, donde el viento se mezcla con el aroma de las
plantas autóctonas y el cielo parece más grande. Ella
no había pedido mucho, solo un lugar donde vivir en paz. En aquel rincón
apartado del mundo, la Oma encontró su refugio.
Su casa era pequeña, de madera y
techada con palma, pero estaba llena de vida. Allí, la Oma no estaba sola.
Siempre la acompañaba su amigo, un lorito llamado Añamenvu, un parlante
constante de bromas que hacía que los días, aunque largos y calurosos, nunca
fueran aburridos.
— ¿Añamenvu, crees que hará buen tiempo hoy? —le preguntaba Oma cada
mañana, mientras se asomaba por la ventana para ver cómo el sol ascendía entre
las sombras de los árboles.
— ¡Sí, sí! ¡Mucho sol, mucha sol!
—respondía el lorito con su voz aguda, como si entendiera los caprichos del
clima.
La vida de la Oma era sencilla y llena de pequeños placeres. En las tardes, caminaba por los senderos polvorientos, con su sombrero de paja y sus botas de cuero gastadas, recogiendo hierbas que luego secaba y almacenaba en frascos de vidrio. Era en esos momentos cuando, sentada en su porche, conversaba con Añamenvu como si fuera un viejo amigo.
— ¿Sabes, Añamenvu? En mi país había muchos árboles, pero nunca como los
del monte. Estos son tan sabrosos... Tienen algo especial. —le decía mientras acariciaba las
ramas de un algarrobo cercano.
El lorito, que ya había aprendido a
identificar las emociones de Oma, a veces contestaba en tono grave, como si
quisiera ofrecerle una reflexión profunda.
— ¡ Oma! ¡El monte tiene alma! —exclamaba Añamenvu,
inflando su pecho de orgullo, como si él también formara parte de esa vasta
naturaleza.
La Oma no necesitaba mucho para ser
feliz. Un buen mate por la mañana, un pedazo de pan casero con mermelada de
durazno, y la compañía de Añamenvu eran suficientes, verdad?.
La vida le había dado años de
experiencia, pero también de paz.
De vez en cuando, algún vecino o
viajero pasaba por su casa, buscando el camino o alguna indicación.
Oma, con su acento guarani marcado,
los recibía con una sonrisa cálida, ofreciéndoles agua fresca y una charla
tranquila. Les hablaba del monte, de la vida sencilla y del amor que había
encontrado en la tierra.
— ¿No extrañas tu país, Oma? —le preguntaba alguna vez alguno de esos viajeros curiosos.
Y ella, mirando el horizonte, siempre
respondía con una sabiduría que solo los años podían otorgar:
— Extraño, sí. Pero este es mi hogar ahora. Aquí, el viento me canta
canciones, y el sol me abraza cada mañana. La vida, es muy simple cuando se
sabe escuchar.
Y con eso, volvía a perderse en el
horizonte, mientras Añamenvu, siempre fiel, repetía sus palabras:
— ¡Escuchar! ¡Escuchar es lo más importante!
Así, entre risas, miradas y charlas
con un lorito que parecía entenderlo todo, la Oma vivía en armonía con el monte
chaqueño, una mujer alemana en un rincón del mundo lejano, feliz con poco, pero
con todo lo que realmente importaba.
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